El ‘Anillo’ de Wagner acaba como empezó
Al igual que en entregas anteriores, lo mejor de ‘Ocaso de los dioses’ en el Teatro Real es la prestación de algunos cantantes y lo más desacertado, con mucho, la dirección musical
No hay más remedio que volver a rebobinar: por última vez. Hace ahora un año dejamos en el Teatro Real a Siegfried y Brünnhilde unidos en un extático dúo de amor después de que él, un héroe que no conoce el miedo, hubiera atravesado el muro de fuego que la protegía y rodeaba en lo alto de una roca. En el Prólogo de Ocaso de los dioses (mucho mejor sin artículo, como quiso explícitamente Wagner), los reencontramos en el mismo lugar, casi como un “Decíamos ayer”. Antes, sin embargo, porque así se lo pidió su infalible intuición dramática, el compositor alemán nos presenta a las tres nornas, hijas de Erda, tejiendo la cuerda dorada del conocimiento del mundo y leyendo en ella su pasado y su futuro, incluidas varias menciones al ya definitivamente ausente Wotan. Es la suya, por encima de todo, una reflexión sobre el tiempo y la única escena de El anillo del nibelungo que comprende toda la historia del ciclo, desde antes incluso del robo del oro hasta la destrucción del Valhalla. Como compendio de lo que aquí se dilucida, únicamente se le acerca el gran monólogo de Wotan del segundo acto de Die Walküre, aunque no puede compararse la detallada profecía del “fin de los dioses eternos” (casi una contradictio in terminis) que canta la Tercera Norna con la vaga premonición del dios de dioses.
Ocaso de los dioses
Cuando las nornas tensan demasiado la cuerda a fin de saber qué va a suceder, y cuándo (de nuevo el tiempo), sus hilos se parten, lo que quiebra definitivamente su conocimiento primigenio a la par que presagia el inminente final de los dioses, aunque no solo de ellos: cuando concluye la tetralogía, más de dos tercios de los personajes que han ido apareciendo a lo largo del prólogo y las tres jornadas de El anillo del nibelungo están muertos, bien abatidos violentamente por las armas (como Siegfried y Gunther en esta última entrega, ambos a manos de Hagen) o consumidos por el fuego. Entre quienes sobreviven, son mayoría los personajes, fieles a sí mismos, que representan el orden natural, justamente aquel que dioses y humanos habían intentado subvertir.
Es aquí donde debe buscarse la premisa central de la puesta en escena de Robert Carsen: ya al comienzo de la tetralogía vimos —y hemos vuelto a contemplar ahora en su escena con Siegfried— a unas Hijas del Rin nada resplandecientes, sino mugrientas y desharrapadas en medio de la inmundicia y la cochambre producidas por los insensibles seres humanos del Antropoceno. Es ese hipotético final de la naturaleza, destruida por nosotros mismos, el que asoma sus fauces en varios momentos de la propuesta del canadiense. No queda otra, asimismo, que recordar que su producción se estrenó en la Ópera de Colonia en el año 2000 para representarse en un solo fin de semana, a razón de dos dramas por día. Sendos grandes mapas de la ciudad aparecen colgados en las paredes del fondo del salón de los gibichungos, presidido por una bandera (luego los soldados blandirán muchas más) cuyos colores rojo y blanco remiten también de manera inequívoca a Colonia, una ciudad inconcebible precisamente sin el Rin, que discurre majestuoso junto a su catedral y no lejos de su teatro de ópera en la Offenbachplatz. Una de estas banderas, la que ondeaba en la lanza con que Hagen traspasa su espalda, será también a la postre la que sirva para cubrir el cadáver de Siegfried.
Semejante compresión temporal (ofrecer en poco más de treinta horas cuatro obras que requieren dilatarse durante casi la mitad de ese tiempo) sirve para explicar en buena medida su fisonomía, pero los brevísimos lapsos de tiempo que separaron entonces –y en sus sucesivas reposiciones– el final de una representación y el comienzo de la siguiente se han convertido en el caso del Teatro Real, desde aquel Oro del Rin estrenado en enero de 2019, en larguísimas esperas de casi doce meses cada una. Y la memoria, por supuesto, no funciona igual a corto que a largo plazo, por lo que no parece descabellado pensar que muchos espectadores, en el supuesto de que sean los mismos, se perderán inevitablemente algunas de las múltiples conexiones que establece Carsen entre las cuatro obras, con elementos comunes y solo levemente transformados dentro de una escenografía esencial y en gran medida compartida.
Ahora vemos en el prólogo de Ocaso de los dioses, por ejemplo, casi como un vestigio del pasado, la bicicleta en que se trasladaba el inquieto, cambiante y escurridizo Loge en El oro del Rin, del mismo modo que la escalera por la que descendieron Wotan y el dios del fuego hasta el Nibelheim en aquella víspera de la primera jornada es la misma por la que bajan Gunther y sus soldados en el tercer acto de la última entrega de la tetralogía. El fuego que consume el Valhalla es también idéntico al que vimos al final de Die Walküre y Siegfried, solo que aquí se apaga bajo un sorprendente deus ex machina ideado por Carsen, hay que pensar que mucho más optimista y esperanzado que el Re bemol mayor conclusivo de Wagner: una lluvia regeneradora que permite aparentemente sobrevivir a Brünnhilde y que podría entenderse casi como un anticipo simbólico de ese otro modelo de redención que pondría fin a Parsifal pocos años después.
Sin embargo, el esquematismo de Carsen alcanza un nivel quizás excesivo al final del tercer acto, cuando buena parte de la marcha fúnebre de Siegfried (una música más estremecedora aún, si cabe, cuando se acompaña de un poderoso correlato escénico) suena con el telón bajado, casi como una pieza de concierto, al igual que sucederá poco después con la inmolación final de Brünnhilde, cantada en solitario por la valquiria en el proscenio y carente de toda referencia o apoyo visual hasta que se revela el fuego. Es comprensible que no haya noticias de Grane, su caballo, pero cuesta más entender que se nos prive de la visión de las dos grandes fuerzas contrapuestas: las hijas del Rin, por un lado, y Hagen, por otro, cuya exclamación final (“¡Apartaos del anillo!”) apenas se escucha, aunque sí se lee con claridad en los sobretítulos, tan desacertados, pobremente traducidos e influidos por el inglés como de costumbre: transformar, en una ópera de Wagner, los “Himmlische Lenker” que invoca Brünnhilde en el segundo acto en “líderes celestiales” se las trae. ¿Y por qué traducir “nibelungos” y referirse, en cambio, a “el Wälsung”?
La puesta en escena de Carsen —concisa y eficaz— sirvió bien a la finalidad que la vio nacer, pero se queda alicorta cuando se presenta en cuatro temporadas diferentes como se ha hecho en Madrid. Echando la vista atrás, deja en la memoria pocas huellas indelebles (Fafner encarnado en una enorme excavadora en Siegfried es una de ellas) y, lo que es peor, ideológicas. Pero las carencias de la parte musical son muchísimo más graves y profundas, lo que acentúa la magnitud de sus consecuencias. Pablo Heras-Casado se ha enfrentado a su primer Anillo y, concluida la gesta, no puede decirse que haya mostrado en ningún momento una gran afinidad con el lenguaje wagneriano. Las fallas se han hecho especialmente lacerantes en esta tercera jornada: la más larga, la más difícil de dirigir, la más compleja. Ya desde la escena de las nornas se perciben sus principales deficiencias: la falta de densidad del sonido, más propio con demasiada frecuencia de una primera lectura, una toma de contacto, que de una verdadera interpretación; los ataques casi siempre romos en vez de incisivos, secos, hirientes casi, muy necesarios en una música tan lóbrega y violenta como la de Ocaso de los dioses; la pobre planificación y contraste entre dinámicas, ya perceptible desde el comienzo mismo del preludio, con las tres declaraciones orquestales, y que llega a su (anti)clímax en la marcha fúnebre de Siegfried y en la aparición postrera del tema de la redención por el amor, que sonó sin grandeza ni intensidad; la ausencia de tensiones prolongadas, mantenidas y no quebradas a cada poco, como la cuerda de las nornas, efecto probablemente de una dirección en exceso cortoplacista, más atenta al pequeño trazo que al diseño largo, a concertar o marcar entradas que a dirigir y conducir. Como bien señala, ya desde su título, Chris Walton en su magnífico artículo del programa de mano que se reparte en el Teatro Real, en Ocaso de los dioses todo es “largo, largo”, y eso no puede gestionarse con miopía y los ojos clavados en la partitura, sino con sabiduría y una gran amplitud de miras.
No se puede ser muy crítico con el empaste orquestal, o incluso con la simultaneidad de algunos ataques (el primer acorde ya sonó escalonado), porque, para evitar el apiñamiento de los músicos, trombones, trompetas y tuba están situados en cuatro palcos de platea, demasiado alejados del foso y en un nivel superior (las arpas y la pequeña percusión, en los palcos de enfrente, tienen un protagonismo mucho menor, aunque sobre todo los platillos suenan ahí absolutamente desubicados). Aun así, también aquí hay que intentar diferenciar entre ejecución e interpretación. La primera tiene momentos brillantes, porque la Orquesta Titular del Teatro Real, aunque estará afectada por las bajas y las sustituciones de última hora como cualquier colectivo en estos días, es una formación de una extraordinaria calidad. En Wagner, los ensayos no resultan nunca suficientes, a pesar de lo cual todas las secciones dan lo mejor de sí, con momentos brillantes protagonizados tanto por la cuerda (que sigue obligada a tocar con mascarillas) como por la madera y el metal (segurísima de nuevo, la trompa de Siegfried fuera de escena, aunque su sección se mostró mucho más desigual y hubo varios borrones de afinación). Heras-Casado la maneja algo mejor en la parte central del segundo acto, cuando asoman resabios de la grand opéra, irrumpe el coro por primera vez en la tetralogía, y la música, más formalista y previsible, y mucho menos negruzca, se paganiza al desplazarse del mundo mitológico al de seres banales como nosotros: Gunther y Gutrune son, de hecho, los primeros personajes plenamente humanos del Anillo. Y la doble boda en la corte gibichunga también porta ecos del mundo más convencional de la ópera italiana.
En Wagner, la orquesta no es ni debe ser jamás mero acompañamiento de las voces: es un ente con vida propia, que narra, explica e indaga tanto o más que los cantantes, además de prodigar incansablemente referencias al pasado. Nunca puede adoptar, como se ha escuchado en Madrid, la apariencia de un elemento accesorio, un aderezo, sonidos sin rumbo ni sentido, sino que debe erigirse en pura sustancia dramática imbricada con la escena. Son demasiados, por desgracia, los momentos en que cantantes y orquesta parecen avanzar en paralelo: suenan juntos, pero no unidos; cercanos, pero no contiguos, piel con piel. Los cantantes solventan como pueden sus papeletas en escena y la orquesta hace lo propio desde el foso (con un extrañísimo divorcio, repetido no pocas veces, entre los gestos del director y los sonidos que produce realmente la orquesta), pero sin comunión real entre aquellos y esta.
Heras-Casado vuelve a beneficiarse de contar con cantantes muchísimo más curtidos en Wagner que él, lo que le soluciona no pocos problemas. Andreas Schager, quizás algo menos implicado y dominador que en Siegfried, ofrece una actuación de menos a más, muy cerca del ideal únicamente en el tercer acto, en la escena con las nornas y, sobre todo, en la enésima narración de hechos ya pasados del Anillo que expone en la cacería y, ya mortalmente herido, en sus últimas frases ante mortem. El austriaco compone un héroe ingenuo, irreflexivo, fácil de engañar por unos y otros: se ha criado en el bosque y desconoce los intríngulis de la naturaleza humana. Desprovisto de memoria tras beber la poción, su brutalidad se acentúa y Schager transmite muy bien su carácter simplón. En la escena al final del primer acto en que toma la apariencia de Gunther, es a este a quien vemos, mudo, después de traspasar el fuego mientras que escuchamos realmente a Schager, levemente amplificado y ubicado —o eso parece— en un lateral del escenario. La idea es una estupenda ocurrencia de Carsen que nos ayuda a meternos mucho mejor en la piel de Brünnhilde y a participar de su conmoción y su desconcierto.
Dos papeles menores son servidos admirablemente por sus cantantes. La Gutrune de Amanda Majeski (con porte y maneras de actriz del viejo Hollywood) está siempre en su sitio, vocal y escénicamente. Entiende el papel, nada lucido, lo hace creíble y canta Wagner con excelente criterio, ya desde el prólogo, pues es también ella quien interpreta el personaje de la Tercera Norna, la más elocuente de las tres hermanas. Michaela Schuster es una magnífica Waltraute en su escena con Brünnhilde del final del primer acto. La voz acusa ya un exceso de vibrato y falta de brillo, pero, de nuevo, se percibe que estamos ante una wagneriana de raza, poderosa presencia escénica y sólidos fundamentos.
Del resto del reparto, destaca otra presencia casi efímera, la de Martin Winkler como el artero Alberich al comienzo del segundo acto en su aparición fantasmal durante el sueño de su hijo. La impresión que deja ahora es tan buena como la que causó en Siegfried, cuando la partitura le permitió ser uno de los principales puntales de la representación. Dos personajes capitales de la obra, Hagen y Brünnhilde, no están traducidos, sin embargo, con la plenitud de medios que requieren dos papeles plagados de exigencias. Stephen Milling, tendente al hieratismo, no acaba de amedrentar en ningún momento como el cruel y monstruoso Hagen. Solo en muy contados momentos, su voz, con agudos tirantes y graves desvaídos, tiene la oscuridad necesaria y queda tapado con demasiada frecuencia por debajo de la orquesta. Bien pertrechado de oficio y larga experiencia, estuvo reservando fuerzas desde que aparece en escena y solo soltó amarras en sus pasajes en solitario o en la escena con su padre, muy bien dirigida e iluminada por Carsen. Ricarda Merbeth, por su parte, derrocha arrojo, pero su voz, muy castigada, con un vibrato permanente y agudos abiertos y destemplados, no tiene ni la fuerza ni la resistencia para transmitir todas las numerosas facetas de Brünnhilde: su éxtasis amoroso en el prólogo, su furia al llegar a la corte de los gibichungos, la rebelión ante su hermana, su afán vengador —unida a sus propios rivales— al final del segundo acto, su dolor y su inmensa autoridad al ordenar qué hacer con el cadáver de Siegfried, su inmolación final (recordemos: a telón bajado, sola ante el peligro y desgajada de todo y de todos). Para traducir todo ello se requieren condiciones sobrehumanas. Merbeth sí sabe cómo cantar el personaje y lo conoce muy bien, pero sus medios actuales le hacen quedarse a medio camino: llega al final exhausta y con todas las reservas encendidas.
El Gunther de Lauri Vasar es tristemente irrelevante, situándose en una incómoda tierra de nadie. No acaba de ser ni lírico ni trágico, ni bueno ni malo, ni torpe ni astuto, aplastado por la figura de Hagen y sin lograr encontrar su sitio en el escenario, como sí sabe hacer Gutrune. La voz se ahueca según va ascendiendo y un fraseo entrecortado tampoco le ayuda. Tanto la escena de las tres nornas como la de las tres hijas del Rin sí están muy bien cantadas y resueltas (con el único lastre de una prestación orquestal conceptualmente muy deficiente), a pesar de dos cambios de último minuto que afectó a ambos tríos, provocados por la repentina caída del cartel de Claudia Huckle, que cantaba un doble papel. El coro cumple con brillantez en su importante cometido del segundo acto, que es, en conjunto, el que menos aristas muestra de la representación, tanto en la parte musical como, sobre todo, en la escénica.
Como cabía prever, en un espectáculo tan exigente y que acabó al filo de la medianoche, cinco horas y media después de iniciado, antes del tercer acto se vaciaron muchas butacas. ¿No habría que ponérselo más fácil a los espectadores y adelantar las funciones para que terminen a una hora más razonable? Los horarios laborales no parecen una excusa creíble, porque resultan afectados no solo los de la tarde de la representación, sino los de la mañana siguiente. Un esfuerzo tan descomunal por parte de todos merece ser disfrutado sin cortapisas, sin tener que llegar a casa de madrugada, sin que la gente esté mirando nerviosamente el reloj o abandonando el teatro a la carrera en busca de un taxi. Llegados al final, y a modo de recapitulación, hay que constatar que, aun en medio de las máximas dificultades, sobre todo en las dos últimas entregas, con casi todo en su contra, el Real ha logrado culminar su Anillo, lo que constituye siempre una proeza para cualquier teatro. Quedan en el cuaderno de las tareas pendientes otras asignaturas más ambiciosas si cabe: presentar algún día una (co)producción propia o hacerlo en una misma temporada y no en cuatro años sucesivos.
Wagner pone a todos a prueba: es una trituradora de voces, lleva las exigencias instrumentales al extremo, requiere que los depósitos de fuerza física y mental estén llenos hasta el borde, exige paciencia por parte de todos. Pero, tras el último acorde de Ocaso de los dioses, que había iniciado su largo recorrido en Mi bemol menor, el mayor deseo de muchos será, sin duda, cambiar de modo y escuchar a renglón seguido esos Mis bemoles cavernosos con los que arranca El oro del Rin: vuelta a empezar. “In my beginning is my end”, y también viceversa, como postuló T. S. Eliot al principio, y al final, de East Coker, el segundo de sus Four Quartets. También él cayó presa del veneno de Wagner: bebida la poción, como la que borra la memoria de Siegfried, ya no hay marcha atrás.
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