Suspender el tiempo
Vox Luminis, Le Miroir de Musique y Benjamin Alard triunfan en el Festival de Música Antigua de Utrecht
El tiempo detenido. O suspendido. Debe de haber pocas cosas más difíciles de conseguir en una interpretación musical que transmitir la sensación de que el tiempo ha dejado de transcurrir. Y es justamente lo que hizo el grupo Le Miroir de Musique el pasado viernes en la Pieterskerk de Utrecht. Baptiste Romain, el fidulista más requerido por todos los grupos especializados en música medieval, cuenta por fin desde hace cuatro años con su propia formación, bautizada con el nombre francés de uno de los grandes tratados teóricos del siglo XIV, Speculum musicae, de Jacques de Liège. El programa de Romain giraba en torno a Tomás de Kempis y su Imitatio Christi, uno de los libros devocionales más leídos de la Cristiandad, admirado por católicos y protestantes por igual, refugio espiritual de muchas generaciones de europeos. Y, en consonancia con él, no cabe quizá mejor adjetivo para definir el concierto que el de ascético: todo en él fue calmo, íntimo, adusto, casi silencioso. El clima de desasimiento que supieron crear cantantes e instrumentistas es muy difícil de experimentar en un espacio público, por muchos conciertos que se frecuenten. La música, procedente de dos códices poco conocidos conservados en Bruselas y Berlín, era sencilla, poco sofisticada, e incluía tres piezas atribuidas al propio Tomás de Kempis, que murió no lejos de Utrecht (en Zwolle). Dos fídulas, un laúd, una zanfona (tocada con mimo por Tobie Miller) y cuatro cantantes (extraordinarios Sabine Lutzenberger y Tore Tom Denys) la recrearon de tal modo que, pieza tras pieza, fueron disolviendo la noción de tiempo, la gran aspiración de tantos místicos y de tantos sabios orientales. Los folclorismos habituales en los conciertos de música medieval no solo estuvieron ausentes por completo, sino que dieron aquí paso al recogimiento, a la reclusión, a esa vida interior en la que puso tanto énfasis el máximo cultivador de la devotio moderna. Si en música existen los milagros, este ha sido, sin duda, uno de ellos.
Esa misma noche, en el tercero de los conciertos que ofreció Vox Luminis la semana pasada en Utrecht, también fue importante el concepto de tiempo, pero desde una perspectiva diferente. Su interpretación fue tan extraordinariamente buena que el deseo era más bien que la hora que estaba llamada a durar se estirara y prolongara ad infinitum. Obras de dos miembros de la familia Bach (Johann Christoph y Johann Michael), Johann Schelle, Johann Pachelbel y Dieterich Buxtehude, sustentadas todas en la idea del coral luterano como la simiente que prendió con fuerza en el nuevo suelo teológico del reformador, conocieron traducciones que parece imposible mejorar: máxima perfección vocal, máxima concentración expresiva, máxima imbricación de texto y música, máxima importancia de los elementos retóricos consustanciales a esta música, máxima implicación de todos los cantantes e instrumentistas. El concierto se cerró con una obra de Buxtehude que había sonado interpretada la noche antes por la Sociedad Bach Holandesa, Herzlich Lieb hab ich dich, o Herr. Con una plantilla mucho más modesta, la versión de Vox Luminis fue, en cambio, incomparablemente más intensa y, sobre todo, más veraz. Y lo mismo sucedió con otra larga pieza de Buxtehude interpretada generosamente fuera de programa, Jesu, meines Lebens Leben. Al final, cerca ya de medianoche, y empapados de tanta buena música y tan admirablemente revivida, parecía difícil que otro concierto pudiera superar la conjunción de todas sus virtudes. Concluido el festival, ya es posible afirmar que aquella impresión no ha hecho más que corroborarse.
Sorprende por ello que quien aplaudiera efusivamente a Vox Luminis pudiera hacer lo mismo tres días después en el concierto de clausura del festival, protagonizado un año más –un privilegio inmerecido, aunque la taquilla manda– por L’Arpeggiata. Tan previsible como prescindible, su oferta contaba con el gancho de la presencia de Philippe Jaroussky, que arrastra multitudes a su paso. A poco de empezar, una sinfonía sacra de Heinrich Schütz, Von Gott will ich nicht lassen, perdía incomprensiblemente la tercera parte vocal (la del bajo), se adornaba con percusión (cuando empieza la passacaglia, claro) y se veía sometida a un lacerante proceso de corta y pega para disimular los remiendos provocados por la ausencia de un bajo. La confección del programa, un popurrí sin orden ni concierto, no hacía augurar nada bueno, pero la realidad fue aún peor: banalidad disfrazada de trascendencia, carnaza bajo la falsa apariencia de delicatessen. Con una casi siempre inaudible Céline Scheen y un Jaroussky que se limitó a tirar de oficio, no siempre con fortuna, el público que llenaba el Vredenburg aplaudió al final como si hubiera asistido a una revelación. Christina Pluhar y sus músicos dejaron las payasadas indisimuladas para las propinas.
Menos mal que el fin de semana había deparado también una experiencia tan insólita como gratificante: la interpretación concentrada en dos días, a lo largo de doce conciertos protagonizados por cuatro coros, de los 150 Salmos de la Biblia, con músicas de varios siglos, de multitud de compositores, conocidos y desconocidos, hombres y mujeres, conservadores y vanguardistas, creyentes y agnósticos, en múltiples idiomas, orientales y occidentales. No hay poemas que hayan gozado tan ininterrumpidamente del favor de los compositores como los Salmos bíblicos, una fuente constante de solaz y consuelo a lo largo de los siglos, como resaltó el sábado en una brillante conferencia Michael Ignatieff antes del último concierto. La iniciativa, del Coro de Cámara de Holanda, se expone en pocas palabras, pero ha debido de necesitar muchos meses de preparación para elegir y adjudicar las obras, ensayar, planificar y, finalmente, cantar el centenar y medio de piezas, varios estrenos mundiales incluidos, en tan solo dos días. Además de la formación holandesa, han participado los veteranos Tallis Scholars, The Choir of Trinity Wall Street y Det Norske Solistkor. La formación noruega ha sido la gran sorpresa y su tercer y último concierto del sábado por la mañana ha marcado quizás el momento más alto de la propuesta, curiosamente la única vez en que los salmos no se agrupaban por una temática común sino de manera correlativa (del 121 al 134). Gran parte del mérito es de su magnífica directora, Grete Pedersen, discípula de Eric Ericson, dueña de una personalidad arrolladora. Ha decepcionado el grupo inglés de Peter Phillips (“¡Madre mía! ¡Cuarenta años cantando con el mismo tempo!”, se le oyó exclamar atónito a un cantante belga que ha participado en varios conciertos del festival), abonado con preocupante frecuencia a la interpretación con el piloto automático y a la falta de ensayos: sus versiones son lo más parecido a un mar en calma (chicha), pero sin el viaje dichoso que promete el poema de Goethe. El dinámico coro estadounidense, muy desigual, se lució sobre todo en las piezas contemporáneas o de su propia tradición local, mientras que el coro holandés pareció lastrado en todo momento por la dirección rígida y poco inspirada de Peter Dijkstra. Tras el último concierto, con diez cantantes de cada coro, sonó Spem in alium, el desmesurado motete de Thomas Tallis, a modo de regalo final. Cuando los integrantes de los cuatro coros al completo, con directores y organistas, recibieron luego juntos sobre el escenario los agradecidos aplausos del público, se produjo uno de los momentos más justamente emotivos de toda la semana.
El tramo final del festival ha dejado otros momentos para el recuerdo: el violín delicado, sutil e intimista de Stéphanie Paulet, que en su recital con la organista Elisabeth Geiger logró convertir la sala grande del Vredenburg en una pequeña capilla; la fantasía de Pierre Hantaï en un programa dedicado a los virginalistas ingleses solo empañado por la elección de un instrumento inadecuado (una copia de un clave de Michael Mietke) y en el que mostró su especial afinidad por la música de John Bull, todas cuyas piezas conocieron un final intenso, trepidante, como si el francés tuviera azogue en las manos; el virtuosismo a ratos casi extravagante de Eric Bosgraaf y Dmitri Sinkovski en un recital monográfico dedicado a Telemann; o el modélico recorrido que lleva desde los primeros corales luteranos hasta Johann Sebastian Bach, más de dos siglos después, propuesto en la Pieterskerk por Cantus Thuringia, una formación sin grandes voces (excepto la soprano Maria Weber), aunque nadie las echó en falta ante la inteligencia con que había sido confeccionado el programa y la enorme honestidad musical con que fue interpretado.
Pero el héroe indiscutible de esta 36ª edición del Festival de Música Antigua de Utrecht ha sido, sin duda, Benjamin Alard. El joven clavecinista y organista francés ha ofrecido en siete conciertos las cuatro entregas del Clavier Übung de Bach, el título que eligió el compositor alemán para dar a conocer muchas de sus mejores obras para teclado. En la Lutherse Kerk al clave y en el nuevo órgano barroco del Vredenburg, Alard ha aceptado un reto que muy pocos se atreverían a afrontar. Al final de uno de los conciertos se le oyó a él mismo exclamar: “¡Qué difícil! ¡Qué difícil!”. Con enorme sobriedad, respetando los numerosos signos de repetición anotados por Bach, arriesgando en la elección de los tempi (en todas las Gigas de las Partitas, por ejemplo), sabiendo transmitir la perfecta ecuación entre lógica e inventiva que encarna esta música, ha habido destellos cegadores de su madurez y su virtuosismo: la fuga de la Sinfonía inicial de la Partita núm. 2, el Andante del Concierto italiano (utilizando el registro de laúd en la mano izquierda), la Allemande de la Partita núm. 4 o la Toccata de la Partita núm. 6, por no alargar la lista. Y, en los dos conciertos de órgano, el grandioso preludio coral Kyrie, Gott Vater in Ewigkeit o la Fuga en Mi bemol mayor, donde consiguió incluso hacernos olvidar las limitaciones del instrumento (que, para colmo, no estaba afinado como debiera en el concierto del lunes). Acostumbrados a su seguridad, sorprendió el comienzo balbuceante de las Variaciones Goldberg que tocó el sábado por la noche, de memoria y en casi total oscuridad, pero pronto remontó el vuelo y su versión fue creciendo en intensidad, hondura y concentración expresiva, con algunos detalles puntuales de enorme clase y originalidad en su ornamentación. Las treinta variaciones pasaron en un vuelo y a muchos no nos hubiera importado que, tras la repetición final del Aria, la rueda hubiera empezado de nuevo a girar. El próximo miércoles Alard tocará esta misma obra en la Semana de Música Antigua de Estella, donde también actuó ayer Vox Luminis: muy buen gusto el de los navarros.
Un fragmento del Aria de las Variaciones Goldberg ha venido sonando justamente a los cuatro vientos, hora tras hora, desde el comienzo del Festival. Lo tocaba, cuando los relojes marcaban y cuarto, el carillón de la catedral (a las medias sonaba Buxtehude, a menos cuarto Charpentier y a las horas en punto Telemann, para honrar su efeméride de este año). Como siempre, desde la torre más alta de la ciudad, sus campanas nos recuerdan en Utrecht que el tiempo no se suspende, ni se detiene, aunque algunos conciertos operen el milagro de hacérnoslo creer, o sentir, sino que avanza de forma inexorable, al menos hasta que el año que viene la ciudad holandesa vuelva a acoger a decenas de músicos y a miles de oyentes para, en esta ocasión, desplazarse a la refinadísima corte renacentista borgoñona. Josquin Desprez, nada menos, será entonces el compositor de referencia.
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