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CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El último genio toca el clave

El joven francés Jean Rondeau deslumbra por su virtuosismo y madurez en el Festival de Música Barroca de Londres

Luis Gago
El clavecinista francés Jean Rondeau.
El clavecinista francés Jean Rondeau. Edouard Bressy

Londres desempeñó un papel capital en la revolución interpretativa de la música antigua, hasta el punto de prestar su nombre a varios grupos pioneros, como The Early Music Consort of London, la visionaria creación de David Munrow, o Pro Cantione Antiqua of London, que holló tantos caminos hasta entonces inexplorados de la mano de Bruno Turner, ambos fundados a finales de los años sesenta. Aquellos músicos inconformistas y amantes de la experimentación crearon a su vez un público ávido de escuchar el repertorio medieval, renacentista y barroca sin incómodas adherencias anacrónicas y con una generosa amplitud de miras.

A mediados de los ochenta, estas interpretaciones con una conciencia histórica, como se decía entonces, gozaban ya de una excelente salud y fue entonces cuando, también en Londres, nació un festival de música barroca bautizado con el nombre de Lufthansa, la compañía aérea alemana que creyó en las bondades y el potencial renovador de aquella revolución y que se animó a financiar aquella iniciativa de un entonces jovencísimo Ivor Bolton, el actual director musical del Teatro Real, y de la musicóloga Tess Knighton. Hace tres años que Lufthansa se desvinculó del festival, pero el empeño ha seguido adelante, ya con Lindsay Kemp como director artístico, con el nombre mucho más neutral de Festival de Música Barroca de Londres.

En la presente edición recuerda especialmente a Claudio Monteverdi, nacido en 1567, y a Georg Philipp Telemann, fallecido exactamente dos siglos después. Ambos representan, para Kemp, ambas orillas del Barroco, de ahí el título de Baroque at the Edge que encabeza carteles y programas. La idea admite, claro, otras lecturas, otros sesgos, observarse desde otros ángulos, y la segunda jornada del festival ha ejemplificado al menos uno de ellos a las mil maravillas. 

El primero de los tres conciertos del sábado fue un recital de música francesa protagonizado por Jean Rondeau, un jovencísimo clavecinista francés que triunfó en 2012 con tan solo veintiún años en el concurso internacional más famoso de cuantos se convocan para su instrumento, el de Brujas, y que desde entonces no ha dejado de asombrar no ya solo por su virtuosismo, sino fundamentalmente por su madurez y, cuando llega el momento para ello, por su iconoclastia. No fue aún el caso de este primer recital, celebrado en la iglesia de St Peter, en Eaton Square, con piezas de Jean-Philippe Rameau y Joseph-Nicolas-Pancrace Royer.

El enhiesto peinado de Rondeau de hace unos años, que parecía electrificado y apuntando hacia el cielo, ha dado ahora paso a una melena lacia y una larguísima barba que le presta el aspecto de un eremita recién salido del desierto de la Tebaida. Cuando se pone a tocar, sin embargo, la heterodoxia desaparece y escuchamos versiones canónicas, pero geniales, del inconfundible repertorio barroco francés para clave, pródigo en esas miniaturas de títulos fragantes y no siempre fácilmente comprensibles: La Majestueuse, L’Incertaine, La Remouleuse, Les Tendres Sentiments, La Sensible o Le Vertigo, por citar solo algunos de los de Royer, mucho menos conocidos que los de Rameau. Jean Rondeau parecía predestinado por su apellido a tocar justamente esta música, ya que varias de estas piezas son, precisamente, rondeaux.

Hacía mucho tiempo que no surgía un clavecinista con la pulsación –nítida y delicada– y la fantasía –desbordante e irresistible– de este joven talento francés, capaz de convertir cada una de estas miniaturas en un mundo perfectamente cerrado sobre sí mismo. Impresiona especialmente, claro, su virtuosismo en las piezas plagadas de exigencias técnicas, como la Gavotte avec les doubles de la Gavotte de Rameau o La Marche des Scythes de Royer, ambas con auténticos vendavales de notas que Rondeau traduce con una insólita transparencia y precisión. Pero también en las piezas breves (el Prélude de Rameau que abrió el recital o La Sensible de Royer) se percibe a un músico con mayúsculas, en la estela de sus más grandes predecesores, con Gustav Leonhardt a la cabeza. Un momento culminante de su concierto fue la interpretación de L’Enharmonique, sobre cuyas audacias armónicas previno el propio Rameau al decir que “puede que no sean de inmediato del gusto de todo el mundo. Sin embargo (…) es posible llegar a apreciar toda su belleza una vez superada la aversión inicial”. Rondeau subrayó genialmente todas esas disonancias lacerantes, al igual que recreó con humor y picardía las onomatopeyas de La Poule. Ningún pequeño detalle de esta sucesión de maravillas, vertidas siempre con el fraseo justo, con el tempo adecuado, le pasó inadvertido. El público lo percibió, le aplaudió con insistencia y Rondeau regaló a modo de propina una pieza del segundo libro de François Couperin que, hablando de títulos, lleva uno difícil de olvidar: Les Baricades Mistérieuses. Otro rondeau.

Por la noche, Rondeau –con mayúscula– unió fuerzas con otro joven portentoso (el laudista Thomas Dunford, que tocó hace poco en L’Orfeo que representaron Les Arts Florissants en los Teatros del Canal de Madrid) y con el percusionista iraní Keyvan Chemirani. Sin partitura alguna, y con un contacto visual y auditivo permanente entre los tres músicos, ofrecieron un concierto nocturno en el que se dieron la mano con naturalidad, y sin tonterías ni excentricidades, el Barroco y la música tradicional persa. Las improvisaciones –individuales y colectivas– se sucedieron sin descanso, tanto sobre piezas occidentales como orientales. Entre las primeras, hubo una secuencia genial en la que sonaron con ropajes insólitos, pero llenas de sentido, una chaconne de Robert de Visée, una ciaccona de Bernardo Storace y los dos ground basses del lamento de Dido y Music for a while, de Henry Purcell. La fidelidad a la letra del concierto anterior dio paso aquí a la conservación del espíritu, dejando un amplísimo margen para crear música en una atmósfera de libertad y verdadera camaradería. Fuera de programa interpretaron Les Sauvages, de Rameau, que había tocado previamente verbatim Jean Rondeau en su recital de la tarde. La comparación entre el original y la reinvención fue, efectivamente, como cruzar de una orilla a otra del mismo río.

Entre ambos conciertos, también en la sede principal del festival de St John’s Smith Square, pudo escucharse al grupo Florilegium, que tocó el quinto Concierto de Brandeburgo y dos obras de ultimísima época de Telemann. No fueron interpretaciones geniales, ni perfectas, pero sí fue uno de esos conciertos en los que el qué supera con mucho en interés al cómo. Y el atractivo fundamental radicaba aquí en la presencia al final del programa de la inusual y extraordinaria cantata Ino, de un Telemann muy inspirado y ya octogenario, cantada con entusiasmo por la soprano Elin Manahan Thomas. Flanqueado como estuvo por dos conciertos mayúsculos, casi se agradeció este pequeño remanso en unas pocas horas con semejante despliegue de emociones concentradas.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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