El lenguaje invisible de los muros románicos que lucha por sobrevivir a las restauraciones modernas
Un estudio analiza, clasifica y llama a “salvar de la piqueta” cruces, estrellas y otros signos que los antepasados practicaban en las paredes de edificios medievales para alejar los males de la comunidad y visibilizar su estrecha relación con el templo
“Por lo general, no los miramos, pero están ahí”. La frase, sin contexto, podría remitir a cualquier realidad cotidiana… e incluso paranormal. Aunque con ella, el investigador Josemi Lorenzo se refiere a la cantidad de escrituras, símbolos o signos que se acumulan en los muros de decenas de templos románicos analizados —la mayor parte de ellos ubicados en el ámbito rural de Castilla y León— y que, habitualmente, pasan desapercibidos. ¿Cuál es el significado de cruces, estrellas de diferente número de puntas o filigranas tales como los entrelazos que se conservan en las paredes desde hace siglos? Se sabe de su autoría popular, que eran practicados por antepasados de cualquier clase social y nivel de conocimiento, y que iban apareciendo de forma espontánea, sin ningún plan previo. En cuanto a su sentido, el autor del estudio apunta, principalmente, a la voluntad ancestral del ser humano de protegerse de todo mal. También como exvoto, esto es, en agradecimiento hacia la divinidad por los favores recibidos.
Pero más allá de generalidades, los detalles de esta intrigante costumbre pueden causar hoy mayor fascinación incluso que las diversas —aunque manidas y recurrentes— interpretaciones de la iconografía presente en portadas, capiteles o tímpanos románicos. “Mi experiencia personal es que si le hablas a la gente de la psicostasis (el pesaje de las almas), comienzas a ver bostezos. En cambio, cuando les muestras un grafito en la pared de una iglesia, el interés se dispara”, revela el historiador Josemi Lorenzo. Quizá fuera ese mismo atractivo el que le ha llevado a estudiar, analizar y definir qué es eso que él mismo llama “rayajos”: grafitos practicados en las paredes de las iglesias que han librado (lo siguen haciendo) una dura lucha por la supervivencia, y que para los historiadores suponen una auténtica biblioteca en la que consultar datos sobre las gentes del pasado.
Es decir, una especie de lenguaje —de expresión— del pueblo, popular. La clave de la investigación, su valor, radica precisamente ahí. Se conocen los edificios levantados por los maestros constructores de la Edad Media, apreciamos la obra de los escultores que labraban la piedra o la de los pintores que iluminaban los muros. Sin embargo, ¿qué sabemos de las gentes más humildes, iletradas? “Si los grafitos son textuales, los autores pertenecen a un segmento muy concreto de la sociedad, el culto. Una cruz compuesta por dos rayas, en cambio, la puede hacer cualquiera”, precisa el autor del estudio, publicado en el volumen Mágico y sobrenatural. Creencias y supersticiones en la época del románico (Fundación Santa María la Real, 2021). Y además eran testimonios colectivos, de la comunidad. “A un niño le puedes colocar una higa (un amuleto para librar a los pequeños del mal de ojo), un coralito o una cruz, pero un edificio es del pueblo y es el pueblo el que lo protege y hace suyo mediante este tipo de muestras de devoción”, añade el autor, refiriéndose a toda una gama de dibujos registrados en muros, jambas o dinteles: desde cruces y estrellas a entrelazos, nudos, laberintos o alquerques, diseños que imitan el popular juego de mesa del tres en raya.
Crecen y se multiplican
A la vista del impresionante muro norte de la ermita de San Miguel, en el pueblo soriano de Gormaz, cabe añadir una característica más a este enigmático lenguaje: los “rayajos” parecen crecer y multiplicarse, apelotonándose por toda la pared. Los símbolos huyen, en todo caso, de la definición de palimpsesto —un texto reescrito sobre otro anterior—, pues sus líneas nunca se superponen ni se molestan. “Hay una especie de código, unos se respetan a otros, como en los grafitis contemporáneos”, explica Lorenzo Arribas. ¿Por qué son legión? Esto sí es más sencillo de entender. Si una simple cruz sirve para alejar males como las epidemias, las malas cosechas o las desgracias colectivas, cuantas más aparezcan juntas, yuxtapuestas, mayor será su protección, su poder “se intensifica”.
De ahí que nuestros antepasados colocaran este tipo de símbolos en umbrales y ventanas, es decir, en todas aquellas rendijas por las que se pudiera colar la acción del diablo. “En la cultura occidental, el mal entra por los vanos o por el tejado, por eso podemos encontrar también marcas en las tejas. Para la cultura musulmana magrebí, en cambio, el mal accede por la comida, de ahí que existan multitud de platos y escudillas marcados con el símbolo protector de la mano de Fátima”, precisa Josemi Lorenzo.
Junto a la interesante ermita soriana, la investigación acude una y otra vez a la enigmática iglesia de Santiago de Peñalba (Peñalba de Santiago, León; siglo X). Aunque sus abundantes grafitos históricos se alejan de la autoría popular —muchos de ellos son escritos cultos, practicados por los monjes—, el templo contiene ejemplos rarísimos. Como la antigua piedra reutilizada como dintel en el muro sur, que contiene signos anteriores a la construcción del templo, así como “un par de cruces posteriores”. El edificio mozárabe ejemplifica, como ninguno, la incapacidad de la sociedad contemporánea para descifrar estos símbolos. Apuntan los expertos que la iconografía religiosa era, en ocasiones, difícil de interpretar para la gente común. Mucho más sencillo era comprender el significado de las cruces o de las estrellas de cinco, seis y ocho puntas, como las que conserva la iglesia en uno de los muros del antiguo coro. “Cuando no las entendemos es ahora”, puntualiza Lorenzo. De hecho, esta práctica se ha extinguido en nuestros días. Al menos, con el sentido de hace siglos.
Una cruzada contra la desaparición
El caso del templo berciano sirve igualmente para hablar del caballo de batalla de los historiadores y arquitectos preocupados por la conservación de estos vestigios: impedir que los procesos de restauración acaben con ellos. No siempre con éxito. Caballo de batalla, además, porque fue el dibujo de un equino en uno de los muros de Santiago de Peñalba —que Josemi Lorenzo se enorgullecía de mostrar, de explicar a los visitantes— uno de los testimonios más recientes en desaparecer a causa de un terrible descuido. “Aterrado, (el caballito) debió de ver cómo la piqueta que el pasado verano de 2019 hizo añicos este testimonio secular no respetaba ni la legislación de protección del patrimonio, ni los revocos defensivos, ni su propia integridad”, escribió entonces, no sin tristeza e indignación, el historiador.
He aquí la mayúscula paradoja de los inocentes grafitos. Aunque solo sea desde un punto de vista humano, de las creencias, no deja de ser perverso que, bajo el objetivo de proteger un edificio, las restauraciones de nuestro tiempo se lleven por delante los enlucidos de las paredes donde los antiguos dibujaban cruces y estrellas, precisamente, para salvaguardarlo del mal. Lo más grave es que no se trata ya solo de intervenciones espontáneas —como la disparatada manipulación de la pintura del eccehomo de Borja—, sino también de restauraciones profesionales. En este caso, “una de las causas posibles del error es la falta de supervisión de la dirección facultativa de la obra, que no le presta atención”, argumenta Josemi Lorenzo.
O lo que parece aún más siniestro: confundir grafitos de siglos con los despreciables actos vandálicos de nuestros días. “Se tienden a eliminar, cuando yo creo que son importantísimos, porque es la gente la que los ha hecho: son testimonios históricos de unas capas sociales que habitualmente no tenemos oportunidad de registrar”, argumenta. Los guardianes de este tipo de vestigios no son multitud, pero historiadores como Lorenzo le cuentan a la gente la historia que está detrás de ellos —como en el aciago caso del “caballito” de Peñalba— para visibilizarlos y evitar su más que probable condena a la desaparición.
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