El eccehomo de Borja como metáfora de Europa
Al margen de la crónica negra, parece que los pueblos solo pueden existir como espejo deformante de la sociedad: solo llaman la atención si se caricaturizan
En pocos sitios saben tan bien como en Borja que tras un borrón se hace una cuenta nueva. Desde que Cecilia Giménez intentó restaurar en 2012 un fresco dedicado al eccehomo y se le embarullaron los pinceles con unas humedades del muro, la historia del pueblo zaragozano dio un golpe de timón. Lo que parecía un desastre, tal vez un crimen contra el patrimonio, se convirtió en el gran acontecimiento histórico de Borja. El eccehomo de Cecilia, esa cara munchiana, se estampó en camisetas, etiquetas de botellas de vino —en Borja son viticultores excelentes— y todo tipo de productos. La historia se ha contado en documentales, en coplas, como las gestas antiguas, y hasta en una ópera. Todavía queda algún pelmazo que lamenta la destrucción de la pintura original (una mediocridad de los años treinta del siglo XX), obra de un pintor también aficionado, el profesor Elías García. Copió un eccehomo de Guido Reni con bastante poca gracia. La restauración lo mejoró muchísimo. La verdadera obra de arte, más allá de la idolatría pop, es la involuntaria de Cecilia.
El pueblo ha celebrado estos días el décimo aniversario de aquello, y tanto las galas y homenajes como la explotación turística (tres euritos cuesta ver la obra) demuestran la habilidad municipal de Borja para nadar a favor de la corriente irónica y autoparódica que domina esta época. Cuando el mundo estalla en carcajadas, resistirse es inútil. No todos los pueblos encajan tan bien estas cosas, y quizá influyó la proverbial retranca aragonesa o la ternura que inspiraba Cecilia Giménez.
Diez años después, la historia me entristece un poco, y no solo porque replica un patrón en la España vacía. Al margen de la crónica negra, parece que los pueblos solo pueden existir como espejo deformante de la sociedad: solo llaman la atención si se caricaturizan, condenándose a una vida de chiste de calzón largo. Mi tristeza va más allá. Borja no es una sátira, sino la metáfora de una Europa donde muchas Cecilias bienintencionadas han arruinado partes de un legado democrático y social —valioso, no como el fresco de aquel señor—, mientras la mayoría fingíamos no ver el destrozo. No es extraño que los filósofos fanáticos como Duguin, el Rasputín de Putin, nos perciban como una cultura enclenque que merece la pira. Quizá, como a Borja, nos salvará la risa, asumir nuestros borrones con orgullo, reivindicar la imperfección con camisetas y vender entradas a tres euros para contemplar el anticipo de nuestra ruina.
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