El interminable reguero de mentiras de la Fox
Películas, series y libros pueden ayudar a entender el escándalo que rodea a la cadena ultraconservadora
Más que ninguna otra institución, el Tribunal Supremo ha moldeado la vida social, política y civil de los estadounidenses. Se ha pronunciado sobre la pena de muerte —primero en contra y luego a favor— o sobre el aborto —primero a favor y luego en contra—. Sin embargo, hay un campo en el que sus sentencias han ido siempre en el mismo sentido: la libertad de prensa, gracias a la Primera Enmienda que decreta que “el Congreso no podrá hacer ninguna ley (…) limitando la libertad de expresión ni de prensa”. Incluso paneles de jueces muy conservadores se han visto obligados a mostrarse tolerantes en ese terreno.
El fallecido periodista de The New York Times Anthony Lewis, que cubrió el Supremo durante décadas, escribió en su ensayo Freedom —una historia de la Primera Enmienda, un texto legal promulgado en 1791— que “el compromiso de Estados Unidos con la libertad de expresión es muy interesante porque emerge de una sociedad especialmente represiva”, la Inglaterra de la Reforma y la Europa que posteriormente se movilizó contra los efectos de la Revolución Francesa.
La Primera Enmienda explica algunas sentencias que se mantienen como monumentos jurídicos a favor de la libertad de expresión. El caso Hustler Magazine v. Falwell (1988) —muy bien relatado en la película El escándalo de Larry Flynt, de Milos Forman— es uno de esos referentes: el magnate de la pornografía fue exonerado de insultar y burlarse del reverendo Falwell: había publicado una caricatura en la que tenía sexo con su madre borracho en una letrina. En la película resulta especialmente emotivo el discurso de su abogado, interpretado por Edward Norton, ante los magistrados: “No estoy tratando de sugerir que debería gustarles lo que hace Larry Flynt. A mí no me gusta, pero lo que sí quiero es vivir en un país donde somos nosotros, ustedes y yo, los que podemos tomar la decisión”.
Pero existe otra sentencia, todavía más interesante, que marcó la reciente demanda de Dominion contra la cadena ultraconservadora Fox, a la que acusaba de mentir deliberadamente al responsabilizar a esta empresa (sin pruebas y contra toda evidencia) de haber manipulado el resultado electoral. Se trata de The New York Times v. L.B. Sullivan (1964). Sullivan, un comisario de policía de Montgomery, denunció al diario por un anuncio que tenía como objetivo la recogida de fondos para la defensa de Martin Luther King (que fue pastor en la capital de Alabama entre 1954 y 1960). El texto contenía algunas inexactitudes: afirmaba, por ejemplo, que King fue detenido siete veces, cuando en realidad lo fue cuatro. El ambiente contra el periódico en el Viejo Sur era tan hostil que, durante el juicio, su abogado tuvo que esconderse en un motel a 40 kilómetros de Montgomery porque corría el riesgo de ser linchado, según cuenta Lewis.
Sin embargo, el Supremo acabó dando la razón a The New York Times. Los jueces sostuvieron que los periodistas tienen derecho a equivocarse y que hacer un periódico sin errores sería imposible. Su descripción del oficio recuerda a aquella vieja definición que trazó David Randall en El periodista universal: “Todos los diarios deberían publicar una nota aclaratoria en todas sus ediciones que debería decir: ‘Este diario, y los centenares de miles de palabras que contiene, han sido producidos en aproximadamente 15 horas por un grupo de seres humanos falibles, que desde mesas de trabajo atestadas de cosas tratan de averiguar qué ha ocurrido en el mundo recurriendo a personas que a veces son remisas a contárselo y otras decididamente contrarias a hacerlo”.
La sentencia dice que para que se produzca difamación tiene que haber mala fe (actual malice) y que la carga de la prueba debe recaer en la persona supuestamente difamada. “Una ley que obligara a que la crítica de conductas de los funcionarios garantizara la verdad de todas las afirmaciones respecto de hechos conduce a algo parecido a la autocensura” sostiene la sentencia, que defiende que “la libertad de expresión permite respirar al resto de las libertades”.
Todas las esperanzas de la Fox en su litigio con Dominion se basaban en esta sentencia; aunque al final llegaron a un acuerdo por el que pagaron 787 millones de dólares a la compañía, convencidos de que lo tenían muy difícil porque decenas de correos internos demostraban que los presentadores y ejecutivos de la cadena eran conscientes de sus mentiras y de que Donald Trump había perdido las elecciones. La documentación dejaba muy claro que hubo mala fe y mentiras deliberadas marca de la casa.
Apoyándose en las sentencias del Supremo, que representan un faro para la libertad de expresión en todo el mundo, la cadena Fox pudo crecer y multiplicarse gracias a una tolerancia que negaba para los demás. Una película —El escándalo— y una serie —La voz más alta— mostraban el ambiente tóxico que se vivía en la cadena, dominada por su fundador, Roger Ailes, que acabó siendo despedido por abusos sexuales, al igual que el presentador estrella Bill O’Reilly.
Pero también mostraban el enorme poder que alcanzó en los sectores conservadores de EE UU. Y su absoluto desprecio por la verdad: el objetivo de Ailes no era contar lo que pasaba, sino lo que sus espectadores querían escuchar. Socavó unas de las instituciones sobre las que se asienta una sociedad democrática: el acuerdo sobre los hechos, el desacuerdo sobre las políticas. Las mentiras que numerosos medios de comunicación y políticos españoles difundieron sobre, por ejemplo, los autores de los atentados del 11-M son pura escuela Fox. Su herencia es un interminable rastro de mentiras que llega hasta nosotros. Y nada indica que, una vez firmado el cheque correspondiente —recuerda al discurso de Pepe Isbert en Bienvenido mister Marshall: “Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación y esa explicación que os debo os la voy a pagar”—, no vaya a seguir por el mismo camino.
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