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Peter Brötzmann, el adiós de un líder de la internacional del jazz libre

La desaparición del músico alemán pone fin a seis décadas de insobornable compromiso artístico, durante las que estableció puentes entre Estados Unidos y Europa

Peter Brötzmann en Nápoles en 2018.
Peter Brötzmann en Nápoles en 2018.Marco Cantile (LightRocket via Getty Images)
Iker Seisdedos

El saxofonista de free jazz alemán Peter Brötzmann, leyenda de la improvisación y tótem de la contracultura europea, murió el pasado 22 de junio a los 82 años en su casa de Wuppertal. Falleció mientras dormía, según confirmaron dos de sus sellos: FMP, desde Berlín, y Trost, desde Viena.

Como tras uno de sus solos huracanados, la noticia reverberó durante el pasado fin de semana en las escenas musicales de ciudades como Chicago, Ámsterdam, Lisboa, Estocolmo, Cracovia o Londres, donde Brötzmann tejió nódulos creativos con artistas de varias generaciones. La onda expansiva de su desaparición fue tal, que los asistentes a un concierto de la banda del percusionista Hamid Drake guardaron el sábado por la noche en Washington un minuto de silencio en su memoria. Durante una trayectoria sin concesiones de seis décadas, siempre en la carretera, se dedicó a tender puentes entre Estados Unidos y Europa. Drake, que empezó a colaborar con él en 1987, lo definió como “un sumo intérprete del lenguaje de la sabiduría universal de la improvisación”.

Portada del disco 'Machine Gun' (1968).
Portada del disco 'Machine Gun' (1968).

Poseía un sonido poderoso, ancho y crudo, que podía resultar intimidante, como sabe quien se haya asomado a su temprana obra maestra, Machine Gun (1968), cuyos primeros compases optan al título de la apertura más agresiva de la historia del jazz. Como anunciaba su físico recio y ese aspecto de Nietzsche con botas de cowboy, lo suyo no era la delicadeza, pero también sabía extraer de su saxofón un sonido lírico, cuya cumbre llegó con el disco 14 Love Poems (1984). En lo personal, era un hombre serio y circunspecto, pero no hosco. Salpicaba sus ideas, nunca prestadas, de palabrotas en un inglés rocoso, aprendido lejos de la academia como una manera de asomarse al mundo desde las ruinas de la posguerra alemana.

Pertenecía a la generación que tuvo que aprender a convivir con la culpa nazi y que partió en los sesenta de las enseñanzas de los músicos de jazz estadounidenses para inventar un lenguaje nuevo, europeo, cuando aún parecía posible que el arte estuviera llamado a cambiar el mundo y las costumbres. No por casualidad, Brötzmann grabó al frente de un octeto Machine Gun en Dresde en mayo de 1968, y lo publicó con un diseño suyo en portada y en su propio sello, Brö. Fueron sus años más ortodoxamente marxistas. “Durante un breve tiempo fui miembro del Partido Comunista”, le dijo en Madrid a este periodista en 2009, “pero eché a correr muy rápido. No soy la mejor persona para aceptar reglas. ‘Tienes que hacer esto, creer en aquello’, no va conmigo”.

Sobre las implicaciones ideológicas de su arte, explicó en otra charla, celebrada en 2017 en Lisboa y nunca publicada: “Cualquier cosa que hagas en un escenario es una afirmación política. Ahí arriba no puedes ocultar nada, no hay escapatoria. Los estadounidenses pecan de entusiastas, de naives. Por más que admiro la música de [el saxofonista] Albert Ayler, no estoy de acuerdo, por desgracia, en que la música sea ‘la fuerza sanadora del universo’. Hacen falta otras cosas. Me temo que soy un europeo muy práctico, pegado a la realidad. La mejor crítica de mí mismo es que no soy un idealista”.

El tenteto de Brötzmann (en primer término), con, entre otros, Joe McPhee (izquierda) y Paal Nilssen-Love (derecha).
El tenteto de Brötzmann (en primer término), con, entre otros, Joe McPhee (izquierda) y Paal Nilssen-Love (derecha).

Brötzmann nació en Remscheid, en la región de Renania-Norte de Wesfalia, en plena II Guerra Mundial. Su padre, un inspector de hacienda, era un amante de la música clásica alemana, así que a él le costó su tiempo, como parte de un remordimiento heredado, reconciliarse con esa herencia, “especialmente con Wagner”, según confesó en aquel día de finales de julio en Lisboa. “Solo después empecé a apreciar la obertura de Tristán e Isolda como una de las piezas más bellas de la historia de la música”. El muchacho tuvo a jazzistas estadounidenses como Sydney Bechet o Coleman Hawkins como tempranos héroes. El rock, a diferencia de a otros compañeros de generación, que encontraron en él un vehículo para la rebeldía y formarían bandas como Can, Amon Düül o Faust, nunca le dijo gran cosa.

Solo le interesó el guitarrista Jimi Hendrix. “No debemos negarlo, pese a que hay quien prefiere hacerlo: el jazz es una música americana”, dijo Brötzmann en la conversación lisboeta. “Aunque no pretendo despreciar la contribución europea desde los 60 en la música improvisada; desde entonces ha sido la historia de un toma y daca. En cualquier cosa que yo haga, por muy alejada que esté de lo que normalmente se llama jazz, siempre puedes escuchar a [los pianistas] James P. Johnson y [Thelonious] Monk o [a los saxofonistas] Ben Webster o Chu Berry. Para mí el blues es la madre de todo. No me estoy refiriendo solo a [el uso de] los 12 compases, si no a que el blues es la esencia misma de la vida”.

Vocación artística

Su primera vocación, que nunca abandonó, fueron las artes plásticas, a cuyo estudio se dedicó en Wuppertal, ciudad que también vio nacer la compañía de danza de Pina Bausch, otra figura destacada de la vanguardia alemana. En uno de sus primeros trabajos creativos, asistió al legendario videocreador coreano Nam June Paik, con el que colaboró en 1963 con motivo de su primera exposición importante en Alemania. La revolución del movimiento de artistas conceptuales Fluxus, con los que Brötzmann compartía la fe en la iconoclastia, fue otra de sus influencias.

Su arte, y su inconfundible tipografía, casi siempre en mayúsculas, adornó la mayoría de sus discos, así como muchos de los del sello FMP, Free Music Production, discográfica clave de la historia del jazz, que contribuyó a poner en marcha en Berlín junto al productor Jost Gebers y el bajista Pete Kowald. Free Music Production. FMP. The Living Music, libro de reciente publicación, completa el relato pintado por una exposición del mismo nombre de la Haus Der Kunst de Munich, en 2017.

Peter Brötzmann, en la Selva Negra, en 1977.
Peter Brötzmann, en la Selva Negra, en 1977, durante la grabación del disco 'Schwarzwaldfahrt'.trost

Bajo la rúbrica de FMP publicó las primeras joyas de su inabarcable discografía: álbumes como Balls (1970), Nipples (1969) o el extraordinario Schwarzwaldfahrt (1977), una excursión, junto al percusionista holandés Han Bennink, a la Selva Negra, para improvisar durante una semana ante una grabadora portátil de la marca Nagra en comunión con el sonido del agua del lago, de los pájaros y del sobrevuelo de los aviones. “Fue una experiencia bella. Es un bosque privado, así que tuvimos que obtener permiso a través de una radio. Era a final del invierno; aún había nieve. Cada día volvíamos a la casa de huéspedes en mitad del campo en la que nos alojábamos nos esperaba la dueña, que cocinaba una trucha pescada del río. Fue sencillamente perfecto”, recordó Brötzmann.

En Ámsterdam, y en torno al colectivo Instant Composers Pool (ICP), de Bennink o Misha Mengelberg, encontró uno de sus hogares. También en Londres, al calor del sello Incus y de improvisadores como Derek Bailey o Evan Parker. Brotzmann explicaba que el cultivo de una escena paneuropea de jazz libre surgió de forma natural, como en una Unión Europea regida por los tratados de la guerrilla. Solo un puñado de aquellos jovenes airados, como el alemán Alexander Von Schlippenbach (85 años), el holandés Han Bennink (81) o Evan Parker (79), lo sobrevive.

Luego estrechó lazos con músicos estadounidenses como el trompetista Don Cherry (expatriado en Europa), el batería Andrew Cyrille, el saxofonista Steve Lacy o el pianista Cecil Taylor, un habitual en los festivales Total Music Meeting organizados por FMP entre 1969 y 1998 en la Akademie der Künste (Academia de las Artes) de Berlín.

La historia de su madurez puede contarse a través de algunas bandas estables que mantuvo desde los años ochenta, como Last Exit, con su contundencia cercana al metal, o Die Like a Dog, homenaje al héroe Ayler. Tocó junto a su hijo Caspar y en formato de dúo o de trío con músicos de todo el mundo. Uno de sus últimos y más refrescantes proyectos estables fue junto a la intérprete de pedal steel guitar Heather Leigh. Defendía que esas aventuras “debían durar tanto como tuvieran que durar”; es decir, siempre que siguieran “cambiando y planteando desafíos creativos”.

Superados sus problemas con el alcohol, vivió una nueva juventud al lado de una joven generación de músicos europeos y estadounidenses que lo acompañaron en una banda que el tiempo ya ha convertido en legendaria: el Peter Brötzmann Chicago Tentet. Financiada en parte con el dinero obtenido por el saxofonista Ken Vandermark de la prestigiosa beca MacArthur, dotada con 265.000 dólares, planteaba un desafío a las reglas logísticas y económicas del negocio cada vez que se echaba a la carretera. Sus conciertos eran experiencias tan inolvidables como difíciles de describir.

Ese era el modo de vida elegido por Brötzmann: un día aquí, otro allí, de un hotel modesto al siguiente. Fue fiel a ese credo hasta el final, incluso durante los años en los que cargó con una lesión en los pulmones causada por soplar tan fuerte por la boquilla del saxofón.

En marzo de este año publicó en sus redes sociales un texto titulado Hechos, escrito en mayúsculas (menos la b de su apellido), en el que asomaba la rabia y la urgencia ante la inminencia del final: “Sí, me averié volviendo a casa [de tocar] desde Varsovia y Londres y sí, emergencia, reaminación, cuidados intensivos y sí, abandoné el hospital hace 10 días, ahora trato de organizar mi vida y no, no tengo ni idea de a qué se parecerá el futuro y no, no podré tocar inmediatamente, tampoco viajar, ni subirme al escenario. No son buenas noticias, amigos, pero así es la cosa y sí, trataré por todos los medios de estar de nuevo en la forma y el fondo de siempre. Así que todo bien, no me quejo. Os deseo lo mejor. b”. Aquel mensaje resultó ser su despedida.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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