Los hijos de Bach toman la palabra en el Festival de Utrecht
La gran cita europea veraniega de la música antigua centra su atención este año en las dos o tres décadas del siglo XVIII que vivieron la transición del Barroco al estilo clásico.
A todas las horas menos cuarto, el carillón de la torre de la catedral de Utrecht (enfundada de arriba abajo para su limpieza en una tupida maraña de andamios) toca una breve melodía de un par de compases. Pocos de cuantos se detengan a escucharla sabrán que la música procede de, como reza la cubierta del manuscrito, un “Solo per il Flauto Traverso di Federico”. Estas palabras esconden en realidad una Sonata para flauta y continuo en Si menor de Federico el Grande de Prusia, el monarca protector de las artes, amante de la música, excelente flautista aficionado y compositor ocasional él mismo. A todas las horas en punto suena otro breve fragmento musical de Carl Philipp Emanuel Bach, uno de los muchos compositores e instrumentistas que trabajaron en su corte de Potsdam. Quince minutos después el carillón lanza a los cuatro vientos un retazo de una bourrée de su padrino de bautismo, Georg Philipp Telemann, mientras que un minueto de su hermano mayor, Wilhelm Friedemann Bach, ha sido el elegido para marcar las medias horas.
No es nada extraño que, como viene haciendo desde hace siglos, el carillón de la catedral regule el tiempo —y, simbólicamente, las vidas— de los habitantes de Utrecht. Sí es excepcional la música elegida que, como también es tradicional, se escoge específicamente para acompañar los diez días durante los cuales se celebra todos los años en estas fechas el Festival de Música Antigua de Utrecht, pionero en su género en todo el mundo y un perfecto termómetro de las últimas tendencias interpretativas en una parcela especialmente vital y cambiante. El programa de este año, al que el carillón nunca es ajeno, lleva por título Galanterie y explora, como cabe imaginar, ese período de transición entre el final del Barroco y el comienzo del Clasicismo, una música dominada por una sensibilidad extrema, por una ornamentación a veces desmedida (como el arte rococó) y por los contrastes abruptos y constantes, de ahí los dos términos alemanes con que suele también conocerse: Empfindsamkeit y, por ósmosis del movimiento literario homónimo y coetáneo, Sturm und Drang, la tormenta y el ímpetu.
No tuvo que ser fácil para los hijos de Johann Sebastian Bach tenerlo como padre y único profesor. La historia les reservó además el papel de abanderados de un nuevo estilo, muy diferente, además, del que habían aprendido de su padre, refugiado en los últimos años de su vida en los entresijos más ocultos del contrapunto imitativo, la esencia del stile antico. Wilhelm Friedemann, Carl Philipp Emanuel o Johann Christian procedieron, cada uno a su manera, a aquello de “matar al padre” a fin de poder hacer oír su voz propia. Hace años formuló esta misma idea el musicólogo estadounidense Richard Kramer cuando, en relación concretamente con CPE Bach, se refirió a la dicotomía entre el modélico cumplimiento de sus obligaciones como hijo (a él debemos la conservación de buena parte de los manuscritos de Johann Sebastian, él se ocupó de la edición del Arte de la fuga, él redactó su obituario, él proporcionó información valiosísima al primer biógrafo de su padre, Johann Nikolaus Forkel) y la deriva que decidió imprimir a sus composiciones, dominadas en muchos casos por lo que Kramer llamó, de forma más poética, pero no menos tajante, la “estética del parricidio”. Johann Christian rompió simbólicamente con su padre, y con su luteranísima familia en general, cuando decidió convertirse al catolicismo durante su estancia profesional en Italia. Tampoco puede dejar de recordarse que sus hermanas debieron de estar no menos dotadas para la música que ellos, porque el talento no sabe de géneros, pero ellas, aparte del peso del apellido, estaban maniatadas por el yugo adicional de su condición femenina, que les cerraba todas las puertas profesionales para seguir la estela de su padre.
Para empezar por el principio, el concierto inaugural del pasado viernes unió los nombres de Johann Sebastian y Carl Philipp Emanuel, remitiéndose, con acierto, al histórico concierto que organizó este último el 9 de abril de 1786 en Hamburgo y en el que sonó, quizá por primera vez, el Credo de la Misa en Si menor de su padre, precedido de una breve introducción (Einleitung) de 28 compases escrita expresamente para la ocasión por su hijo. Sin embargo, no fue una reconstrucción total de aquella velada musical histórica, como la que propuso el Bachfest de Leipzig el pasado mes de junio, sino muy parcial, hasta el punto de que ni siquiera el Credo se interpretó en su totalidad, sino tan solo hasta la sección Et resurrexit. Tampoco sonó Heilig, la extraordinaria obra para doble coro que cerró el concierto de Hamburgo, aunque sí la Sinfonía en Si menor y el Magnificat de CPE Bach, una obra de muchísimo fuste que se cierra con una colosal fuga de 246 compases en la que no hay asomo de la estética del parricidio, sino más bien la constación de lo bien aprendida que tenía la lección contrapuntística. Tampoco la orquesta de la Nederlandse Bachvereniging (que muchos conocerán por su proyecto de grabación de la totalidad de las obras de Bach que puede verse gratuitamente en su portal de Internet) parece atravesar su mejor momento, ni su actual director, el violinista Shunske Sato, tiene visos de ser el más indicado para sacar adelante con brillantez un concierto de estas características.
Con un coro integrado por ocho voces y cuatro solistas vocales, los instrumentos tuvieron casi siempre mucho más peso en el Credo, en el que Sato tomó decisiones extrañas, como hacer cantar a tenores y bajos al unísono el pasaje “Et iterum venturus est”, confiado por Bach únicamente a los bajos. Todo transcurrió demasiado deprisa, sin peso, sin poso, sin asomo alguno de trascendencia. La Sinfonía llegó privada de contrastes marcados y, del Magnificat, lo más salvable fue el aria cantada por el contratenor Reginald Mobley, Suscepit Israel, que es, por cierto, de donde se ha extraído la música que toca el carillón de la catedral a todas las horas en punto. Que se cambiara por completo el orden de las obras que aparecía impreso en el programa invitaba a pensar que el concierto llegaba con la preparación justa, o menos que eso.
El rumbo se enderezó, y mucho, en el maratón de conciertos del sábado. Bien de mañana, Artem Belogurov y Menno van Delft tocaron y explicaron en la Fundación van Renswoude (con una decoración rococó en sus salones más que adecuada para la ocasión) el funcionamiento y los procedimientos constructivos de cinco instrumentos de teclado diferentes, tanto originales como copias: dos muy habituales en los conciertos de música antigua (un clave y un fortepiano) y tres mucho más infrecuentes (un clavicordio, un clavecin royal y un Tangentenflügel, un original de 1790 que volvería a tocar magníficamente Anders Muskens en la Lutherse Kerk el lunes por la mañana). Con música de primerísimo nivel firmada por hijos y discípulos de Bach, o por compositores en activo en la corte de Federico el Grande, el concierto fue una sucesión ininterrumpida de placeres: por poder bucear sucesivamente en las posibilidades tímbricas y expresivas de los distintos instrumentos y por la gran calidad de las interpretaciones. Hay pocas experiencias musicales comparables a oír a Menno van Delft tocar un clavicordio, un instrumento apenas audible, pero, paradójicamente, con una capacidad casi infinita para transmitir emociones. Tras el fiasco de la tarde anterior, en poco más de hora y media estábamos instalados de lleno en la época de la sensibilidad, de la Empfindsamkeit.
Poco después, en la Lutherse Kerk, como manda la tradición, una de las grandes damas de los instrumentos de teclado históricos, la estadounidense Mitzi Meyerson, volvió a dejar testimonio de su enorme clase. Y lo hacía de mano de un compositor prácticamente desconocido, Joseph Anton Steffan (o, con su nombre checo original, Josef Antonín Štěpán). A pesar de que la estética de su música parece reclamar más un fortepiano que un clave, Meyerson, jugando con los registros y los dos teclados de un clave copia de Nicolas Blanchet, consiguió extraer de las partituras todos sus contrastes, sus sorpresas o, incluso, sus extravagancias. Con un alarde de técnica y de imaginación, la clavecinista estadounidense defendió la causa de Steffan con absoluta convicción. Sentado en la última fila de la iglesia, siguió atentamente el concierto su compatriota Hopkinson Smith, que ocuparía ese mismo escenario el día siguiente. Otro veterano al que, como a ella, no cuesta imaginar esgrimiendo pancartas en la revolución del 68 y que se mantiene asimismo en excelente forma. Verlo tocar música de Joan Ambrosio Dalza y Francesco Spinacino, con su boca entreabierta y una expresión constante de arrobamiento, es otra experiencia que nadie debería perderse. Sus dedos han perdido parte de la agilidad de antaño, sus bajos son menos rotundos, pero él sabe rellenar esos huecos con una concentración extrema, con un sonido que se sitúa a veces en el umbral de la audibilidad, como el del clavicordio, y con una espiritualidad que uno imagina teñida de orientalismo. Si Meyerson hizo levantarse al final del concierto a Jan Kalsbeek, el constructor del clave que acababa de tocar, presente en la iglesia, Smith habría hecho lo mismo de haber estado en la iglesia Joel van Lennep, el luthier del laúd que lo ha acompañado fielmente durante toda su carrera.
La concentración de conciertos, día tras día, en Utrecht facilita las comparaciones, por ejemplo entre los conciertos de Stile Antico el sábado en la Jakobikerk y del Huelgas Ensemble el domingo en la catedral. Ambos se presentaron con la misma plantilla, doce cantantes, si bien simétrica y asimétricamente repartidos: seis hombres y seis mujeres los británicos, cuatro mujeres y ocho hombres los belgas. Eso cambia decisivamente su sonido, por supuesto. Los primeros cantan sin director, en un extraño ejercicio democrático en el que cantantes de la misma cuerda cantan separados unos de otros, con una constante comunicación visual, que, en realidad, se produce en todo momento en el seno del grupo y en todas las direcciones posibles. El Huelgas es, por el contrario, la creación personal de Paul van Nevel, a su frente desde hace ya más de medio siglo. El director belga, que acaba sudoroso todos sus conciertos, modela hasta el más mínimo detalle para que cada nota suene absolutamente a su gusto. Ambos grupos son, desde el punto de vista de la afinación y del empaste, virtualmente perfectos: tan solo la soprano Witte Maria Weber tuvo algunos momentos de vacilación en el concierto del domingo. Pero aun con tapones en los oídos sería posible distinguir el estilo de canto de uno y otro, hijos como son de la secular tradición inglesa de la interpretación vocal a capela forjada en iglesias y universidades, por un lado, y de un ideal sonoro que Van Nevel ha construido con cantante adultos profesionales, por otro.
Stile Antico propuso un programa con polifonía compuesta mayoritariamente por mujeres, dos monjas (Raffaella Aleotti y Leonora d’Este, hija de Lucrezia Borgia) y Maddalena Casulana, la primera mujer en publicar, con su nombre, tres libros de madrigales en el siglo XVI. Van Nevel construyó su programa con música inglesa recóndita, pues nada le gusta más que explorar extramuros del repertorio convencional: la Missa Ave Maria, a seis voces, de William Ashwell (un dechado de constantes sorpresas, con todo tipo de combinaciones vocales), un Magnificat de Edmund Turges y varias piezas anónimas, entre ellas la famosa rota (una suerte de canon circular) Sumer is icumen in, una enseña de la polifonía medieval inglesa politextual.
Stile Antico domesticó en exceso los madrigales profanos, mientras que rozó el cielo en Absalon, fili mi, de Pierre de la Rue, la pieza de más calidad de su programa. En su segundo concierto, el domingo por la noche, también en la catedral, el Huelgas Ensemble puso música al periplo biográfico de Baldassarre Castiglione, y también brilló más en el repertorio sacro que en el profano, como es habitual en Van Nevel. El Agnus Dei de la Missa Ave Maria de Peñalosa cerró el concierto recordando la muerte del gran humanista italiano en Toledo en 1529. Y la joya de la corona fue aquí, sin duda, el Officium de Cruce de Loyset Compère, con una convivencia perfecta y, por momentos, casi indistinguible de contrapunto imitativo y pasajes homofónicos.
Otros dos conciertos invitaron a las comparaciones, aunque en este caso con resultados antagónicos. El Sollazzo Ensemble causó una impresión inmejorable en su presentación en Utrecht en 2018. Esta se vería confirmada el año siguiente en sendos conciertos en Madrid y Granada. Este año se les ha concedido el privilegio de protagonizar el sábado el concierto para los amigos del festival en la sala grande del Vredenburg y la decepción no ha podido ser mayor. Del reducido grupo de magníficos músicos de entonces solo sobrevive su directora, Anna Danilevskaia, y ahora se ha presentado con nada menos que ocho cantantes y diez instrumentistas para interpretar un programa en el que la mayoría de las piezas están escritas originalmente a tres voces (con tan solo un par de excepciones a cuatro). Con una puesta en escena inane y muy mal resuelta de Modesto Lai, era imposible reconocer al austero grupo de entonces, entregado ahora a la abigarrada estética medievalista en cinemascope y tecnicolor que han abanderado músicos como Pedro Memelsdorff o Jordi Savall. Guiños orientalizantes, dinámicas extremas, tempi incomprensibles (como el Kyrie “Rondello”, interpretado a velocidad de vértigo como una especie de absurda contienda, supuestamente cómica, entre un cuarteto vocal masculino y otro femenino situados a ambos lados del escenario).
El lunes, en cambio, en la Pieterskerk, el Ensemble Leones hizo exactamente lo contrario: interpretar la música tal como nos ha llegado en las fuentes, sin fantasiosas orquestaciones, sin doblar las voces, sin almíbar romántico, sin banalizar lo que es intrínsecamente complejo, sin colores chillones ni distracciones innecesarias. El grupo de Marc Lewon (tres cantantes, otros tantos instrumentistas) ensalzó la grandeza de Gilles Binchois y Guillaume Du Fay tocando o cantando la música con toda la intimidad y la trascendencia que habían estado ausentes dos días antes. El tenor Jakob Lawrence, las sopranos Tessa Roos y Sabine Lutzenberger (histórica integrante del Huelgas Ensemble), la violista Elizabeth Rumsey, el laudista Rui Stähelin y el propio Lewon (sobrio y preciso laudista) cosecharon un éxito semejante al del Sollazzo, sin recurrir a chistes escénicos o a manidos trucos de trilero. Uno fue un espectáculo banal, poblado de gracietas y fácilmente olvidable; el otro, una intensa experiencia estética y espiritual de las que se quedan firmemente aferradas a la memoria.
El comienzo del festival ha dado mucho más de sí. Entre lo mejor, el virtuosismo y la musicalidad de Tobie Miller tocando música menor a la zanfona con su Ensemble Danguy; el dominio absoluto del estilo galante por parte del cuarteto Nevermind, que interpretó el domingo el mismo programa monográfico dedicado a Carl Philipp Emanuel Bach que había tocado en Madrid; la excelente violonchelista canadiense Octavie Dostaler-Lalonde, que rescató rarezas de Benda, Fils, Schaffrath y Johann Christoph Friedrich Bach, el hijo más olvidado de Johann Sebastian; la joven Daria Spiridoniva, que en la medianoche del sábado cautivó con la veracidad, la hondura y el intimismo real, no impostado, de su manera de hacer música a los aún resistentes a esas horas (con no menos de seis conciertos ya en el cuerpo ese día casi todos) en un programa de obras para violín solo de Telemann, Herschel, Matteis y O’Carolan: es una violinista con ángel a la que seguir muy de cerca; Reinoud Van Mechelen, un tenor deslumbrante, que emuló al gran haute-contre francés Pierre de Jéliote, histórico intérprete de las óperas de Rameau, cantando y dirigiendo a su grupo a nocte temporis: cuesta creer que el sucesor, un superdotado, sea inferior en ningún sentido al original.
Fue más decepcionante la actuación del gran virtuoso actual de la flauta dulce, el neerlandés Eric Bosgraaf, que interpretó obras de la Santísima Trinidad de los Bach (Johann Sebastian, Wilhelm Friedemann y Carl Philipp Emanuel) con desparpajo, pero un cierto mecanicismo superficial. La violonchelista Ophélie Gallard (que tocó con pica, un adminículo que parecía desterrado de Utrecht desde hace décadas) defraudó aún más el lunes en un concierto en el que su raquítico sonido contrastaba con el desafuero sonoro de su muy desigual grupo, bautizado como Pulcinella. Y se echó en falta menos objetividad y más corazón en la gélida traducción de La ofrenda musical que tocaron el lunes por la mañana, casi como cuatro islotes aislados en medio el mar sobre el escenario del Hertz, la sala de cámara del Vredenburg, el clavecinista Lorenzo Ghielmi, el flautista Jan De Winne, el violinista Yevgueni Sviridov y la violonchelista Anna Camporini (agazapada durante todo el concierto). Antes, Michael Maul, director del Bachfest de Leipzig, había dado una conferencia sobresaliente en la Janskerk, analizando la obra que Bach dedicó a Federico el Grande en el contexto de las disputas políticas entre la Prusia del monarca amante de las artes y la Sajonia que lo ninguneaba y que Bach quería abandonar a toda costa. Sus hallazgos propiciaron una escucha diferente, pero, aparte del segundo violín para el canon a dos violines al unísono, hubo también otras ausencias. Menos mal que el canon perpetuo que cierra la obra nos recordó que La ofrenda musical no conoce virtualmente fin.
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