El verano de la Edad Media luce sobre Utrecht
El festival neerlandés cierra una extraordinaria edición haciendo olvidar la cancelación del año pasado y en medio de un ambiente de aparente y casi total normalidad
Como la buena música religiosa lleva desde hace décadas desterrada de nuestras iglesias, al contrario de lo que sucede en muchos países, no queda más remedio que buscarla y disfrutarla en otros espacios. En Utrecht lleva sonando desde el comienzo mismo del festival, pero se ha concentrado en su encarnación más prístina el viernes por la noche y a lo largo de casi todo el sábado. Fue entonces cuando la polifonía quedó momentáneamente a un lado y la monodia se hizo con las riendas, en ambos casos con grupos femeninos ―checo uno, belga el otro― que nos han hecho volver a los orígenes y refugiarnos, con enorme placer, en el canto llano. En el país del gran historiador Johan Huizinga, y en estos últimos coletazos de buen tiempo, se ha impuesto en Utrecht el verano de la Edad Media.
Entre las nueve mujeres que integran el Tiburtina Ensemble de Praga destacan las voces de dos sopranos a las que es frecuente escuchar en cometidos solistas con otros grupos: su directora, Barbora Kabátková, y Hana Blažíková, una de las cantantes más demandadas ―y más fiables– en el mundo de la música antigua. Aquí, sin embargo, diluyen su personalidad en el conjunto, aunque, al igual que otras compañeras, se arroguen ocasionales intervenciones en solitario: un leich la primera, Fletus et stridor dentium, y una lamentatio la segunda, Lamed. Matribus suis dixerunt. El grupo empezó a cantar con sus integrantes distribuidas en la escalera que conduce al ábside de la Pieterskerk y su estilo de interpretación del canto llano dejó traslucir enseguida sus señas de identidad, que son las que le confiere Kabátková al dibujar plásticamente con su brazo derecho ascensos, descensos, remansos o repliegues de las líneas melódicas. Ágil y fluido son dos adjetivos que definen bien un enfoque marcadamente métrico, más aún, como es lógico, en los sencillos fragmentos polifónicos, con textos diferentes superpuestos, de Petrus Wilhelmi de Grudencz que decidieron intercalar en tres de los cuatro bloques en que se dividía el programa, todos ellos referidos a otras tantas profecías sobre la llegada del mesías, el Juicio Final, el Anticristo y la victoria del Cordero. En este último incluyeron también una extensa oración a Cristo a partir de un texto en checo del famoso teólogo y reformador Jan Hus.
Kabótková introdujo variedad planteando algunas piezas a la manera antifonal entre dos grupos (Audi tellus) o con cuatro cantantes diferentes sucediéndose en Lamech. In die furoris Domini, una larga lamentatio sobre el Juicio Final. Buscó también el contraste de timbres, como cuando Kamila Mazalová, con una bellísima voz de contralto, cantó en solitario la segunda antífona del último bloque, Exsulta satis filia Sion. Aunque formado en 2008, es en estos dos o tres últimos años cuando el Tiburtina Ensemble ha hecho su irrupción internacional y grabado sus primeros discos. En Utrecht han vuelto a confirmar su gran clase y la admirable conjunción de las nueve voces, si bien no lograron evitar la sensación ―quizá por la propia elección del programa― de que estábamos asistiendo a un concierto, no a un oficio litúrgico. Por suerte, las tornas se invertirían muy pocas horas después, porque si el Tiburtina concluía su intervención al filo de la medianoche, Psallentes iniciaba la primera de las seis que ha ofrecido en Utrecht a las siete de la mañana. Al llegar a la primera, aún era de noche, pero a la salida el amanecer se dejaba sentir ya con fuerza. Al entrar en la iglesia para asistir a la última, todavía podía percibirse el declive de la luz del atardecer, pero una vez concluida ya era noche cerrada: el círculo ―litúrgico y temporal― se había completado.
De la muy sobria y protestante Pieterskerk se pasó a la profusamente decorada y católica Sint Willibrordkerk (dos mundos estéticos opuestos) y la puntual selección temática de piezas del viernes se mudó en la larga secuencia litúrgica de las horas canónicas, maitines excluidos: de laudes a completas, con la introducción de una misa a las doce y el servicio de vísperas a las seis, y con las cuatro horas menores (prima, tercia, sexta y nona) comprimidas en dos bloques bimembres. También fueron nueve las jóvenes cantantes de Psallentes, el extraordinario grupo belga que dirige Hendrik Vanden Abeele (y del que también existe una versión masculina). Con su división en tres grupos integrados por tres cantantes cada uno, con las voces más graves a la derecha, y que le sirven para utilizarlas en todas las combinaciones posibles, simultánea o alternativamente, Vanden Abeele busca no solo una mayor diversidad, sino también aventuar la lógica litúrgica.
Como hizo también en Madrid, en su inolvidable concierto en la Fundación Juan March hace dos años, Veerle Van Roosbroeck abría siempre el fuego con la entonación inicial de Deus in adiutorium, el comienzo del Salmo 70. A partir de ahí iban sucediéndose antífonas, salmos, responsorios, cánticos, himnos y el versículo final, Benedicamus Domino. El canto llano suena aquí mucho más flexible, moldeado incansablemente con gestos más horizontales (los de Barbora Kabátková son esencialmente verticales) por Hendrik Vanden Abeele, que experimenta con dos maneras de introducir leves apuntes polifónicos. En la primera, al tiempo que uno o dos grupos entonan ininterrumpidamente la salmodia, casi siempre un monotono, un tercero va introduciendo a intervalos irregulares pequeñas células melódicas del salmo precedente, correspondientes tan solo a una o dos palabras: en la antífona Hec igitur, por ejemplo, “singularis victima”, “Christi mortis”, “est recordatio”, “expurgatio”, “cunctorumque fidelium” o “devotio” salpican delicadamente la recitación de seis de las estrofas del Salmo 119, formando una elemental pero muy eficaz polifonía a dos voces. En la segunda, Vanden Abeele, con entradas escalonadas, dispone la superposición de hasta tres versos diferentes de un mismo himno (su regularidad métrica así lo permite), formando una suerte de triple canon perpetuo y apuntando a lo que luego serían los mucho más complejos motetes politextuales del siglo XIV.
Para la misa se eligió la Messe de Tournai (que toma su nombre del hecho de que su manuscrito, de autor o autores anónimos, se reparte en seis folios de un libro de canto conservado en el archivo de la catedral de Notre-Dame de Tournai), una probable compilación a tres voces, estilísticamente plural, de las cinco secciones del Ordinario más el Ite missa est conclusivo, escrito precisamente como una música politextual, con uno de los tres textos que se cantan simultáneamente escrito en lengua vulgar. Ni en esta compleja polifonía (como el extensísimo Amén del Gloria), hija inequívoca del Ars Nova, ni en todas las intervenciones en canto llano, a lo largo de las casi quince horas que transcurrieron desde el comienzo de Laudes hasta el final de Completas, pudo percibirse ni en las integrantes de Psallentes ni en su director el más mínimo desfallecimiento, la más pequeña pérdida de concentración o un solo amago de atonía, individual o colectiva. Vanden Abeele, que al tiempo que moldea casi cada frase consigue que el flujo monódico avance con libertad en todo momento, hizo también un elocuente uso de los silencios, lo que acentuó el contraste (salvo tras la finalización del servicio de laudes, cuando las calles seguían aún semidesiertas) con el bullicioso Utrecht materialista de los sábados, el día comercial por excelencia. Por eso resultaba inevitable, al abandonar el recogimiento de la Sint Willibrordkerk y regresar a la terca realidad exterior, identificarla una y otra vez con ese “infierno de ruido y vulgaridad” del que habla Patrick Leigh Fermor en su A Time to Keep Silence, que cuenta con alto vuelo literario y su habitual talento para la introspección sus estancias en varios monasterios de clausura.
El mismo sábado, a las tres, el grupo Sequentia nos trasladó al mundo pagano y politeísta de la Edad Media. Su director, Benjamin Bagby, ahora con barba, se asemeja cada vez más a esos héroes nórdicos que tanto le gusta retratar. Aquí ha conferido buena parte del protagonismo a dos cantantes femeninas de voces recias (Hanna Marti y Stef Conner), que recrearon acertijos y leyendas escandinavas y anglosajonas. Como sucede con su famosa recitación en solitario de Beowulf, en las propuestas vocales e instrumentales (aquí ceñidas a diversas flautas y arpas) de Bagby hay mucho, o casi todo, de especulativo, pero él, que ha marcado una época en la recuperación de estos repertorios, sabe infundirle tales dosis de convicción y veracidad que el público queda atrapado por su magia, como si se tratara de uno de esos frecuentes ensalmos que describen las antiguas sagas. A pesar de tratarse de un repertorio tan minoritario, y de que por fin lucía el sol en Utrecht en pleno fin de semana, logró llenar Cloud Nine, la sala situada en lo más alto del TivoliVredenburg, y el público aplaudió con entusiasmo un espectáculo –como todos los suyos– minuciosamente concebido, estructurado y ejecutado.
Mucho más interés tuvieron, sin embargo, otros tres conciertos medievales con músicas cuyas fuentes nos brindan información más precisa sobre la escritura polifónica original. El Ensemble Leones, que tan buenos conciertos ha ofrecido siempre en Utrecht, dedicó el suyo monográficamente a Oswald von Wolkenstein, un caballero, poeta, cantante y viajero de finales del siglo XIV y comienzos del XV. Su director, Marc Lewon, que cantó además de tocar el laúd, se reunió de cuatro músicos de primerísimo nivel: el fidulista Baptiste Romain, actual maestro indiscutible de su instrumento (y que tocó también la gaita en Durch Barbarei, Arabia); la flautista Mara Winter, un dechado de sensibilidad y de control del sonido de su instrumento; y la soprano Grace Newcombe, que también tocó el arpa al comienzo y el final del concierto, de voz, sensibilidad y estilo ideales para este repertorio. Todo el concierto rayó a un nivel altísimo, con una novedosa aproximación a este tipo de música con los mismos criterios que se aplican en la polifonía religiosa no mensural contemporánea, aunque la palma se la llevaron dos dúos de amor, Nu rue mit sorgen y Simm Gredli, Gret. Asombra la alta intensidad expresiva que logran alcanzar sin renunciar un solo momento a la máxima contención y sin necesidad de recurrir a esa inventiva desaforada y deformadora que utilizan a modo de tramposa ganzúa tantos grupos de música medieval.
No es el caso de La Morra, la formación suiza que se caracteriza por idéntico respeto a las fuentes, que en su última visita a Utrecht se ha decantado asimismo por un programa monográfico en torno a Guillaume de Machaut, que ya había estado presente al comienzo del festival con su Messe de Nostre Dame. Delicadas ballades, vívidos virelais, densos rondeaux y complejos motetes politextuales nos trasladaron al mundo frágil, quebradizo y casi irreal del amor cortés en el Ars Nova, tan solo interrumpido por un motete sacro, Christe, qui lux es. Fue todo un homenaje a “le noble rhétouryque”, como calificó Eustache Deschamps al poeta y compositor francés en el lamento que lloraba su muerte en 1377, más que oportuno en esta edición del festival articulado en torno a las muy diferentes manifestaciones de la retórica musical. Quizá los cantantes no rayaron al mismo nivel que los instrumentistas (la fidulista Natalia Carducci, el laudista Michal Gondko y la teclista y flautista Corina Marti, estos dos últimos los directores del grupo), pero ello no obstó para que el complejo mundo de Machaut resultara asombrosamente asequible para el público que acudió a la Pieterskerk el domingo por la tarde, en el que era ya el penúltimo concierto del festival.
Este apartado medieval se cierra con otro grupo de gratísimo recuerdo en Utrecht, La Fonte Musica, que dirige el laudista Michele Pasotti. Propusieron otro monográfico, en este caso de un recóndito cultivador del Ars Nova italiano, Antonio Zacara da Teramo, del que acaban de grabar su opera omnia. Como es habitual en la época, conocemos al autor por su nombre y su lugar de procedencia (otro tanto sucede, por ejemplo, con Matteo da Perugia, Paolo da Firenze o el propio Guillaume de Machaut) y su música tiene todos los rasgos de la intrincada complejidad rítmica de la música polifónica de la segunda mitad del siglo XIV. El programa se dividió en una primera mitad profana (en Je suy navrés se cita, también muy apropiadamente, a la “Dea loquentie”, la diosa de la elocuencia) y una segunda sacra, con dos Credos y cuatro Glorias, todos diferentes. Pasotti situó a dos trombones (uno de ellos tocado por el gran Nathaniel Wood, aunque en el programa se dijera otra cosa) en ambos extremos de la Pieterskerk, tanto en la galería del órgano (en el Gloria “Ad Ongni vento”) como al fondo del ábside (en el Gloria I), mientras que sus dos extraordinarias sopranos, Alena Dantcheva y Francesca Cassinari, se subieron en lo alto de la escalera que conduce al ábside para cantar Dime, Fortuna. Es tiempo de incorporar al canon a este Antono Zacara da Teramo, un compositor libre y complejo, en cuya música no parece hacer mella la presión de esas fórmulas que atan o embridan la inventiva. De Utrecht sale, desde luego, reivindicado con fuerza por el mejor valedor imaginable.
Teníamos pendiente hace años escuchar una interpretación que hiciera verdaderamente justicia a una de las obras más emblemáticas de la música occidental, estrenada y editada en el emblemático año de 1600, frontera simbólica entre el Renacimiento y el Barroco musical, además de fecha de la partida de nacimiento de lo que luego vino en llamarse ópera. La Rappresentatione di Anima, et di Corpo, de Emilio de’ Cavalieri, es mucho más de lo que aparenta. Bajo su fisonomía más o menos ingenua, y con todos los visos de estar empezando a hollar tentativamente un terreno hasta entonces virgen, se esconde una obra de enorme complejidad, un drama alegórico sacro en el que ni faltan momentos de comedia (con el Placer y sus dos secuaces) ni menciones al mundo profano (uno de los personajes recibe el nombre de Vida Mundana). Es significativo que la obra se cierre con un baile, un ballo, y que anime a convertir la Tierra en un Paraíso “con il canto e con il riso”. Al estreno en el Oratorio dei Filippini romano en el año jubilar de 1600 asistieron 35 cardenales, pero también aristócratas, del mismo modo que en su naturaleza se mezclan las naturalezas incipientes del oratorio religioso y la ópera profana. No es, probablemente, ni una cosa ni otra, o las dos indistintamente, aunque su esencia estética última y más relevante se expresa en la cubierta de la primera edición romana de Nicolò Mutii: “per recitar Cantando”.
En su extenso prólogo “A’ lettori”, Cavalieri aprovecha por igual para explicar la naturaleza de su creación y para dar instrucciones precisas de cómo interpretarla “per chi cantarà recitando, & per chi suonarà”. En su texto abundan las referencias a varios conceptos clave en aquellos brebajes teóricos que acabaron desembocando en el nacimiento de la segunda práctica: los contrastes, las pasiones, la emoción. Cavalieri sabe lo que busca y cómo conseguirlo, y llega a valerse incluso en su partitura de cuatro letras (g, m, t y z) antes de una nota para especificar cómo interpretar los únicos adornos que él prescribe. El signo “·S·” indica también dónde tomar aire “y dar un poco de tiempo a hacer algún motivo”. No hay duda de que Lionel Meunier, el director de Vox Luminis, ha leído con cuidado tanto el texto de la Rappresentatione como este manuel de instrucciones y de buen uso de la música posterior para estar seguro de qué terreno pisaba y, sobre todo, para saber qué pasos en falso había que evitar.
De su Rappresentatione que escuchamos el jueves por la tarde sólo faltó el “Proemio” que encabeza la obra en forma de diálogo hablado, como era tan habitual en la época, entre dos jóvenes, Avveduto y Prudentio, que hablan sobre “esta nuestra Vida mortal”. A partir de ahí, quien pudiera seguir la partitura de la edición original de 1600 constataría que no cabe una interpretación más cabal y respetuosa del original (al contrario de lo que hizo en este mismo escenario L’Arpeggiata en 2004, que se atrevió a incluir incluso un bolero cantado en español). Con una generosa plantilla instrumental (dos cornetas, cuatro trombones, dos violines, dos violas da gamba, violone, dos chittaroni, un cetterone, tocado con plectro, para aportar la sonoridad metálica que demanda ocasionalmente Cavalieri, lirone, dos claves y órgano positivo), los 91 números, con el añadido de una sinfonía inicial, conocieron una traducción precisa y plural por parte del grupo belga, que supo plasmar a la perfección su naturaleza mixta plagada de contrarios: Alma/Cuerpo, Almas bienaventuradas en el cielo/Almas condenadas en el infierno, Intelecto/Placer. Hubo humor contenido cuando música y texto lo piden a gritos, hubo alta espiritualidad cuando aflora la vena teológica y edificante, y hubo tono festivo en las seis estrofas del ballo final.
Desde que dio comienzo la primera escena (“Il tempo, il tempo fugge, / La vita si distrugge”) quedó claro que Raffaele Giordani era la elección perfecta para encarnar al Cuerpo (también fue el Tiempo): su dicción del latín, tan italiana, su conocimiento del estilo, su desparpajo escénico y la calidad de su voz son justo lo requiere el personaje. Y otro tanto sucede con el Alma contenida y austera de Stefanie True. Como siempre, las intervenciones de Zsuzsi Tóth, reciente aún el deslumbramiento que provocó en sus solos de los intermedios de La Pellegrina el pasado lunes, elevaron el nivel aún un escalón más y sus Anime Beate fueron la muestra más acabada de cómo debe traducirse en sonidos el recitar cantando. Extraordinario también su eco, con Bor Zuljan cambiando el cetterone por el laúd, de la intervención del Alma en “Vò dimandarne al Cielo”. Victoria Cassano fue un seráfico Ángel de la Guarda, Hugo Oliveira unas sufrientes Almas Condenadas (fue un acierto que lo doblara el trombón en el número 79, “Non mai”), mientras que Jan Kullmann, Roberto Rilievi y Sebastian Myrus trasladaron con la comicidad justa (también escénica) las intervenciones del Placer y sus dos compañeros. Las partes estrictamente corales enseñaron las credenciales más reconocibles de Vox Luminis: el canto concertado, denso y transparente. En este apartado dejaron varios momentos para el recuerdo: “O quanti errori, e tenebre”, que cantaron inicialmente sentados y con una dinámica en constante ascenso; “Venite al Ciel, diletti”, que entonan los ángeles; “Dagli abissi terreni”, con su doble eco, infinitamente más eficaz y mejor realizado que el que propuso Skip Sempé en La Pellegrina, interpretado por dos parejas de cantantes situados de espaldas a ambos lados del órgano; la concisa potencia expresiva de “Al foco, al foco eterno”; el “Sì, sempre, sempre sará” casi susurrado o el coro a seis voces “O Signor santo, e vero”, con todos los cantantes excepto los solistas subidos en dos gradas laterales del TivoliVredenburg en un intento de acercarse a la doble espacialidad sugerida por la indicación de Cavalieri: “Tutti insieme dentro, e di fuora”.
Al final, el aplauso más unánime, entusiasta y sostenido de todo el festival: con toda justicia, porque tras sus dos conciertos anteriores, marcadamente luteranos, Vox Luminis demostró que podía volver a brillar dando luz a una de las obras más representativas de la Contrarreforma. Solo por escuchar este concierto tan rico en detalles –evidentes algunos, semiocultos otros– habría merecido la pena venir a Utrecht estos días. Pero el festival ha deparado muchas otras alegrías en una edición en la que, apostando casi siempre por valores seguros y evitando riesgos innecesarios, se ha alcanzado un nivel consistente e inusualmente alto. En un país en el que el clave es casi objeto de culto, con fieles apasionados, los conciertos diarios a la una en la Lutherse Kerk han sido una sucesión de maravillas. Michael Hell y Louise Acabo dieron vida a ese prodigio pionero de la música descriptiva y programática que son la Representación musical de algunas historias bíblicas de Johann Kuhnau. Con un resumen de los textos impresos en la edición original leídos en un alemán cristalino por Thomas Höft (que ni siquiera en este entorno renunció a sus estrambóticos trajes de fantasía), hay que descubrirse ante muchos de los hallazgos retóricos y la sabiduría contrapuntística desplegados por el antecesor de Bach en la Thomasschule de Leipzig. La fuga en que los hijos de Jacob reflexionan sobre las consecuencias de la muerte de su padre (de la sexta sonata, Muerte y enterramiento de Jacob) o la que suena al final del engaño de Labán (en la tercera, Saúl melancólico y aliviado por medio de la Música), entre muchas otras maravillas, dan fe de que Kuhnau merece ser recordado como mucho más que el mero antecesor de un genio.
Francesco Cera mostró una identificación asombrosa con la escritura torrencial de su compatriota Girolamo Frescobaldi, Marie van Rhijn trasplantó enárgicamente al clave los números instrumentales de Alcide de Marin Marais y Johannes Keller tradujo la inagotable fantasía de Jan Pieterszoon Sweelinck (en el cuarto centenario de la muerte del genio neerlandés) con sobriedad quizás excesiva en una copia de un instrumento de Johannes Ruckers idéntico al que se sabe compró y utilizó el compositor. El veterano Bob van Asperen ofreció otro monográfico centrado en Johann Jakob Froberger. Convertido en el decano de los clavecinistas neerlandeses, no es casual que fuera él quien grabara junto a Gustav Leonhardt, su maestro, los contrapuntos a dos teclados de El arte de la fuga o que fuera también el elegido para encarnar a Johann Elias Bach en Chronik der Anna Magdalena Bach, la legendaria película de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. Tocó un recital casi idéntico al de 2013, pero ello no fue óbice para volver a admirar su especial identificación con un compositor de una idiosincrasia única, capaz de componer una pieza titulada Méditation sur ma mort future laquelle se joüe lentement avec discrétion faite à Paris le 1er Mai. También incluyó en el programa los dos lamentos regios por Fernando III y Fernando IV: el primero se cierra con un solitario Fa (F en la notación alemana, la inicial del nombre del rey) repetido simbólicamente tres veces, mientras que el segundo traza en su final una larguísima escala ascendente hasta un cielo imaginario que culmina, claro, en un Do (la última sílaba de su nombre). Y en esos mismos vericuetos virtuosos habita el Tombeau fait à Paris sur la mort de Monsieur de Blancrocher, lequel se joue fort lentement à la discretion sans observer aucune mesure, un músico calificado por Froberger de “amicus optimus” en una pieza que puede parangonarse sin desdoro con la genial música homónima de Louis Couperin. Con un perfecto dominio del style brisé, una alternancia ideal de los registros de cuatro y ocho pies y, sobre todo, una emocionante comprensión del peculiar credo compositivo de Froberger, una mezcla perfecta de los estilos francés y alemán, Van Asperen se elevó a alturas difíciles de alcanzar para casi todos. La edad ha hecho que el veterano clavecinista haya menguado en estatura, pero en Utrecht ha vuelto a reivindicarse como uno de los grandes.
No le anduvieron a la zaga, sin embargo, Pierre Hantaï y Mitzi Meyerson. El primero dedicó íntegramente su programa a Johann Sebastian Bach (con una puntual incursión en Froberger no impresa en el programa: su Suite en Sol menor) y, escuchando al instrumentista francés en la cima de su madurez, cuesta creer que haya nadie que pueda tocar esta música a su altura. También él homenajeó a su maestro, tocando una transcripción de Gustav Leonhardt de la Sarabande de la Partita núm. 1 para violín solo. Desde el tema del Aria variata inicial hasta la Toccata en Mi menor final, Hantaï obró una maravilla tras otras en un día especialmente inspirado y dejó en el ambiente un claro mensaje: a pesar de que estos días se han tocado y cantado aquí un buen número de obras maestras, de no menos de seis siglos diferentes, ninguno de sus autores logró asomarse a donde Bach sí que pudo y supo llegar. La música del alemán habita verdaderamente en otro mundo, y eso que Hantaï construyó su programa con obras muy poco frecuentas de su catálogo. El día siguiente, para cerrar la serie, Mitzi Meyerson se autoproclamó la gran dama del clave actual. Le bastaron dos suites de Antoine Forqueray, con arreglos para clave y adiciones propias de su hijo Jean-Baptiste, para coronarse como una maestra de este repertorio, en el que tan importante es saber adornar con fantasía y generosidad como hacerlo también con criterio. Ella derrochó una y otra apoyada en una técnica completísima que la veterana clavecinista estadounidense sigue manteniendo sin fisuras.
Es hora de concluir, siquiera telegráficamente. La llamada Cantata del café de Bach fue escenificada con su habitual ingenio, aunque menor comicidad, por razones obvias, que la formidable Il ciarlatano de Pergolesi que propuso en 2019 Adrian Schvarzstein, un lujo teatral infrautilizado en nuestro país, que es donde reside habitualmente. El público se dejó las manos aplaudiendo un espectáculo que se cerró con todos cantando al unísono Het kleine Café aan de Haven, una famosa canción neerlandesa de Pierre Kartner que venía pintiparada para la ocasión. El joven grupo vocal InVocare sacó petróleo del ciclo de madrigales Le veglie di Sienna, con sus 14 descripciones musicales diferentes del humor. Skip Sempé, con un innecesario despliegue instrumental (cuerda, viento y teclado), tocó las intimistas Lachrymae de Dowland en una hinchada versión renacentista en cinemascope que acabó resultando tediosa hasta el extremo. El día siguiente, Stile Antico puso una letra moderna en inglés (de Peter Oswald) a sus pavanas, relacionándolas con el sufrimiento de los actuales refugiados de guerra, con menciones a los infiernos de Alepo o Darfur y guiños al propio Dowland: “¡Escuchad! Sombras que moráis en la oscuridad, aprended a condenar la luz”; “Mis penas no se verán nunca aliviadas, porque la compasión ha huido; y lágrimas y suspiros y gemidos han privado de toda dicha a mis hastiados días”. La presencia de la udista siria Rihab Azar en varias piezas a solo (una de composición propia) y en una interpretación conjunta de Bodrum Beach, de Giles Swayne, añadió aún más capas de significado al concierto en la catedral. La música antigua puede tornarse a veces rabiosamente moderna y los ecos de la reciente catástrofe afgana resonaron al final de Lachrimae tristes y su texto añadido: “¡Conductor, conductor, sálvame del infierno! Me han negado el transporte”.
Eva Saladin culminó su residencia artística con la confirmación de que, de momento, se mueve con mucha mayor comodidad en el siglo XVII que en el XVIII: su Sonata op. 4 núm. 3 de Pandolfi, que interpretó en la Geertekerk el jueves con el grupo Il Profondo, la consagra como la violinista barroca con mayor proyección del momento. También repitió Dulce Mémoire, con su clásico programa dedicado a Le printemps de Claude Lejeune, que bordó de principio a fin, igual que hicieron poco después sus colegas de Le Poème Harmonique, que revisitó uno de sus primeros éxitos, los airs de cour de Étienne Moulinié, con muchos de los mismos cantantes e instrumentistas con que los grabó hace más de veinte años y la arpista madrileña Sara Águeda entre las nuevas incorporaciones. En línea con lo que habían hecho pocos días antes L’Arpeggiata y Philippe Jaroussky con Déshabillez-moi de Juliette Gréco, Dumestre y los suyos ofrecieron fuera de programa una versión abarrocada y semiescenificada de L’Arsène, de Jacques Dutronc, y hay que admitir que la copia arcaizante fue notablemente mejor y, sobre todo, más graciosa que el original. A Nocte Temporis, una creación más reciente de Reinaud Van Mechelen, obvió, sin embargo, las obras que ha grabado de Louis-Nicolas Clérambault para ofrecer tres nuevas, entre ellas una cantata absolutamente extraordinaria, L’histoire de la femme adultère, en la que el tenor belga (la voz de mayor calidad en su registro junto a la del citado Raffaele Giordani) encarnó a Jesús.
Tras varios fiascos en Utrecht en los últimos años, algunos sonados, Gli Angeli Genéve se situó por fin en el territorio que mejor domina su director, Stephan MacLeod: la música barroca alemana del siglo XVII. El inteligente programa incluía obras de varios compositores (Schein, Scheidt, Schütz, Buxtehude, Weckmann) a partir de idénticos textos bíblicos y el grupo vocal e instrumental reunido por el bajo suizo, con Eva Saladin como primer violín y el estos días omnipresente Doron Sherwin como primera corneta, ofreció una interpretación austera y equilibrada de todas ellas, incluidas las estrofas primera, sexta y séptima del Klaglied de Buxtehude, que ya había sonado en el concierto inaugural con Lucile Richardot y el Ensemble Correspondances.
En un festival centrado en la retórica hubiera sido extraño no dejar espacio para el manuscrito titulado La rhétorique des dieux, que contiene piezas para laúd de Ennemond y Denis Gaultier. De algunas de ellas han dado buena cuenta Fred Jacobs y Michal Gondko, mejor y más elocuente el veterano laudista holandés que el codirector de La Morra, que se siente mucho más cómodo en la Edad Media que en el barroco. Y también hizo más justicia a la retórica de la viola da gamba Lucile Boulanger en su recital del domingo por la mañana que el consort holandés The Spirit of Gambo justo una semana antes, en ambos casos en el Hertz. El honor de la clausura en la tarde del día 5 se ha concedido a la Cappella Romana, un grupo especializado en canto ortodoxo dirigido por Alexander Lingas. El atractivo de su concierto estribaba en el intento de convertir la sala grande del TivoliVredenburg en un espacio acústicamente similar a la basílica de Santa Sofía en Estambul gracias a 23 aparatos repartidos por el escenario que quintuplicaron como poco la reverberación natural de la sala. Los poderosos bordones de esta música se beneficiaron, mientras que se resintieron sus frecuentes melismas, inevitablemente emborronados. Una vez acostumbrado el oído a la ficción digital, y asimilado el salto estilístico con respecto a todo lo escuchado durante la semana, el concierto acabó resultando un tanto monótono y repetitivo. Una auténtica secuencia litúrgica habría sido más eficaz que esta selección demasiado concertante. Y es mejor, sin duda, trasladarse de verdad a Santa Sofía, aunque lo que es seguro es que ahora será imposible escuchar esta música que sí que sonaba en la antigua Constantinopla.
Como es habitual, el carillón de la catedral de Utrecht, cuya torre sigue enfundada en andamios, ha ido recordando, cada cuarto de hora, que en estos días la ciudad se vestía de sus mejores galas musicales del año. Además de largos conciertos diarios a las cuatro (a las once los dos sábados), pequeños apuntes melódicos de Buxtehude, Bach, Biber y Kuhnau han ido marcando cada quince minutos, como breves apuntes retóricos, las vidas de los habitantes de esta ciudad en la que, salvo en el interior del transporte público, las mascarillas parecen haber pasado a mejor vida. Nadie las lleva, y el centenar largo de conciertos que se han sucedido frenéticamente estos diez días no han sido una excepción. Las vacunas han hecho posible que la normalidad, o algo muy parecido a ella, haya vuelto a este festival único, desbordante y excepcional.
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