Al calor de Bach
Benjamin Alard ofrece el primero de seis conciertos en los que ofrecerá la totalidad de la ‘Clavier-Übung” del compositor alemán
El pasado 7 de enero, el gran pianista András Schiff tocó un recital dedicado íntegramente a la música de Bach en un desierto Wigmore Hall, en Londres. De ahí que él mismo presentara cada una de las obras para el público invisible que podía seguir la transmisión en directo en streaming. Y, al comienzo mismo, dijo que “no hay que preguntarme el porqué de hacer un programa dedicado monográficamente a Bach, porque una y otra vez digo que, de lejos, el más grande compositor que ha vivido nunca es Johann Sebastian Bach. Es algo que no hace falta demostrar”. Y, antes de referirse en concreto a la primera obra del programa, apostillaba con una leve sonrisa: “Quienes no estén de acuerdo no tienen que escuchar el concierto”.
Universo Barroco
Johann Sebastian Bach: 'Clavier-Übung' (Primera parte). Benjamin Alard (clave). Auditorio Nacional, 2 de febrero.
La suerte actual del compositor, que cambió radicalmente a partir de mediados del siglo XIX gracias a la creación y a los desvelos de la Bach Gesellschaft, no puede llevar a pensar, sin embargo, que Bach disfrutó en vida de un reconocimiento universal semejante. Al contrario, apenas fue conocido, entre otros motivos porque sus composiciones se publicaron en su inmensa mayoría mucho después de su muerte en 1750. Valgan los ejemplos de algunas de sus obras más conocidas (entre paréntesis, el año de la primera edición): El clave bien temperado (1801), Misa en Si menor (1845), Pasión según San Mateo (1830), Pasión según San Juan (1831), Conciertos de Brandeburgo (1852), Sonatas y partitas para violín solo (1802), Suites para violonchelo solo (1825) o la Cantata BWV 150 (1884). De hecho, tan solo dos de sus cantatas se publicaron en vida de Bach (y una se ha perdido), por lo que las grandes excepciones a la regla son aquellas obras que él mismo se encargó de imprimir. Por un lado, las cuatro entregas de lo que bautizó como Clavier-Übung; por otro, algunas de sus obras especulativas de última época, como las Variaciones canónicas sobre “Vom Himmel hoch”, el triple canon a seis voces que sostiene en su mano derecha en el famoso retrato de Elias Gottlob Haussmann, la Ofrenda musical y El arte de la fuga, esta última aparecida ya póstumamente en 1751.
Conocido en vida, y únicamente en un radio geográfico muy limitado, más como organista y reputado experto en la construcción y las características técnicas del instrumento que como compositor, Bach decidió cambiar su suerte en 1726, cuando él mismo emprendió un empeño editorial con visos decididamente artesanales: la autopublicación de la primera de sus seis Partitas, que acabarían integrando a su vez en 1731 la primera parte de su práctica o ejercicios para teclado, que es como podría traducirse Clavier-Übung, una denominación sin duda demasiado humilde a tenor de la calidad de la música que contiene. El muy precario sistema de distribución (solo podían adquirirse ejemplares impresos de mano de un puñado de personas), el exiguo número de ejemplares impresos y la clara inexperiencia de los grabadores (quizás alumnos del propio Bach) dan una idea de la situación económica del compositor.
No obstante, lo de menos es el hecho material, o que Bach se quedara muy lejos de conseguir los objetivos perseguidos. Lo importante es el gesto, la voluntad de autoafirmarse, de dejar oír su voz, de mostrar al mundo sus poderes, algo que guarda una íntima relación con su decisión de plasmar por escrito en 1735 una genealogía de todos sus antepasados músicos. Bach necesita comprender el origen de su talento, cuya verdadera magnitud solo él conoce, o presiente. El mundo vivía ajeno a su existencia, pero él se resistía a vivir de espaldas al mundo. Al menos, quizás, hasta sus últimos años de vida, cuando se refugió en la lógica de un universo abstracto poblado de cánones y fugas desligados del tiempo.
Benjamin Alard va a ofrecer en Madrid, a lo largo de seis conciertos repartidos en dos temporadas, al clave y al órgano, las cuatro partes que integran la Clavier-Übung, una gesta que ya llevó a cabo en el Festival de Música Antigua de Utrecht en 2017, aunque entonces lo hizo en el curso de unos pocos días. Vive inmerso en el compositor alemán, ya que al mismo tiempo está grabando la totalidad de sus obras para teclado para el sello Harmonia Mundi. Acaba de aparecer la cuarta entrega (dedicada al Bach más italianizante) y, por lo ya escuchado, va camino de ser no solo una integral absolutamente recomendable desde el punto de vista interpretativo, sino de convertirse en la propuesta de presentación más original e inteligente jamás grabada de este repertorio, uno de los pilares de nuestra cultura.
El primer recital hubiera debido celebrarse el 14 de enero, pero el caos aún reinante en Madrid tras la visita de Filomena provocó el aplazamiento del concierto a este pasado martes. Aun así, Alard comenzó el concierto nervioso, desubicado casi, tocando con un encogimiento que atenazó de algún modo su manera siempre fluida y expresiva de tocar. Marró incluso muchas más notas de las habituales en él, un instrumentista de dedos finísimos y técnica sin fisuras. Como a partir de la segunda obra las cosas mejoraron sensible y abruptamente, la única explicación posible es que muchos músicos, y él no es una excepción, han visto rota por completo su inercia profesional y en los contados conciertos que están pudiendo dar desde hace meses en estos tiempos de festivales cancelados y auditorios cerrados a cal y canto se encuentran desentrenados, fuera de forma: tocar delante de un público no tiene nada que ver con hacerlo en casa.
Lo mejor de la Partita núm. 1, y donde asomó por fin el Alard más reconocible, fue la Sarabande, tocada con su característica sobriedad, pero, al mismo tiempo, rebosante de expresividad. También aquí la repetición de las dos secciones se vio enriquecida por una ornamentación más profusa que en los movimientos anteriores, donde el francés se mostró también muy cauteloso. En el segundo Menuet, para reforzar el contraste con el primero, utilizó con muy buen criterio el registro de laúd en el teclado superior, un recurso que volvería a utilizar más tarde en el Tempo di Minuetto de la Partita núm. 5 y en el Andante de la Sinfonia de la Partita núm. 2.
En cuanto el Bach meridional de la Partita núm. 5 hizo su aparición en el Praeambulum, Alard —muchísimo más centrado y asertivo— entró definitivamente en el concierto y reforzó la comunicación con el público, que lo escuchaba con ejemplar silencio en la Sala de Cámara, sumida en la penumbra, del Auditorio Nacional. El aplomo antes ausente se manifestó desde el primer compás y la Allemande proclamó también con fuerza su carácter danzable. En la Sarabande recordó aún más a Gustav Leonhardt, cuyo espíritu debió de llegarle, al menos en parte, a través de dos de sus profesores, discípulos a su vez del genio holandés (Jörg-Andreas Bötticher y Jean-Claude Zehnder): Alard, muy alto como él y que se sienta asimismo con la espalda muy recta ante el teclado, hace gala de idéntica sobriedad, pero es imposible encontrar un solo compás en el que estén ausentes tanto la lógica como la emoción. Y la endemoniada Gigue final, con sus temibles pasajes fugados, disipó cualquier duda sobre las capacidades técnicas del clavecinista francés, que la tocó corriendo muchos riesgos, sobre todo en la elección de tempo, y salió airoso de todos ellos.
La Partita núm. 2, que cerraba un concierto sin intermedio, como es norma en estos meses, fue extraordinaria de principio a fin, con una Sinfonia inicial de empuje irresistible y un Capriccio final con una sola mácula cuatro compases antes del final, cuando un leve traspié de Alard, del que logró destrabarse con mucha habilidad, volvió a recordarnos que debemos ser muy comprensivos con el estado anímico de los músicos que salen hoy a un escenario, porque nada es igual a como lo fue antaño, entre otros motivos porque el óxido ha hecho acto de presencia en mecanismos que antes estaban perfectamente engrasados y testados. Entre Sinfonia y Capriccio, Alard nos regaló una Sarabande intimista, tocada únicamente en el registro de cuatro pies del teclado superior, una manera más de apurar el potencial del instrumento utilizado: una copia de un clave original de Christian Vater de 1738 (estricto contemporáneo, por tanto, de Bach y de los estadios finales de la gestación de la Clavier-Übung) construida por Andrea Restelli. Quizá por ello el francés optó por prolongar un poco más el ensimismamiento eligiendo un tempo muy calmo en el posterior Rondeaux.
Todos los que asistieron el martes al concierto de Alard (muchos menos de los deseables y de los que habrían acudido al reclamo de uno de los mejores clavecinistas del mundo en condiciones normales) tuvieron un comportamiento modélico tanto escuchando como aplaudiendo. El francés se lo agradeció tocando —muy bien, añadiendo picante en las disonancias— la Sonata K. 162, en Mi mayor, de Domenico Scarlatti, nacido el mismo año que Bach y madrileño de adopción. Una deferencia hacia sus oyentes, que sabían sin duda que estaban compartiendo la primera etapa de un largo y provechoso viaje que nos conducirá hasta las Variaciones Goldberg. Las próximas citas de este periplo cargado de simbolismo serán el 20 y el 24 de marzo, al órgano y al clave. Y todas las penas parecían menores al salir el martes de nuevo a la calle Príncipe de Vergara, porque no existe mejor bálsamo para el espíritu que la música de Johann Sebastian Bach. Es algo que no requiere comprobación y quien no esté de acuerdo no necesitaba haber leído estas líneas.
Babelia
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