Todos los Bach se encuentran en Leipzig
Intérpretes famosos y coros aficionados conviven en armonía en el festival que dedica a uno de sus hijos adoptivos la ciudad alemana, donde se suceden también las sorpresas y las decepciones
Un festival tiene que forjar su propia personalidad a través de su programación, de los espacios elegidos para su oferta y del público que consigue atraer gracias a ella. Cuando todo, o casi todo, gira alrededor de un solo compositor, como es el caso del Bachfest de Leipzig, las posibilidades parecen reducirse mucho, pero la sensación que se tiene estos días en la ciudad es justamente la contraria. Su director, Michael Maul, explora todos los caminos y agota todas las posibilidades de abordar la música de Johann Sebastian Bach, con el objetivo añadido de que tanto el todo como sus partes integrantes tengan sentido, a fin de evitar eso que se ve con tanta frecuencia en muchos festivales: la programación por aluvión o, peor aún, la confeccionada a distancia desde las agencias, cuya función es justamente llenar el calendario y las giras de sus artistas. En los buenos festivales, los que tienen una gran mente rectora al frente (el Beethovenfest de Bonn acaba de incorporarse a este selecto grupo), las agencias colaboran, pero nunca deciden ni imponen.
Programar música de Bach es un regalo, por supuesto, ya que no hay obra mala o carente de interés, y un catálogo amplísimo y que acoge géneros muy diferentes sirve de espoleta para el ingenio y la imaginación. Es lo que demostró Michael Maul en 2020 cuando, tras la inevitable cancelación del festival de ese año, ofreció en streaming el Viernes Santo desde la Thomaskirche de Leipzig, junto a la tumba de Bach, lo que se bautizó como la Johannes-Passion à trois, porque tres fueron tan solo sus intérpretes: el tenor islandés Benedikt Kristjánsson, la clavecinista y organista Elina Albach y el percusionista Philipp Lamprecht. El éxito de aquella iniciativa, en la que todos cuantos se conectaban podían participar desde sus casas en la interpretación de los corales, ha llevado a repetirla ahora el domingo por la noche en el llamado BachStage, el gran escenario montado en medio de la Marktplatz de Leipzig en el que se han sucedido los conciertos gratuitos durante el primer fin de semana del festival.
La idea es sencilla, pero diabólicamente difícil de llevar a la práctica: un tenor se encarga de interpretar todas las partes cantadas (recitativos, arias, coros), mientras que diversos instrumentos de percusión y clave u órgano asumen la totalidad de la escritura instrumental. Los corales son cantados por los tres intérpretes y, como manda la tradición, por el público asistente ahora de manera presencial, que puede seguir los textos y la música proyectados en una gran pantalla situada en un lateral del escenario. El propio Kristjánsson, que multiplica sus cometidos de manera extenuante, marca el tempo con amplios movimientos de los brazos a la vez que, también él, por supuesto, canta como un miembro más de la congregación.
La transformación de la partitura original en esta versión casi portátil es un prodigio de inventiva y despojamiento de cualquier elemento accesorio, al tiempo que de fidelidad a la esencia última de la obra. Kristjánsson encarna a un Evangelista más o menos convencional, pero en arias y coros echa mano de toda una plétora de posibilidades expresivas, desde una suerte de Sprechgesang hasta palabras farfulladas sobre el ritmo implacable de una caja y los acordes del clave en el coro “Kreuzige! Kreuzige!”, de tal modo que los gritos despiadados de la turba se revisten de una violencia y potencia expresiva aún mayores. Philipp Lamprecht alterna el uso de instrumentos afinados (marimba o vibráfono, que toca con dos baquetas en cada mano) y de afinación indeterminada para producir todo tipo de efectos tímbricos, mientras que Elina Albach convierte al clave o al órgano en herramientas casi omnipotentes para suplir a parte de la inexistente orquesta. Al final, el tenor islandés (que canta siempre de memoria y con un dominio asombroso de los afectos barrocos) entona en solitario y a capela la melodía del tiple del último coro, “Ruht wohl, ihr heiligen Gebeine”, casi como una nana fúnebre, y para el coral final se le unen sus dos compañeros, de pie a su lado.
Cuando terminó esta Pasión de altísima espiritualidad, que es también la de Kristjánsson de alguna manera, ya de noche cerrada, el público, conmocionado, y partícipe él mismo de los hechos narrados gracias a su interpretación de los corales, prorrumpió en aplausos interminables. Lo que en manos de otros músicos poco cualificados técnicamente o desorientados conceptualmente podría haber degenerado en una auténtica catástrofe, o en lo que los más puristas tildarían de sacrilegio, aquí se convirtió en una extraña experiencia comunitaria de dolor y alegría, de duelo y de celebración.
Como complemento natural de las Sonatas y Partitas para violín solo que había interpretado Amandine Beyer, estaba previsto que, también el domingo, en una doble sesión de mañana y noche, Jean-Guihen Queyras interpretara las Suites para violonchelo solo en las Salles de Pologne, el amplio salón donde tocara el piano en su día Clara Schumann, nacida en Leipzig en 1819. Dolencias físicas obligaron al violonchelista canadiense a cancelar sus dos conciertos y para su sustitución volvió a optarse por el riesgo, ya que el elegido ha sido el violista ruso Serguéi Malov, que ha tocado la integral con un violoncello da spalla, un misterioso instrumento del que poco se sabe más allá de su existencia pretérita. Recibe este nombre porque, por su tamaño y la anchura de sus costillas, se cuelga del hombro (“spalla”) con una cinta que pasa por debajo del cordal y del mástil para poder colocarse sobre el pecho (y en paralelo a él), por lo que sus cinco cuerdas deben frotarse con el arco con una inclinación completamente diferente de la que se necesita para tocar el violín, la viola o, por supuesto, el violonchelo.
Sigiswald Kuijken ha dedicado muchas horas de su vida a tocar este instrumento, que le planteaba unas exigencias de afinación casi insalvables. Malov, en cambio, lo domina como si tocarlo fuera un juego de niños, con la dificultad añadida de que en ambos conciertos tocó también, de nuevo con una pasmosa naturalidad y sin marrar una sola nota, el violín a fin de establecer conexiones con el ciclo violinístico que había ofrecido Amandine Beyer. Y, rizando el rizo, no se conformó con tocar de memoria (sin el más mínimo lapsus) las seis Suites para violonchelo, sino que introdujo a modo de preludio al comienzo de ambos conciertos, o de puentes o transiciones entre dos suites, breves improvisaciones que él mismo convertía con un pequeño equipo en loops electrónicos sobre los que tocaba con uno u otro instrumento. Es lo que hizo, por ejemplo, al interpretar el Adagio de la Sonata núm. 3 para violín solo sobre un diseño repetido que se había autograbado momentos antes con el violoncello da spalla como introducción de la Suite núm. 3. Ambas obras están en Do mayor y todos estos añadidos fueron planteados con audacia, pero también con musicalidad y, sin duda, buenas dosis de reflexión previa.
Serguéi Malov es un virtuoso y toca como tal, pero sería injusto circunscribirlo a una categoría que a veces puede resultar denigratoria. Es también un músico de enorme inteligencia, que sabe muy bien lo que hace y por qué lo hace, además de conocer muy bien el estilo barroco: ornamenta siempre con criterio en las repeticiones, que decide hacer o no sin motivo aparente, o al calor del momento. Tiende a valerse de tempi vivísimos, que a veces corren el riesgo de sonar algo maquinales o incluso excéntricos, pero todo posee una lógica propia, que puede suscitar admiración o rechazo (en el concierto matutino varios espectadores abandonaron la sala), aunque aquí en Leipzig el primer sentimiento se ha impuesto con mucho sobre el segundo. El musicólogo estadounidense Daniel Melamed, una autoridad mundial en Bach, presente en el segundo concierto, comentaba que Malov le había parecido el “intérprete” de Bach por antonomasia de estos primeros días del festival, en el sentido de que había sabido trascender como nadie las puras notas de la partitura y explorar todas sus posibilidades ocultas. En las propinas de ambos conciertos, demostrando una vez más que pasar de un instrumento a otro —dos mundos aparte— no le plantea ningún problema, Malov volvió a tocar tanto el violín (el Largo de la Sonata núm. 3) como el violoncello da spalla (el Preludio de la Suite núm. 1), cerrando con ello perfectamente el círculo.
Mientras que nombres poco o apenas conocidos del gran público nos regalan, como aquí ha sucedido, sorpresas inesperadas, otros famosos y plenamente consagrados pueden depararnos notables decepciones. Es lo que ha sucedido (tampoco es la primera vez, ni mucho menos) con los conciertos dirigidos por Ton Koopman en la Nikolaikirche el domingo y por William Christie en la Gewandhaus el lunes. Ambos fueron aplaudidos con entusiasmo por el público, pero ello no quiere decir necesariamente que fueran tan buenos como podría haberse colegido del éxito final, sino que más bien hace sospechar que hay artistas que disfrutan de una suerte de bula que lleva a muchos a premiar en exceso conciertos mediocres o simplemente pasables solo porque detrás de ellos hay músicos muy conocidos y respetados, que llegan ya con los aplausos en los bolsillos desde casa.
El director holandés, dentro del ciclo Las raíces de Bach, que explora la música de compositores pertenecientes a generaciones anteriores a la suya que más pudo influirle, planteó un programa con obras de Heinrich Schütz, Dieterich Buxtehude y dos antepasados de su propia familia, Johann Michael y Johann Christoph Bach. Como es tristemente habitual en Koopman, todo sonó infra ensayado y prendido con alfileres, como se puso de manifiesto en varios desajustes muy notorios, el más evidente justo al final de la cantata Nichts soll uns scheiden von der Liebe Gottes de Buxtehude. Es erhub sich ein Streit, un prodigioso concierto espiritual de Johann Christoph para 22 voces independientes, fue un batiburrillo incomprensible, mientras que su intimista “diálogo nupcial” Meine Freundin, du bist schön, careció por completo del erotismo intrínseco a su texto (tomado del Cantar de los Cantares): hasta Catherine Manson, otras veces una intérprete admirable, tocó con una tensión y rigidez que chocaron frontalmente con el carácter de la obra, y eso que la extensa chacona en la que el violín tiene confiada una parte esencial es un auténtico regalo para cualquier violinista. Como siempre que dirige Koopman, hay que pagar el peaje de tener como bajo (teórico) a su amigo Klaus Mertens, un cantante limitadísimo e inexpresivo como pocos: su Arioso en la Cantata BWV 71 de Johann Sebastian, que cerraba el programa, fue tan plano como la superficie de una mesa. El único momento salvable del concierto fue el coro Du wolltest dem Feinde nicht geben, una música superlativa del joven Bach. Como constatación de que el concierto venía preparado por los pelos, fuera de programa Koopman volvió a repetir el coro inicial de la cantata Gott ist mein König.
Casualmente, o no, William Christie hizo algo parecido en su concierto del día siguiente: repetir el coro inicial del Magnificat de Bach, la misma obra con que se había cerrado un concierto de duración rácana, asimismo muy aplaudido por el escaso público que acudió a la Gran Sala de la Gewandhaus. Mientras que Koopman suele ser hiperactivo, Christie se muestra mucho más comedido, con una dirección que bien podría calificarse de cosmética, porque la mayoría de sus gestos, amén de innecesarios o puramente teatrales, no tienen ninguna consecuencia práctica en lo que se escucha, por lo que parecen más destinados a ser vistos por el público que a ser realmente interiorizados y procesados por los músicos. De hecho, da la impresión de que los músicos cantarían o tocarían exactamente igual si Christie no estuviera allí.
Por lo demás, el concierto tuvo muy poca historia: se abrió con la Cantata BWV 16 (basado en la traducción del Te Deum de Lutero) y tuvo como segunda obra la Obertura BWV 1068, la que contiene la tan manida Aria, tocada inicialmente con generoso vibrato e incluso un par de portamentos por el entusiasta y a ratos casi desenfrenado Hiro Kurosaki. Muy flojas y con serios problemas de afinación las intervenciones solistas con el oboe d’amore y el oboe da caccia de Pier Luigi Fabretti, compensadas solo en parte por dos magníficos flautistas: Gabrielle Rubio y Bastien Ferraris. Lo mejor del concierto fue, sin duda, y tampoco es la primera vez, ver y oír tocar la tiorba a Thomas Dunford, el entusiasmo personificado y casi el auténtico director en la sombra, así como escuchar al excelente contratenor Damien Guillon. Todo lo demás cayó en el olvido nada más salir a la Augustusplatz, incluida la perfecta orquestación de William Christie —un maestro en estas lides— de los aplausos finales, haciendo girar a los cantantes e instrumentistas de Les Arts Florissants 360 grados para contentar a todos.
Sí hay mucho que recordar, en cambio, del concierto que dirigió Christophe Rousset a su grupo instrumental, Les Talens Lyriques, y al Vocalconsort Berlin en la Thomaskirche el sábado por la tarde. Se reconstruía casi al pie de la letra un concierto benéfico organizado por Carl Philipp Emanuel Bach en Hamburgo el 9 de abril de 1786 y que ha pasado a la historia por haberse ofrecido en él la primera interpretación pública de la que hay constancia de una sección completa de la Misa en Si menor de su padre, en este caso el Symbolum Nicenum o Credo, cuyo manuscrito formaba parte de su biblioteca musical con el título de “la gran misa católica”. CPE Bach compuso también ex profeso una breve introducción instrumental (tan solo 28 compases) en la que en sus dos primeras frases cita la melodía coral “Allein Gott in der Höh sei Ehr”, equivalente al Gloria de la misa luterana y que Rousset debería haber resaltado un poco más. Tras el Credo, en Hamburgo sonaron dos fragmentos del Mesías de Handel (“I know that my redeemer liveth” y el famoso “Hallelujah”) traducidos al alemán: Rousset optó por la versión original en inglés. Y, como cierre, tres obras propias de CPE Bach: una Sinfonía en Re mayor, original de principio a fin, un Magnificat y Heilig, el extraordinario coro planteado como un diálogo entre un “coro de ángeles” y un “coro de naciones” que ya se había interpretado en el concierto inaugural en esta misma iglesia.
Si Koopman se había valido de un coro excesivamente grande para las dimensiones y la acústica de la Nikolaikirche (25 cantantes), Rousset utilizó uno quizás demasiado pequeño (diez menos) para la Thomaskirche, donde la orquesta impuso su protagonismo, excepción hecha de la sección del bajo continuo, apenas audible en momentos esenciales, como el ostinato cromático del Crucifixus de la Misa en Si menor o el extraordinario Confiteor. Rousset pareció primar la estética sensible y galante de 1786, por lo que en pasajes con una escritura decididamente arcaizante, como la fuga final del Credo, no acabó de transmitirse el empaque o la claridad contrapuntística necesarios. En general, el director francés brilló más en los momentos intimistas y las arias lentas, incurriendo en borrosidades y atropellamientos en los coros rápidos y de una mayor densidad imitativa. La unión final de los dos coros al final de Heilig, por ejemplo, pasó completamente inadvertida.
Otros conciertos han empezado mal, pero luego han conseguido remontar el vuelo. El más significativo en este sentido fue el dedicado a varias cantatas con órgano obbligato de Bach. En la Sinfonía inicial de la Cantata BWV 146, un arreglo del primer movimiento de la obra que ha llegado hasta nosotros como el Concierto para clave BWV 1052 (transcripción a su vez de un original para violín que se ha perdido), la organista Michaela Hasselt debía de estar tan atenazada por los nervios que, tras cometer varios errores, simplemente dejó de tocar. El director, Hans-Christoph Redemann, siguió adelante como si nada hasta que ella logró reengancharse. Al final del concierto, y con todo merecimiento por lo bien que tocó a partir de ese momento de parálisis y bloqueo, Hasselt fue muy aplaudida por el público que había acudido a la Thomaskirche. El pequeño órgano portátil que se subió a la galería, una reconstrucción de un original de Gottfried Silbermann, tuvo, sin embargo, menos presencia sonora de la deseable en obras de estas características: el programa lo completaban las Cantatas BWV 29 y 47, además de una versión con órgano solista del Concierto para clave BWV 1053.
Los Gaechinger-Cantorey, un grupo integrado por jóvenes cantantes e instrumentistas, causaron una impresión excelente, mostrando una entrega muy superior que la de los grupos de Koopman y Christie. Al frente de la orquesta, el violinista Yves Ytier tocó varios solos con una enorme clase y gran propiedad estilística. Los cuatro cantantes rayaron asimismo a un gran nivel, con mención especial para el joven contratenor Benno Schachtner y la soprano invidente Gerlinde Sämann, segurísima en todo momento. Rademann dirigió de verdad, con gestos amplios, y con indicaciones que tenían sentido y sensibilidad, además de consecuencias tangibles en sus músicos. Ni uno solo de sus tempi pareció caprichoso y logró hacerse con la acústica de la Thomaskirche como solo lo había conseguido Andreas Reize, el Thomaskantor, en el concierto inaugural del pasado jueves.
No es posible dar cuenta de todo lo escuchado estos días, pero sí debe dejarse al menos constancia telegráfica del ciclo dedicado a jóvenes talentos premiados en concursos internacionales programado en el magnífico edificio de la Alte Börse, en un lateral de la Marktplatz, donde han tocado el Trio Marvin y la clavecinista y fortepianista (mejor en la segunda faceta que en la primera) Aurelia Vişovan. O de la decepcionante actuación en la Peterskirche del Ensemble Polyharmonique, que junto a {oh!} Orkiestra Historyczna (Katowice) ofreció una muy pobre versión de esa obra maestra que es el ciclo de cantatas Membra Jesu Nostri de Buxtehude. El viernes, en Paulinum, la moderna iglesia de la Universidad, hubo la primera oportunidad de escuchar la música sacra de Bach integrada dentro de un cierto contexto litúrgico, con el Kamerkoris DeCoro de Riga (uno de los muchos coros internacionales que han acudido al reclamo del lema BACH – We are Family) y el Pauliner Barockensemble, dirigidos todos por David Timm. El saludo inicial y el sermón del pastor Jens Herzer y los corales cantados por todos los asistentes, convertidos en congregación, sirvieron para comprender mejor la función original de muchas obras de Bach. Y el domingo por la mañana podía elegirse entre varias iglesias de Leipzig para reforzar aún más esta experiencia en el marco de servicios litúrgicos completos que incluían al menos la interpretación de una cantata de Bach. A grupos no profesionales, como el Bachchor y la capella arnestati de Arnstadt (donde Bach obtuvo su primer puesto profesional como organista), no puede juzgárseles por el mismo rasero crítico y, aun así, han brindado también momentos de disfrute, en su caso protagonizados sobre todo por la contralto Ann Juliette Schwindewolf.
Lina Tur Bonet tocó el jueves junto con Olga Pashchenko en un lounge nocturno en la Schumann-Haus, con DJ incluido, obras de Schumann (la Sonata op. 105) y Bach (la Ciaccona con el refuerzo pianístico del propio autor de Genoveva) en versiones acordes con el ambiente distendido que reinaba en la que fue la primera residencia de los Schumann después de casarse. El lunes por la noche, la violinista ibicenca fue lo único salvable de un espectáculo concebido y protagonizado por el argentino Hugo Ponce, caracterizado como Bach (solo Gustav Leonhardt ha logrado salir airoso de esa prueba), diciendo un texto propio plagado de lugares comunes (y más en un templo de sabiduría como el edificio que alberga el Bach-Archiv) y cantando ostensiblemente mal. Tur Bonet tocó tangos y música de Bach: al comienzo y, por fortuna, en solitario, una transcripción en Re mayor de la Suite núm. 1 para violonchelo solo.
El BachStage ha deparado grandes alegrías y esparcimiento musical de calidad al público que acudía a comer y beber, o simplemente a escuchar, a la Marktplatz, en el centro mismo del viejo Leipzig, como sucedió con The Firebirds Rockestra la noche del sábado: la música de Bach es como un chicle que, bien estirado, puede utilizarse a discreción. Cuando ya había concluido su programación con la Johannes-Passion à trois el domingo por la noche, el lunes por la mañana cayó la primera lluvia en Leipzig desde la inauguración, justo mientras estaba desmontándose el escenario de BachStage. Estas muestras de cultura popular han convivido, en fin, con la alta cultura de la presentación el sábado por la tarde, en el Bach-Archiv, de la publicación del último del más de un centenar de volúmenes que integran las obras completas de Carl Philipp Emanuel Bach, por fin disponibles en ediciones fiables en su integridad: un acontecimiento.
El lunes por la mañana se presentó también oficialmente en la Alte Börse la tercera edición del famoso catálogo BWV de las obras completas de Johann Sebastian, con presencia de sus tres editores, Christine Blanken, Christoph Wolff y Peter Wollny, que quitaron allí mismo el plástico que cubría sus propios ejemplares, recién salidos de imprenta de Breitkopf & Härtel, la legendaria editorial musical lipsiense. Se trata de otra gran gesta de la moderna musicología y el último hito hasta el momento de la investigación bachiana, que vive en las últimas décadas, y gracias en gran medida al impulso constante del Bach-Archiv de Leipzig, un período de auténtico esplendor. A pie de calle, el Bachfest le sigue los pasos.
Babelia
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