El eterno retorno del ‘Kalifa’, una obra que descubre a un artista diagnosticado con una enfermedad incurable
Alejandro Fernández, un ser humano con una historia extraordinaria, vivió hasta que lo dejó la distrofia muscular. Una exposición desvela al pintor y a su obra, un grito de amor al mundo, del que siempre supo que se iría antes de tiempo

En la buhardilla de un adosado ubicado en un callejón sin salida de Majadahonda (Madrid), tenía su particular estudio Alejandro Fernández (Madrid, 1974-2019), Kalifa para los amigos y Kalifrogman en sus obras. En esa luminosa habitación de techos inclinados, por la que andaban sueltos lagartos y ratones, algunos reptiles hacían equilibrios por cuerdas que unían paredes y una grajilla entraba por la ventana y se posaba en su hombro al escuchar su silbido, hay ahora centenares de cuadros. Enmarcados y sin enmarcar, colgados, apilados en carpetones y baúles, amontonados contra muros. Siguen llenando de colores vivos esa estancia, en la que permanecen también todos los libros de bichos que se compró siendo un niño, con sus primeros ahorros; y los bastones, muletas, y sillas de ruedas más y menos sofisticadas, adaptadas a la evolución de la enfermedad degenerativa que lo acompañó toda su vida de 45 años. Una exposición, que puede verse hasta el 2 de marzo en el centro cultural de Las Rozas Pérez de la Riva y que lleva por título Kalifa, descubre ahora su obra y al artista autodidacta que fue hasta que murió en 2019.

“Álex no se movía en el mundo del arte. Empezó a pintar relativamente tarde, en torno a 2006. Quizá sin saberlo, quizá sin pretenderlo, su obra se inscribe en la línea que se inicia en El grito de Munch y recorre la cultura europea hasta llegar a Kubin, Asger Jorn, Appel, Dubuffet, Antonio Saura, Millares, Basquiat”, escribe en la presentación del catálogo de la muestra el historiador del arte Valeriano Bozal, fallecido hace año y medio y en cuyo despacho destacaba un gran cuadro de Alejandro.
En sus pinturas, a veces con sarcasmo (esqueletos con chisteras), otras con amor (corazones inflamados) y otras con melancolía (grandes ojos emocionados), late su más fiel compañera de vida y de muerte. Tenía nombre alemán: Becker, distrofia muscular de Becker, en honor al neurólogo y genetista que la descubrió. Es un trastorno hereditario recesivo ligado al cromosoma X, caracterizado principalmente por una debilidad progresiva en los músculos. La alteración genética la transmite la madre a los hijos varones, aunque ella no lo padece. Y tiene una evolución lenta con una esperanza de vida alrededor de los 50 años. Un hermano del Kalifa, Nacho, Chona para los colegas, dos años menor que él, también la padecía.
Matilde y Alejandro, sus padres, una enfermera y un médico intensivista que se habían conocido y enamorado en el hospital, formaron felices su familia. Una familia impulsada por un amor infinito, acompañada siempre por la complicidad de un buen número de buenos amigos y colegas, que mezclaban a padres e hijos, adultos, niños y jóvenes, en un devenir incierto, pero intensamente feliz. Eran tiempos dichosos en ese callejón sin salida con vistas al cielo desde la buhardilla.
“Sí, eran niños que se caían más, les costaba correr, escalar, montar en bici, tropezaban, sus dificultades físicas nos dieron la voz de alarma”, recuerda ahora Alejandro Fernández, padre; quien, casi en contra de sí mismo, les hizo a sus pequeños aquellos análisis de sangre que confirmaron sus peores sospechas: “La CPK, la enzima que marca el infarto de miocardio, estaba alta”. Desde entonces solo hubo un objetivo familiar: tener una vida llena de experiencias.
Los cuatro, y otros muchos animales, convivieron bajo esa consigna, que los empujaba a no perder tiempo. “Cómo Alejandro no podía correr, ni destacar en deportes, con 10 años lo apunté a un curso de acuariofilia. Le fascinó y ahí ya comenzó a relacionarse con gente muy mayor”, cuenta. El Kalifa se convirtió en un amante de la naturaleza y de los bichos; y, después, en un gran observador del mundo y de sus seres, también los humanos. Su obra refleja todos esos años de contemplación y análisis.

A medida que avanzaba su enfermedad, iba tomando perspectiva, como quien logra ver el mundo a vista de pájaro, pájaros dibujados en sus cuadros de mil maneras. Y bajaba, como el Zaratustra de Nietzsche de las montañas, a hablar con los hombres para regalarles sus conclusiones, sus hallazgos, sus tesoros en forma de reflexiones o de tiernas y cómplices ironías. Llegaba caminando con sus característicos andares, o con cualquiera de sus bastones, o después con sus distintos modelos de sillas (la última, articulada, le ponía de pie), aunque el Kalifa siempre parecía aterrizar desde la estratosfera. “Somos seres de luz, somos luz”, soltaba, fugazmente, justo antes de adentrarse con vehemencia en cualquier polémico debate social del momento.
La familia viajó por medio mundo, juntos y separados. “Mandamos a Alejandro a Australia, al zoo de Sidney, a los 17 años, no se nos ocurría un sitio en el que pudiera estar más feliz: rodeado de animales, de toda clase de reptiles, durante el día, y bebiendo cervezas con los amigos por la noche”, cuentan sus padres, mientas muestran el álbum de fotos de su hijo aquel año, entre cocodrilos y serpientes. Fue justo antes de aquel viaje cuando, por primera vez, hablaron claramente de la enfermedad: “Cuidado con tu corazón, lo tienes un poco más grande de lo normal”, le dijeron.
No es que se lo hubieran ocultado hasta entonces: “Simplemente, lo dimos por hecho, ellos lo sabían, desde que no hacían gimnasia en el colegio, lo asumieron, cada uno de distinta manera, y después nos agradecieron que no hubiésemos estado llevándoles a los médicos”, relatan. Chona se fue a Irlanda y después se volcó en el activismo por la diversidad funcional y recorrió mundo —con y sin silla de ruedas— con una camiseta que llevaba impreso el título de la película en la que participó: Yes we fuck.

Un ascensor que va desde el garaje hasta la buhardilla de ese adosado, construido ex profeso por su amigo arquitecto David Herrero, permitió que “el Kali” mantuviera su independencia e intimidad hasta el final de sus días. “Por casa no tenía que pasar si no quería, ni él, ni sus amigos, ni sus novias, a quienes dejaba la llave fuera, en un sitio secreto”, cuentan sus padres. Todos entraban directamente, montacargas mediante, a su espacio, a su particular universo.
La enfermedad de Becker hizo crecer su corazón (y el de su hermano) hasta el límite, hasta el trasplante. Ambos lograron acceder a uno nuevo, “de mujer”, bromeaba el Kalifa. Justo después de aquella intervención comenzó a pintar. Corría el año 2005, se fue a vivir a un piso del centro de Madrid con su amigo Javier Bergasa, artista plástico. “Creo que fue con él con quien comenzó a interesarse por el arte, a leer sobre pintura y a pintar”, cuenta su padre.
“Kali era un pintor único, original y mágico. Con una obra tardía, tuve la suerte de observar su práctica de principio a fin”, escribe Bergasa en el catálogo. “Para él la pintura era una medicina para el alma. Creo que expresó mucho su situación frente a la muerte, su mundo animal. Era puro. No seguía escuelas, fue un genio de una honestidad incomparable que se expresaba de manera salvaje y colorida”.
Sus padres, custodios ahora de su prolífica y compulsiva obra, plasmada en lienzos o en papeles de embalar, no conocieron sus pinturas de manera plena, hasta más tarde: “Nos impresionó, no éramos conscientes del mundo que dejó plasmado en sus obras“, aseguran, mientras pasean entre sus cuadros, con los que retorna una y otra vez el alma del Kalifa.
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