Un furioso huracán de jazz libre
Un documental, reediciones y novedades discográficas celebran la furia jazzística del saxofonista Peter Brötzmann, leyenda de la música improvisada
Resulta difícil dar con el adjetivo para describir el sonido al saxofón de la leyenda del free jazz europeo Peter Brötzmann (Wuppertal, Alemania, 1941). No es exactamente estridente, ni solo furioso. Tampoco bastan por sí mismos "rabioso", "colérico" ni "frenético". Es otra cosa; un grito urgente. Ancho y crudo. Un vendaval de imprevisibles consecuencias. Como una inesperada tormenta de verano.
Se defina como se quiera, resulta un sonido único, mantenido con insobornable obstinación desde aquellos primeros discos de finales de los 60 que incorporaban fotografías de Brötzmann, Fred Van Hove, Han Bennink y otros colaboradores habituales (algunos, mantenidos a lo largo de cinco décadas) en las que parecían una célula paneuropea de la Internacional Situacionista más que una banda de músicos de jazz. Algunos de los motivos del compromiso con la libre improvisación de este alemán de figura compacta y pinta de guardabosques de la Selva Negra se pueden encontrar en el recién editado documental Soldier of the Road, que el francés Bernard Josse ha consagrado a su figura.
"Siento el mismo cabreo y parecida rabia que al principio", reconocía en una entrevista reciente en Madrid con este diario Brötzmann, que en estos meses asiste a la reedición de varios de sus clásicos -desde su abrasivo Machine Gun (1968) a Balls (1970), Tschüs (1975) y Ein Halber Hund Kann Nicht Pinkeln (1977)- en el mítico sello alemán FMP (Free Music Production). Más que una compañía, fundada al filo del desencanto hippie por Brötzmann, el productor Jost Gebers y los músicos Alexander Von Schlippenbach y Peter Kowald, todo un estilo de vida cuyas reglas se recogieron recientemente en la monumental caja de 12 CD FMP in Retrospect, que mezclaba material inédito y clásicos del sello y sonaba a canto del cisne de una discográfica altivamente independiente.
"La diferencia es que ahora puedo controlar mi rabia, y eso se nota en mi forma de tocar", continuaba el saxofonista. "Soy capaz de llegar mucho más lejos que entonces, porque poseo la capacidad. Lo cual es bueno, y malo. Todas las noches, en todos los conciertos, tienes que ser capaz de inventarte algo nuevo. Si no, ¿para qué demonios dedicarse a esto? Mi principal enemigo, el principal enemigo de cualquier músico, es la rutina".
No parece que haya que temer porque esta le alcance. Recién cumplidos los 70, se comporta, por fortuna para sus fieles seguidores, como un activo guerrillero. Mantiene al mismo tiempo varios grupos (como el trío Full Blast, que publica Sketches & ballads) y lidera una de la bandas más interesantes de la escena de música improvisada: el Peter Brötzmann Chicago Tentet, que el saxofonista de Chicago le montó a finales de los 90 con parte de los 265.000 dólares que recibió al convertirse en uno de los pocos intérpretes de jazz distinguido con la prestigiosa beca McArthur al talento estadounidense.
En la banda, cuya razón de existir es la vida en la carretera (pese a que resulta carísimo montar una gira con diez músicos, por muy baratas que sean las habitaciones compartidas), conviven improvisadores de dos generaciones; la de Brötzmann y del superviviente Joe McPhee y los que rondan los cuarenta, como Vandermark, Paal Nilsen-Love o Mats Gustafsson. "Algunos son la mitad de jóvenes que yo, pero logran enseñarme cosas que desconozco, sobre cómo vivir, por ejemplo", explica Brötzmann. "Tratamos de salir de gira dos veces al año. No contamos con ningún tipo de apoyo institucional, de modo que es un milagro que estemos en la carretera. Si nunca fueron buenos tiempos para la música underground, estos son realmente ciegos. Y la puta globalización no ayuda. Cualquier cosa que se encuentre en el filo, queda a un lado. Yo no me puedo quejar, pero tengo que viajar por todo el mundo y para un hombre de mi edad es demasiado cansado. Todo suena genial en la teoría, un tour de dos semanas por Japón, por ejemplo, pero luego en la práctica todo es bastante peor".
Otra de las lógicas internas del tenteto es que la relación entre los músicos se mantiene viva más allá de la alineación original, en forma de pequeñas células que actúan con independencia. Como Sonore, trío formado por Brötzmann, Gustafsson y Vandermark, que acaba de editar Oto (Trost), directo grabado en el londinense Cafe Oto, epicentro de una escena transnacional de músicos estadounidenses, británicos, alemanes o nórdicos.
Contra a la ilusión de que tanto movimiento se debe a las relucientes costumbres de nuestro mundo globalizado, el documental Soldier of the Road opone material de archivo en el que se ve a un joven Brötzmann siempre en la carretera, en perpetuo ritual de ensayo y error con músicos de todas partes. "Siempre fue primordial para mí vivir en mitad de Europa, desde donde se puede viajar relativamente barato", explica el saxofonista.
La película, proyectada en el pasado festival barcelonés In-Edit, es una invitación a entrar en la vida y en las rutinas de Brötzmann en Wuppertal (lugar que también sirve de hogar a lo que queda de la vanguardista compañía de danza de la fallecida Pina Bausch). Se puede ver al músico tomar el característico tren colgante de la ciudad, cuidar de su frondoso jardín o pintar los cuadros de contundencia neo-expresionista y componer las gruesas tipografías con los que adorna desde los 60 las portadas de sus inconfundibles discos.
Porque Brötzmann, antes de ponerse soplar como el demonio, iba para artista. Nacido en plena Segunda Guerra Mundial, pasó la contienda en la actual Polonia, adonde fue enviado junto a su madre. A Wuppertal llegó para estudiar arte.
Tras coquetear con el movimiento Fluxus, se dejó engatusar por la música. "El jazz, desde pequeño", recordaba recientemente en Madrid, "siempre me sedujo por su libertad, que era algo que no hallaba en el blues de, por ejemplo, Howlin' Wolf. Lo bueno y verdaderamente libre estaba en el clarinete de Sidney Bechet. Luego tuve la suerte de entrar en contacto muy joven con eso que llamaban nuevo jazz Don Cherry, Steve Lacy (que siempre nos ayudó muchísimo), Carla Bley, Cecil Taylor... Eso era lo que queríamos, para mandar al carajo las reglas y el sistema y averiguar qué demonios había al otro lado".
Cuando Brötzmann irrumpió como un vendaval en la escena con el disco For Adolphe Sax (1967), "eran tiempos muy difíciles en Alemania", aclara el músico. "Nosotros aún creíamos que podíamos cambiar el mundo. Durante un breve tiempo fui miembro del Partido Comunista, pero eché a correr muy rápido. No soy la mejor persona para aceptar reglas. 'Tienes que hacer esto, creer en aquello', eso no va conmigo".
Por lo que se ve, más de cuarenta años después, sigue sin ir.
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