El sueño póstumo de Toni Catany: su casa mallorquina es un centro para contar una historia de la fotografía
Una exposición del artista de Llucmajor, fallecido hace 10 años, y del británico Michael Kenna celebra la apertura del espacio que acoge su obra y su gran colección de imágenes antiguas y de autores contemporáneos
Hay que ser muy pedestre para no ver la delicadeza, la belleza sutil de las fotografías de Toni Catany. Las naturalezas muertas de textura pictórica, los paisajes que invitan a dejar la mente en blanco, los desnudos de cuerpos masculinos que parecen danzar y los retratos de personas que podrían haber sido tomados hoy o hace cien años por esa pátina de misterio con que los envolvía. “Quiero despertar sensaciones en la gente”, decía de sus poéticas imágenes, logradas a veces a partir de una caracola, una mariposa o unos crisantemos. Premio Nacional de Fotografía en 2001, su deseo de ver un espacio con su obra y su gran colección fotográfica lo truncaron los retrasos de la política y un infarto que acabó con su vida a los 71 años, en un centro de salud de Barcelona, el 14 de octubre de 2013.
Casi 10 años después ha abierto, por fin, el Centro Internacional de Fotografía Toni Catany (Ciftc) en Llucmajor, la localidad del interior de la isla de Mallorca donde nació el 15 de agosto de 1942. La inauguración se ha celebrado, entre otros actos, con una exposición de 35 fotos suyas y 70 de otro artista de estética similar, exquisita, el británico Michael Kenna.
Hijo único, Catany se formó como perito químico para contentar a la familia, pero cuando falleció su padre orientó su vida a lo que en verdad le apasionaba. Autodidacta, hizo un curso de fotografía por correspondencia (las universidades no incluían esta disciplina en sus programas) y empezó a viajar, aunque no por el deseo de aventura, eso no le interesaba. “Quería conocer lo desconocido”. Del Mediterráneo al Caribe o la India y, sobre todo, Venecia. Él buscaba personas a las que retratar, que le atraían “por sus gestos, miradas o facciones”, aseguraba. Sin embargo, su timidez le impedía acercarse a ellos y pedía a quienes lo acompañaban que dieran ese paso por él: “Mire a cámara y no sonría, póngase serio”, les decía. “Sus retratos son de seres que no existen”, señala la fotógrafa Cristina García Rodero en el documental El tiempo y las cosas, sobre la vida y obra de Catany, de 2015.
La imagen más icónica de este singular autor fue la que él mismo consideró su primera fotografía con sentido. La de un niño con la cabeza rapada y camisa blanca abotonada hasta el cuello, con dos ancianas de negro desenfocadas tras él, su abuela y su bisabuela. La hizo en 1967 en Ibiza, adonde había ido con el escritor Baltasar Porcel para un reportaje. Catany fue en sus comienzos fotoperiodista, pero esa foto, que tituló Nin, “fue la que le convenció para dedicarse a la fotografía artística”, dice Antoni Garau, director del centro Toni Catany y de la fundación homónima. Sin hijos y gracias al patrimonio familiar, Catany pudo vivir de la fotografía que, sobre todo, “vendía a particulares y galeristas, aunque su obra está hoy en el Museo Reina Sofía, el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba) o en varios centros de Francia”, apunta Garau en una visita guiada por este centro.
En 2008 se presentó el proyecto del centro de fotografía al Consell de Mallorca. El lugar elegido era la casa familiar de Catany más la vecina, que había pertenecido, curiosamente, al pionero de la fotografía en Llucmajor hace un siglo, el clérigo Tomàs Montserrat. “Catany recuperó a esta figura y adquirió parte de su legado”, agrega Garau. El 18 de marzo de 2023 se inauguró el centro, que es público y dispone de 500.000 euros para cada ejercicio durante los próximos 10 años, y de gestión privada a través de la Fundación Toni Catany, creada en julio de 2014. La visita, de jueves a domingo, es gratuita.
El espacio que ha proyectado el arquitecto Josep Lluís Mateo es moderno y, a la vez, funcional. Como subraya Garau, quien pasa por delante del inmueble “no percibe lo que hay en el interior, solo llama la atención una celosía hecha con la porosa piedra arenisca de marés”. “Son 1.400 metros cuadrados, de los que unos 800 son expositivos”. En su interior, hay una sala polivalente, archivo, oficinas, plató, almacenes, aula para talleres, laboratorio digital y analógico y biblioteca para los 5.000 libros de Catany, unos 1.000 de fotografía.
Garau insiste en que “es un centro internacional, no un museo hagiográfico; queremos plantear una historia de la fotografía”. Para ello cuentan con la obra de Catany y con las colecciones que reunió. En números, “160.000 negativos, de los que hay 90.000 digitalizados; copias en papel, 15.000; más de 3.000 documentos, que incluyen daguerrotipos, álbumes, placas de vidrio, postales..; las 900 placas restauradas de Tomàs Montserrat, 500 obras de fotógrafos contemporáneos y, en el futuro, su archivo, que está en su piso de Barcelona”.
En el centro ya cuelgan los retratos que hizo a intelectuales y artistas de la cultura catalana: el cineasta Agustí Villaronga, los escritores Blai Bonet, Terenci Moix, jovencísimo, en 1969; Salvador Espriu, en 1968; Carme Riera y, en especial, la cantante María del Mar Bonet, a la que fotografió para las portadas de la mayoría de sus discos. “Creó su imagen”, apunta Garau, quien junto a Miquel Bezares, presidente de la Fundación Toni Catany, fueron designados por el artista en su testamento como encargados de su legado.
Hombre reservado, enamorado de los paisajes del Mediterráneo, su libro La meva Mediterrània fue premiado en los Encuentros de Fotografía de Arlés (Francia), en 1991. Su paraíso era “estar leyendo un libro bajo un pino y escuchar las olas”. Una sensibilidad que plasmó también en sus desnudos masculinos, habitualmente sin rostro, en una época en que era una rareza en la fotografía española. Son cuerpos que recuerdan a la antigüedad clásica, como puede comprobarse en su libro Soñando dioses (1993).
En 2000, el MNAC le dedicó una antológica (que luego viajó a la Fundación Telefónica, en Madrid) por sus tres décadas de trayectoria, y con la que se publicó el bellísimo libro El artista en su paraíso. Cuando en 2001 le concedieron el Nacional, “un grupo de sus amigos empezamos a pensar qué iba a pasar con su legado, que estuvo a punto de marcharse a Francia”, recuerda Garau.
Siempre ajeno a las corrientes fotográficas en boga, a Catany le gustaba experimentar, así que no sufrió por el paso al digital. En 2006 dejó sus cámaras analógicas en un armario, “con la extraña sensación de amortajarlas”, apuntó. Tres décadas antes había adquirido una antigua cámara de placas para hacer calotipos, antecedente decimonónico de la fotografía moderna. También realizó las que bautizó como “polaroids transportadas”, un complicado proceso artesanal en el que interrumpía el revelado en este tipo de película, separando la emulsión para colocarla en otro soporte. Con ello lograba, eso sí, que cada imagen fuera única.
Su repentina muerte no congeló su obra. Tras más de un centenar de exposiciones en vida, en 2016 Barcelona y Madrid volvieron a acoger sus imágenes. Ahora el centro ha abierto con la exposición Michael Kenna, Toni Catany: Confluencias, hasta marzo de 2024. En ella se establece un meridiano diálogo entre ambos en torno a seis temas: Venecia, naturaleza muerta, estatuas, desnudos, el Sureste asiático y Mallorca. Las fotos del británico son analógicas y parecen estampas de un ambiente fantasmagórico. “No se conocieron, pero uno conocía la obra del otro”, añade Garau. Catany ha visto cumplido el sueño de su centro de fotografía, en el que ha dejado una obra de intimidad, “autobiográfica”, como él la definía. “Cada foto muestra cómo soy, ya sea un melocotón o un desnudo”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.