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Acordes y desacuerdos en el Festival de Granada

La primera de las grandes convocatorias musicales clásicas del verano remonta el vuelo tras un triste y desangelado concierto inaugural

El Sollazzo Ensemble durante su actuación en la iglesia del monasterio de San Jerónimo.
El Sollazzo Ensemble durante su actuación en la iglesia del monasterio de San Jerónimo.Fermín Rodríguez-Festival de Granada
Luis Gago

Todo pareció ponerse en contra del concierto inaugural del veterano festival granadino la noche del pasado viernes. Y su mayor enemigo no fue, por una vez, el calor, que aún no había empezado a arreciar como sí lo ha hecho más tarde. Las elecciones tanto del programa como de sus intérpretes llevaban aparejadas ciertos riesgos –más que artísticos, estructurales– que luego pasaron inevitablemente factura. El clásico esquema obertura/concierto/sinfonía esta vez no dio los resultados apetecidos.

La decisión de abrir fuego con la casi desconocida obertura de Jeanne d’Arc era una buena opción teórica por muchos motivos: conectaba a los tres compositores del programa, ya que Ignaz Moscheles fue amigo y colaborador de Beethoven y profesor de piano de un Mendelssohn aún adolescente, amén de que los tres cultivaron también el género de la obertura para dramas históricos (Coriolan, Egmont, Ruy Blas). En el caso de Moscheles, su inspiración fue Die Jungfrau von Orleans, de Friedrich Schiller, poeta a su vez de los versos de la Oda a la alegría que Beethoven utilizaría en el último movimiento de su Novena Sinfonía, dirigida con gran éxito por el compositor y pianista bohemio en 1837 y 1838 en Londres, donde él mismo había dado a conocer la Missa solemnis en 1832. El problema es que la teoría en ocasiones va reñida con la práctica y la obertura de Moscheles es una obra menor que poco hizo por generar una atmósfera capaz de conjurar la tormenta perfecta que se avecinaba. Tuvo más bien un carácter desencadenante o, si se prefiere, premonitorio.

Las perturbaciones llegaron de la mano de otra decisión previa de altísimo riesgo, ya que quien haya seguido en los últimos años la carrera de Viktoria Mullova sabe muy bien que la antaño sobresaliente violinista rusa hace años que ha dejado de ser una artista fiable. De ser un producto emblemático de la escuela violinística rusa (una maquinaria impersonal a la que luego ha dado en gran medida la espalda), Mullova ha pasado a coquetear con los criterios interpretativos historicistas, las cuerdas de tripa y las músicas leves, de tradición no clásica y dejos jazzísticos, que cultiva asiduamente tanto con su pareja, el violonchelista Matthew Barley, como con su hijo Misha Mullov-Abbado, contrabajista, compositor y arreglista. Pero lo que le esperaba en el Palacio de Carlos V no eran pequeños pasatiempos y agradables melodías, sino nada menos que el Concierto para violín de Beethoven, una de las cimas del repertorio para su instrumento y una partitura cuyas exigencias musicales superan con mucho a las puramente técnicas.

Y el problema es que, superado un fugaz espejismo (cuando Mullova se unió de repente a los primeros violines al final de la exposición del tutti orquestal que da comienzo a la obra), la violinista dejó abundantes muestras de que había venido a superar un mero trámite. Aun valiéndose de partitura (toda una rareza en una obra que habrá interpretado decenas de veces, incluida una en la propia Granada y con esta misma orquesta en mayo de 2005, y que cualquier violinista de elite conoce del derecho y del revés), tocó notas que no están escritas y llegó a transportar incluso un pasaje del Allegro ma non troppo inicial a la octava ascendente, lo cual no pasaría de resultar anecdótico si no fuera porque, de principio a fin, Mullova tocó sin implicarse lo más mínimo, echando mano de sus largos años de experiencia y apurando con desidia una copa que claramente no quería beber, a pesar de que los micrófonos estaban transmitiendo en directo el concierto por radio a toda Europa.

Viktoria Mullova, Ivor Bolton y la Orquesta Ciudad de Granada durante su interpretación del Concierto para violín de Beethoven.
Viktoria Mullova, Ivor Bolton y la Orquesta Ciudad de Granada durante su interpretación del Concierto para violín de Beethoven.Fermín Rodríguez/Festival de Granada

También desafinó cuanto quiso (sobre todo en el tercer movimiento), pero tampoco esto importaría en caso de haber ofrecido a cambio muestras de una mínima musicalidad, de un deseo de hacer justicia a semejante obra maestra. Desgraciadamente, lo que oímos fue una versión desgalichada, insustancial, sin norte, anodina e incluso vulgar. El público, que ya había aplaudido extemporánemente el muy poco aplaudible primer movimiento (el segundo y el tercero van unidos), volvió a hacerlo larga y rutinariamente al final, arrancando el regalo de rigor: el Adagio de la Sonata para violín solo núm. 1 de Bach, tan pobremente tocado como todo lo anterior, incluidas las cadencias del concierto compuestas para ella por Ottavio Dantone. Imposible reconocer a la admirable intérprete de estas mismas obras en otros tiempos.

El tercer factor de riesgo era la presencia en el Palacio de Carlos V de la Orquesta Ciudad de Granada, una formación herida, desalentada y en huelga hasta hace pocas semanas, como revelaban aún los lazos rojos que lucían todos sus miembros, que recordaban a los responsables de las distintas administraciones, que debían de estar presentes en lugares de privilegio del palacio que los compromisos adquiridos por las instituciones tienen todavía que plasmarse en hechos concretos (por cierto, que la mecha se ha extendido y hay otras orquestas andaluzas en huelga: malos tiempos para la lírica en tierras del tripartito). Y, por acabar con las decisiones arriesgadas, la última consistió en poner al frente de la formación andaluza a un director con el que no había trabajado nunca anteriormente, Ivor Bolton, con un programa que quedaba, además, fuera de lo que son sus grandes especialidades y en las que puede dar lo mejor de sí: el barroco y el primer clasicismo. Ningún director habría podido probablemente entenderse esa noche con Viktoria Mullova, atrincherada en su insensibilidad e incomunicación con el exterior. Bolton no lo logró, por supuesto, y hubo un divorcio constante entre orquesta y solista, condenados a no entenderse ni amalgamarse. Se produjeron, como es natural, desajustes evidentes entre ambos aquí y allá, si bien lo peor es que la violinista acabó por contagiar su indolencia a una orquesta necesitada justamente de lo contrario: un terapeuta empático y entusiasta que la saque de su abatimiento y disipe sus muy fundados resquemores.

Maria João Pires agradece los aplausos del público que llenaba el Palacio de Carlos V.
Maria João Pires agradece los aplausos del público que llenaba el Palacio de Carlos V.Fermín Rodríguez/Festival de Granada

Bolton, que había apuntado buenas maneras en las secciones lentas de la obertura de Moscheles, al comienzo y al final, no consiguió remontar tantas adversidades juntas en un probablemente infraensayado Concierto de Beethoven y con una acústica que ayuda tan poco como la del Palacio de Carlos V. Y es por ello por lo que la obertura de Jeanne d’Arc había tenido algo de premonición, porque en los últimos compases, además de repetir la indicación de Andante religioso, Moscheles añadió: e funebre.

Así las cosas, la Sinfonía Escocesa de Mendelssohn, que comenzó a sonar pasada la medianoche, se adivinaba como el último salvavidas para evitar el naufragio final. Y, viniendo de donde veníamos, no solo se esquivó la catástrofe, sino que tanto Bolton como la orquesta lograron en no poca medida autoafirmarse. Aunque no es claramente la de sus mejores tiempos, la segunda sigue atesorando no pocas virtudes, sobre todo en la sección de viento-madera (a pesar de que el primer fagot no tuvo su noche), mientras que la sección de cuerda exhibe ahora desigualdades mucho mayores, comandada el viernes por un concertino tampoco especialmente afortunado. Quizá lo mejor de la versión fue justamente el comienzo, la introducción Andante con moto que supo de inmediato a música bien entendida y bien traducida, con un Bolton por fin plenamente reconocible en sus virtudes y en sus carencias. Aun cuando hubo pequeños percances (en el dificilísimo Scherzo), la música respiraba y, sobre todo, tenía vida. Lo más extraño fue que no se respetaran las indicaciones de attacca al final de los tres primeros movimientos, ya que la obra, una suerte de plasmación sonora de los recuerdos de un viaje de Mendelssohn por Escocia, pide a gritos una interpretación sin cesuras, como una larga pincelada desde el primer hasta el último compás.

La anunciada despedida de los escenarios de Maria João Pires tiene algo de, remedando a Peter Handke, “breve carta para un largo adiós”. Pero nadie podrá lamentarse de que la pianista portuguesa amague con su promesa de dejar de tocar en público, pero vuelva, sin embargo, una y otra vez, porque ha sido siempre una artista congruente y fiel a unos principios firmes que han cimentado una carrera que podría ponerse de ejemplo en los conservatorios. En su elección del repertorio no ha habido nunca decisiones descabelladas y así sucedió en el recital que ofreció el domingo por la noche en el Palacio de Carlos V, con obras de dos de los compositores que la han acompañado más asiduamente en su larga e ilustre carrera: Ludwig van Beethoven y Robert Schumann.

Lukas Henning y las hermanas Sophia y Anna Danilevskaia.
Lukas Henning y las hermanas Sophia y Anna Danilevskaia.Fermín Rodríguez/Festival de Granada

Del primero tocó dos de sus piezas más características en Do menor, las Sonatas opp. 13 y 111, mientras que del segundo eligió dos piezas ideales para este último tramo de su carrera: la Arabeske y las Escenas infantiles. Los acordes ominosos que sirven de pórtico de la Patética beethoveniana pusieron de manifiesto que Pires no iba a acentuar el dramatismo latente en la obra, sino que prefería decantarse por una visión serena, ordenada y, en el caso del segundo movimiento, especialmente cantabile. Su universo musical parece guiado por el título que dio Goethe a su autobiografía de juventud, Poesía y verdad, porque cuanto hace la portuguesa irradia veracidad y se halla imbuido de una fortísima carga poética. Por eso su Schumann ha sido siempre de referencia y la sucesión de miniaturas de las Escenas infantiles o la propia miniatura en sí misma que es la Arabeske sonaron en sus dedos a delicadas y libres ensoñaciones románticas. Pires es un dechado de honestidad artística y su aura o esa paz interior que se percibe tanto cuando toca como cuando se acerca modestamente hacia el piano, son ingredientes ideales para traducir el piano más intimista y menos virtuosístico de Schumann.

En la Sonata núm. 32 de Beethoven se la percibió más incómoda, sobre todo porque en los pasajes más exigentes sus dedos ya no pueden exhibir la fuerza o la agilidad de antaño. Aun así, Pires tiene tan interiorizada la obra que sabe cómo acomodarla a sus capacidades actuales, acercándola a un terreno en el que pueda ser fiel a una estética y unos presupuestos formales tan diferentes de la sonata que había abierto su recital, pero sin traicionar el nuevo mensaje del compositor de Bonn. En el primer movimiento faltó ocasionalmente tensión, o conflicto entre la mano derecha y la izquierda, pero su propuesta estuvo en consonancia con el planteamiento especialmente plácido y sereno del segundo, iniciado por una exposición del tema de las variaciones que marcó quizás el momento más alto de todo el recital. De nuevo algo más constreñida en la tercera variación, en las dos últimas demostró que su técnica sigue aún en perfecto estado: magnífica la sucesión de trinos, hasta entonces un mero adorno que Beethoven supo transformar en procedimiento expresivo de alta escuela.

Sabiendo que cualquier día será cierta su promesa de no volver a tocar en público, era imposible no pensar en las palabras que Thomas Mann pone en boca de Serenus Zetiblom cuando recuerda una conferencia impartida por Wendell Kretzschmar sobre la última sonata beethoveniana: “El gesto de despedida del motivo Re-Sol-Sol, melódicamente completado por el Do sostenido, era así como había que interpretarlo, como un adiós, igual en grandeza a la obra: el adiós a la sonata”. Hasta en la elección de la muy demandada propina confirmó Pires su proverbial buen gusto y su sentido común, tocando ante un público rendido a su sabiduría, a su ausencia de artificio, la Bagatela op. 126 núm. 5, en un consolador Sol mayor.

La gran maravilla –y, para muchos, la gran sorpresa– de estos tres primeros días del festival la ha protagonizado el Sollazzo Ensemble, que ha venido con una formación más amplia que las que utilizó en su presentación en el Festival de Utrecht y en el concierto que ofreció en marzo en el Museo Arqueológico de Madrid. Con tres cantantes, el laudista Lukas Henning y la tañedora de salterio Franziska Fleischanderl, las hermanas Danileveskaia ofrecieron en la iglesia del monasterio de San Jerónimo un concierto perfecto, de principio a fin. Si la jornada inaugural había sido un rosario de desacuerdos, aquí todo fueron complicidades y entendimiento entre siete músicos muy jóvenes concentrados permanentemente y volcados en ofrecer lo mejor de sus capacidades.

Construido en torno al Trecento italiano, el programa sería la banda sonora ideal para una visita a la exposición en torno a Fra Angelico que puede verse este verano en el Museo del Prado. Anna Danilevskaia ha demostrado una vez más no solo conocer y manejar con soltura las muy complejas fuentes de este repertorio, sino también cómo relacionarlas y, quizá lo más difícil, cómo traducirlas en sonidos sin incurrir en arbitrariedades. Con piezas en su mayoría anónimas y de tres de los grandes representantes del Ars Nova italiano (Francesco Landini, Matteo da Perugia y Paolo da Firenze), el Sollazzo se mueve como pez en el agua en estas músicas a tres voces (sólo había una a cuatro voces y muy generosa en sincopaciones, un Sanctus “Mediolano”, en referencia a la ciudad en que fue compuesto, Milán, o a un compositor nativo de la capital lombarda), intrincadas rítmicamente, pero vertidas con asombroso dominio y naturalidad por los integrantes del grupo, que tocaban y cantaban en muchas ocasiones de memoria: hasta tal extremo tienen asimiladas estas músicas, y hasta tal punto mostraban una actitud diametralmente a la exhibida por Mullova pocas horas antes en la Alhambra.

La secuencia de obras, salpicadas por secciones del Ordinario y el Propio de la misa, estaba milimétricamente pensada y permitió el lucimiento tanto individual como conjunto de los tres cantantes: la soprano Perrine Devillers (que demostró que El cant de la Sibilla puede interpretarse sin pedantería, valiéndose con inteligencia de la modulación del volumen de voz y exhibiendo una clara dicción de todas las sílabas del texto, al contrario de lo que hemos sufrido durante años a otras intérpretes), el tenor Vivien Simon (que a una voz tersa y sedosa une un soberbio dominio de los recursos gestuales y corporales) y, el menos habitual en las plantillas del Sollazzo, el contratenor Andrew Hallock, con un canto tan carente de imposturas como el de sus compañeros, todos ellos igual de expresivos en los pasajes más melismáticos (el último de los tres Benedicamus Domino del tramo final de obras) y en los más despojados. Entre estos últimos, el cenit del concierto se alcanzó quizás en Creata fusti o vergine Maria, cantado de manera inolvidable por Perrine Devillers, poseedora de una voz con un ángel especial. Danileveskaia deja que los instrumentos doblen o sustituyan a las voces, buscando una mayor variedad tímbrica, pero sin caer nunca en fantasías o veleidades posmodernas. Su Edad Media suena infinitamente más veraz que muchas de esas en tecnicolor que intentan vendernos a menudo como tramposamente auténticas.

Ver una iglesia de Granada (¡y qué iglesia!) atestada de gente un sábado por la mañana para escuchar música del Ars Nova italiano es, qué duda cabe, una inyección de optimismo. A la salida, todos los asistentes se hacían lenguas de las maravillas que acababan de escuchar –la mayoría, casi con certeza, por primera vez–, aunque desgraciadamente, como único punto negro, sin poder seguir los textos de las distintas piezas, ausentes en el programa de mano. El entusiasmo del público, esta vez más que sincero, provocó que el Sollazzo interpretara, a modo de contraste profano, una ballata minima de Nicola da Perugia, Il megli’ è pur tacere, del Codex Squarcialupi, cuyo texto da pie, e invita casi, a una breve reflexión final: “Il megli’ è pur tacere. / Colui che troppo parla / ispesse volte falla”, esto es, “Lo mejor es, pues, callar. / Quien habla de más / a menudo yerra”. Viene el antiguo dicho al caso de esas supuestas y prometidas innovaciones de los tres grandes festivales veraniegos españoles (Granada, Santander y San Sebastián), que nunca acaban de llegar porque, mutatis mutandis, sigue recurriéndose a los mismos nombres y esquemas al uso desde hace décadas.

El atractivo irresistible de las tres ciudades puede acabar no siendo suficiente por sí solo y hay ejemplos sobrados por ahí fuera de otros rumbos y planteamientos posibles, más novedosos y acordes con estos tiempos. Algo de ello se atisba en el FEX granadino, una suerte de festival paralelo y oficioso, mucho más inquieto e intrépido que el oficial que lo prohija, algo que puede dar lugar a que acabe por devorar al padre, como ha sucedido a menudo en Edimburgo con el inimitable y pantagruélico Fringe.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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