Bach: en el nombre del padre, y del hijo
El cuarteto francés Nevermind se presenta en Madrid con un extraordinario concierto dedicado a la música de Johann Sebastian y Carl Philipp Emanuel Bach
Muchas veces, quienes afirman alegremente que Johann Sebastian Bach tuvo que criar a veinte hijos tienden a olvidar que el músico vio morir a once de ellos, la inmensa mayoría en sus primeros días o años de vida. También es legítimo pensar, claro, cuántas de sus cuatro hijas que llegaron a la edad adulta tendrían un talento comparable al de sus hermanos muy legítimamente famosos: Wilhelm Friedemann, Carl Philipp Emanuel, Johann Christian o incluso el menos conocido Johann Christoph Friedrich. El talento no sabe de sexo y en la familia Bach manaba con una afluencia inusitada desde hacía varias generaciones.
Universo Barroco
Sobran las razones para admirar a Carl Philipp Emanuel Bach, a quien debemos la preservación de muchos de los más importantes manuscritos de su padre, que acabarían encontrando un refugio seguro en la biblioteca de Anna Amalia de Prusia, hermana de Federico el Grande, en cuya corte trabajó como clavecinista CPE Bach (como suele ser identificado por mor de simplificar). Él fue también el responsable de la edición de El arte de la fuga, publicada póstumamente en 1751 pocos meses después de la muerte de su padre. Y él fue quien redactó, junto con Johann Friedrich Agricola (un discípulo directo de Johann Sebastian), el único obituario publicado tras la muerte del autor de la Misa en Si menor en 1750, el famoso Nekrolog, cuya publicación se demoraría, sin embargo, nada menos que cuatro años, cuando apareció en la Neu eröffnete musikalische Bibliothek que había fundado Lorenz Mizler en 1736. Para ingresar en la Sociedad de Ciencias Musicales que fundó también el propio Mizler dos años después, Bach compuso su Canon triplex (el que aparece entre sus manos en el único retrato fidedigno del compositor que ha llegado hasta nosotros) y las Variaciones canónicas sobre ‘Vom Himmel hoch’. Para completar este mínimo rápido esbozo de sus principales méritos, a Carl Philipp debemos el Tratado sobre el verdadero arte de tocar los instrumentos de teclado, una fuente esencial para comprender la práctica interpretativa de la época y cuya influencia como herramienta pedagógica perduró más de un siglo. Y fue el principal suministrador de Johann Nikolaus Forkel durante la preparación de la primera biografía de su padre, publicada en 1802, más de medio siglo después de su muerte.
El grupo francés Nevermind ha acudido a Madrid con un programa lleno de lógica que se abría con tres contrapuntos de El arte de la fuga y cuyo eje eran tres cuartetos compuestos por Carl Philipp Emanuel el año de su muerte (1788). Obras todas, pues, terminales, en las que este último actúa como gozne en su doble condición de editor y compositor. La extraña plantilla de Nevermind (flauta travesera, viola, viola da gamba y clave) no les permite afrontar muchos repertorios. Los que han grabado hasta ahora (música francesa de Jean-Baptiste Quentin y Louis-Gabriel Guillemain, y varios de los conocidos como Cuartetos de París de Georg Philipp Telemann, padrino de Carl Philipp, en ambos casos con violín en vez de viola) eran, por así decirlo, opciones naturales. Como Johann Sebastian no indicó instrumentación alguna para El arte de la fuga, acentuando con ello su abstracción, cualquier aproximación con cualesquiera instrumentos parece posible, como así se ha hecho en las últimas décadas.
La propuesta de Nevermind funcionó solo a medias por dos razones fundamentales. Por un lado, el equilibrio esencial que demanda la traducción de estos contrapuntos a cuatro voces se perdió en gran medida en el reparto instrumental: tiple/flauta, contralto/viola, tenor/gamba y bajo/clave. Fue la voz más grave precisamente la que no tuvo nunca la necesaria presencia sonora. El clave se basta por sí solo para tocar esta música en su totalidad, pero dejarlo confinado a tocar únicamente el bajo (que Jean Rondeau arropó armónicamente con discreción) no parece la mejor de las decisiones. Por otro lado, en la parte de flauta hubo demasiados transportes a la octava superior o inferior que quebraron la lógica implacable de la escritura de Bach y desvirtuaron de algún modo su planteamiento contrapuntístico, en la que un solo sujeto de fuga es sometido a lo largo de la obra a todo tipo de transformaciones: inversión, retrogradación, aumentación, disminución, ornamentación, varias de ellas de forma simultánea, como sucede en el tercero de los contrapuntos elegidos por Nevermind, el sexto, “in Stylo Francese”, como leemos en la edición preparada (culminada sería quizá más exacto) por Carl Philipp Emanuel en 1751.
La interpretación sirvió para constatar, a pesar de estas reservas, la enorme calidad individual de los cuatro instrumentistas, cuatro personalidades muy marcadas entre las que en ningún momento se observa liderazgo alguno, tampoco de Jean Rondeau, el nombre más conocido del grupo. Sin embargo, el enfoque adoptado incidió quizás en exceso en el posible carácter testamentario, rozando lo luctuoso, de esta música. Un tempo y un carácter casi siempre inmutables no parecen la mejor opción para dar vida sonora a El arte de la fuga. Fue imposible no recordar lo que, en la vecina Sala Sinfónica del Auditorio Nacional, había hecho el pasado mes de marzo el pianista ruso Daniil Trifonov, que convirtió la obra en un caleidoscopio inagotable de colores y estados de ánimo. Nevermind se instaló en el refugio seguro de una cierta melancolía, que también cuadra, y mucho, a esta música enraizada en un perpetuo re menor, pero a su propuesta le faltó viveza, empuje y claridad.
El Adagio de una de sus conocidas como Sonatas Prusianas (están dedicadas a Federico el Grande y a su “genio singularísimo”) sirvió de puente hacia la música de Carl Philipp Emanuel Bach. Originalmente para clave, la escuchamos en una transcripción para cuarteto del violagambista del grupo, Robin Pharo, que decide transportarla una tercera ascendente desde el fa sostenido menor original a la menor, la dominante de la tonalidad omnipresente de El arte de la fuga y la del Cuarteto que cerraría la primera parte: estos jóvenes talentos no dan puntadas sin hilo. También se inventaron una cadencia improvisada en los dos últimos compases que sonó absolutamente pertinente.
Los manuscritos de dos de los tres Cuartetos para flauta, viola, y clave de CPE Bach acabaron en posesión de Sara Levy, alumna de Wilhelm Friedemann, protectora de Carl Philipp y tía abuela de Felix Mendelssohn. La parte de viola da gamba (o violonchelo) no está escrita, porque se supone que ha de limitarse a doblar la línea del bajo. No es aconsejable hacerlo siempre, por el tipo de escritura para clave, aunque Robin Pharo se mostró partidario de intervenir mucho más de lo que propone la moderna edición de Ernst Fritz Schmid. En puridad, ampliando el concepto de sonata en trío, aquí estamos en realidad ante tres exponentes de lo que podría calificarse de tríos en cuarteto, con tan solo tres partes instrumentales independientes (y cuatro voces). Grabadas el año pasado por Nevermind, y quizá rodadas mínimamente en concierto desde entonces, en cuanto empezó a sonar el Andantino del Cuarteto Wq. 93 desaparecieron por completo los problemas de fluidez que habían atenazado en cierta medida los tres contrapuntos de El arte de la fuga. Aquí sí que sonó todo natural, equilibrado, fresco, armonioso.
Fue a partir de este momento, en las contadas oportunidades en que la partitura le concede fugaces y modestos arranques de protagonismo, donde quedó más clara la inmensa clase de Jean Rondeau, que se valió en un par de ocasiones del teclado superior del magnífico instrumento que tocaba (una copia de Andrea Restelli de un clave original de Christian Vater de 1738, contemporáneo, por tanto, de los dos Bach) para introducir una mayor delicadeza. Los mejores recuerdos los dejaron a su vez aquellos pasajes en los que Carl Philipp Emanuel se muestra más inspirado: el movimiento lento del Cuarteto Wq. 94 (tocado, como pide el compositor, “muy lento y mantenido”, aunque sin resultar moroso ni perder un ápice de su expresividad) y la totalidad del Cuarteto Wq. 95, una obra de enorme calidad. El aluvión inagotable de trinos en las cuatro voces a lo largo de los 102 compases del primer movimiento tuvieron una traducción siempre espontánea, jamás alambicada, y también aquí Rondeau se lució en un breve pasaje en arpegios. La joya quizá de todo el concierto fue el extraordinario Adagio, de una audacia armónica que los integrantes de Nevermind se preocuparon de resaltar, lo que incluye también su extraño y en cierta manera inconcluso final. El Presto que le sirve de cierre revela que CPE Bach aprendió la escritura contrapuntística del mejor de los maestros imaginables y la traducción de Nevermind fue un dechado de agilidad y transparencia. El único pero que cabe plantear, tanto en este como en los movimientos anteriores, es la muy escasa ornamentación y variedad añadidas que decidieron incorporar en las repeticiones.
La flautista Anna Besson (siempre precisa y elegante), el violista Louis Creac’h (admirable la consistencia de su afinación), el violagambista Robin Pharo (el más inquieto y tendente a la fantasía) y el clavecinista Jean Rondeau (casi un antilíder en el seno de esta formación) acabaron su concierto con la transcripción del movimiento lento de otra sonata de Carl Philipp, otro ejemplo inequívoco de que su música no necesita de su apellido para proclamar su grandeza y originalidad: el Andante con tenerezza de la Sonata Wq. 65 núm. 32. Una nueva maravilla, compacta y emotiva, compuesta en un estilo marcadamente diferente al de los cuartetos, transcrita por Robin Pharo (en este caso el transporte fue de La menor a Sol menor), en la que los trinos dan paso a una nueva avalancha de grupetos y mordentes que Nevermind sabe imbricar con naturalidad dentro de cada frase. El propio Pharo se arrogó en este caso simbólicamente la última palabra: ese solitario diseño ascendente de tres notas, mordente final incluido, que toca en el original la mano izquierda del clave. Los insistentes aplausos del público les obligaron a repetir el Allegro assai del Cuarteto Wq. 93, una música con una cierta impronta scarlattiana. Vestidos informalmente, casi de calle, en línea con la falta de importancia de las cosas secundarias que parecen postular desde su nombre inglés, Nevermind nos ha regalado el jueves un concierto muy formal, muy serio, muy bien trabado, sin trampas ni trucos, tocado en el nombre del padre, y del hijo, de la familia más musical que ha conocido la historia.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.