Cambiar para que todo siga igual
El grupo vocal Vox Luminis triunfa de modo incontestable en su primera visita al festival de Aldeburgh
Inglaterra es un país tenazmente resistente al cambio, hasta el punto de que, como tristemente sabemos, cuando por fin decide emprender un nuevo rumbo, es capaz incluso de dar marcha atrás. A pocos lugares les cuadra tanto la famosa frase, frecuentemente deformada, que Giuseppe Tomasi di Lampedusa pone en boca de Tancredi en Il Gattopardo: "Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi". Y este año en que se conmemora su septuagésimo aniversario, y el quincuagésimo de la inauguración de la sala de conciertos The Maltings, en Snape, esa máxima viene como anillo al dedo para comprender la esencia del Festival de Aldeburgh, donde todo ha cambiado, y sigue cambiando, para que su espíritu inicial, el que le insuflaron Britten y Pears en su fundación, en 1948, permanezca inalterable.
La misma persona lleva velando desde hace cuarenta años, gratis et amore, por ejemplo, por que los coches aparquen de manera ordenada y razonable donde les corresponde; idéntica campana repica para avisar al público de que el concierto va a comenzar o a reanudarse; las diversas puertas de la sala se cierran conforme a un rito inalterable; la música de Benjamin Britten (1913-1976), en pequeñas dosis, y en los muy diversos géneros que cultivó, sigue sonando aquí año tras año. Pero, junto a tanta inmanencia, mudan los músicos que vienen a tocar o cantar, y se interpretan nuevas músicas —antiguas o modernas— por primera vez. Y así ha vuelto a suceder en el preludio de la recta final de la presente edición.
Steven Isserlis inició su recital contraponiendo la música del último Britten (su Suite número 3 para violonchelo solo) con la de su maestro Frank Bridge (su Sonata para violonchelo y piano). Luego, la segunda parte se cerró con una composición dedicada a Isserlis por un heredero natural de Britten (Thomas Adès), Lieux retrouvés, cuya primera pieza, Les eaux, contiene unas armonías que remiten de manera inequívoca a Robert Schumann, también presente con sus Romanzas op. 94 y tres miniaturas para violonchelo solo de uno de sus más grandes admiradores, György Kurtág. Isserlis tocó, como en él es habitual, presa de un estado de arrobamiento permanente, prendido a un rapto de inspiración que parece no tener fin. La pianista, Connie Shih, no estuvo a su nivel, por lo que la música de Britten —en la que la sombra de Mstislav Rostropóvich es muy alargada— marcó el momento más emocionante del concierto, coronado como propina con Bosques silenciosos, de Antonín Dvořák, donde brilló especialmente el noble fraseo de Isserlis, envuelto en la sonoridad dulce y melosa de las cuerdas de tripa de su Stradivarius.
Pero quien ha triunfado de modo incontestable en la que era su primera visita al festival ha sido el grupo vocal Vox Luminis, que ha entrado por la puerta grande como conjunto residente, con tres conciertos en cinco días, y ha venido, sin duda, para quedarse: no pasará mucho tiempo antes de volver a verlo por Aldeburgh. Los tres programas no podían ser más diferentes: las Exequias musicales, de Schütz, y dos cantatas fúnebres de Bach el domingo; música vocal inglesa renacentista y barroca hermanada con una obra raramente interpretada de Britten el martes; y el jueves, King Arthur, la semiópera de uno de los compositores más amados por el autor de Peter Grimes, que lo editó e interpretó admirativamente durante toda su vida: Henry Purcell. Ambos simbolizan el máximo esplendor de la música inglesa y entre uno y otro, los dos grandes Orfeos Británicos, se abre un enorme y sorprendente vacío.
Vox Luminis tiene la virtud de convertir en oro todo cuanto toca. No es, sin embargo, un regalo caído del cielo, sino que detrás de todos sus conciertos se adivina un trabajo muy duro gobernado por un modus operandi muy democrático. Pocas veces han debido de esforzarse más que en su primer acercamiento a la música de Britten, y a la música del siglo XX en general. Obras maestras de Tallis, White, Byrd, Morley y Purcell convivieron con una pequeña perla compuesta por Britten a los 16 años (A Hymn to the Virgin) y con una obra que escribió casi medio siglo después, pocos meses antes de morir, para el Wilbye Consort de Peter Pears: Sacred and Profane, ocho piezas sobre textos ingleses de los siglos XII al XIV que plantean enormes exigencias a las aptitudes técnicas y expresivas de los cantantes. Escritas para cinco voces solistas, Lionel Meunier decidió valerse de dos quintetos a fin de alternar entre uno y otro o hacerles cantar juntos, por mor del color, en tres de ellas. Estaba presente la mujer que organizó el estreno de la obra en esta misma sala en 1975 y declaró emocionada después del concierto que así era exactamente como Britten quería que sonara esta música, interpretada por Vox Luminis con “amor y respeto”.
Vieja y nueva Inglaterra
La vieja y la nueva Inglaterra, la real y la legendaria, conviven en King Arthur, de Purcell. Vox Luminis ya interpretó esta semiópera hace dos años en el Festival de Utrecht, pero ahora ha ofrecido una versión notablemente superior y mucho más congruente, no por la prestación vocal, que conserva la excepcional calidad que es marca de la casa, sino porque Meunier ha conformado esta vez su propio grupo instrumental, liderado con autoridad y excelencia estilística por Cecilia Bernardini, una de las mejores violinistas barrocas actuales. Oboes, trompetas, flautas, continuo, cuerda y una justa y comedida percusión dieron cumplida réplica a los cantantes, entre los que, como es habitual, brilló con luz propia la soprano Zsuzsi Tóth. Fue ella quien cantó una de las joyas melódicas de la inagotable sucesión que contiene la obra: Fairest isle, que presenta a Inglaterra como una Arcadia para el amor, una “isla hermosísima” que Venus elegirá como su morada.
Con un dominio absoluto del espacio escénico (ya demostrado también en su concierto anterior), una cuidadísima planificación de los movimientos, constantes entradas y salidas de los solistas, leves alteraciones en el vestuario, una gestualidad mínima pero muy eficaz y pequeñas e inteligentes ráfagas de humor allí donde no puede ni debe obviarse, King Arthur mantuvo prendida la atención del público durante dos horas y media. Y las peripecias del argumento ideado por John Dryden (guerra, magia, amor) se comprendieron gracias a los apuntes narrativos confiados al actor y escritor Simon Robson, aunque parte del público venía ya con los deberes hechos tras haber asistido una hora antes a una modélica presentación del concierto, a cargo de la musicóloga Tess Knighton.
Vox Luminis disfrutó interpretando King Arthur en uno de los escenarios donde cobra más sentido hacerlo, ya que fue aquí donde el genio de Purcell se reivindicó de forma pionera gracias a Britten, e hizo también disfrutar al público, que aplaudió entusiasmado una versión de tanta calidad musical (¡qué maravilla de passacaglia en el cuarto acto!) y, al mismo tiempo, tan leve y divertida. El aria de Comus de la mascarada final, "Your hay it is mow’d", en la que los cantantes acaban entonando sucesivos y alcoholizados vítores a “old England”, volvió a sonar a modo de propina, aunque esta vez con el texto de sus estrofas modificado para cantar en su lugar las maravillas de Aldeburgh o ensalzar la calurosa acogida dispensada por el público, el talento de Purcell y el prodigio obrado por Peter Pears y Benjamin Britten, al crear su festival en este apacible paraje de Suffolk y reconvertir una vieja fábrica para maltear cebada en sala de conciertos única, en la que también se dan la mano pasado y presente: mantuvo intacta su apariencia victoriana externa, pero se transformó por dentro para acomodarse a su nuevo cometido. Todo cambió para que, año tras año, afortunadamente, todo siga igual.
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