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La revolución conservadora del Supremo de Estados Unidos está lista para su segundo asalto

El alto tribunal amenaza con eliminar la discriminación positiva en el acceso a las universidades o alterar las reglas electorales a tiempo para la cita de 2024. Esto último, según un experto, “tiene el potencial de socavar la democracia”

Tribunal Supremo Estados Unidos
Una manifestante en favor del aborto protesta ante la sede del Tribunal Supremo en Washington, el pasado 4 de julio, Día de la Independencia.Nathan Howard (AFP)
Iker Seisdedos

Una valla de dos metros y medio rodea el imponente edificio del Tribunal Supremo en Washington. Está allí desde mayo pasado, cuando se filtró el borrador de la sentencia que hace dos semanas derogó el derecho federal al aborto, y es tentador contemplarla como el símbolo del abismo que separa a sus nueve jueces de la sociedad cuyo destino tienen en sus manos: solo una cuarta parte de los estadounidenses confía en ellos, un mínimo histórico, según la encuestadora Gallup.

La institución lleva cerrada al público desde el inicio de la pandemia, dejaron sin previo aviso de leer el resumen de las sentencias y las opiniones minoritarias (que difunden en un áspero PDF), y no hay planes de que nada de todo eso vuelva. Así, parapetados en su fortaleza, han tomado decisiones de duraderas consecuencias en asuntos como el aborto, la lucha contra el cambio climático, el acceso a las armas o la separación Iglesia-Estado, que parecen atender al diseño de la revolución conservadora de la mayoría de seis jueces. Una mayoría que ya está lista para su segundo asalto.

La lista de los casos que el Supremo estudiará durante el próximo curso, que se abre en octubre, incluye la revisión de una polémica teoría legal que propugna dar más poder a los 50 parlamentos estatales para decidir por su cuenta las reglas de las elecciones federales; el derecho de una mujer de Colorado a no diseñar, amparada en la Primera Enmienda, una web para conmemorar el matrimonio de una pareja gay o la constitucionalidad de las normas de discriminación positiva que privilegian a las minorías en los procesos de admisión a las universidades. En concreto, dos: una privada (Harvard) y otra pública (la de Carolina del Norte), acusadas de discriminar a los asiático-estadounidenses con mejores notas para facilitar el acceso a otras minorías, como los negros o los latinos. Cuatro décadas de precedentes avalan la llamada “acción afirmativa”, que alienta a colegios y universidades a considerar la raza en sus programas de admisión para promover la diversidad en las aulas.

“La decisión de considerar estos casos tan importantes ya indica que la mayoría [de seis contra tres liberales, la más amplia desde los años treinta] está dispuesta a continuar convirtiendo su agenda conservadora en ley”, advierte el profesor de Derecho y Ciencia Política de la Universidad de Massachusetts Amherst Paul Collins, autor de varios libros sobre el Supremo. Para que un caso acabe ante los nueve magistrados basta con que cuatro de ellos estén de acuerdo en estudiarlo. “El próximo año por estas fechas [época en la que termina el curso en el alto tribunal] es muy probable”, añade Collins, “que estemos hablando de decisiones que pongan fin a la acción afirmativa, que destruyan la Ley de Derechos Electorales o que den un poder excesivo a las legislaturas estatales”. En su mayoría, esas instancias están controladas por el Partido Republicano.

Una de ellas es la de Carolina del Norte, que está en el centro del caso cuya aceptación más revuelo ha levantado, Moore contra Harper. Todo empezó con el dibujo de un mapa electoral por parte de una de esas mayorías republicanas, un diseño que tumbó el Tribunal Supremo de su Estado por anticonstitucional y por excesivamente partidista (fue, según el juez, un caso flagrante de lo que en la jerga política local se conoce como gerrymandering, que implica retorcer la cartografía para el aprovechamiento de uno de los dos bandos).

Protesta a las puertas del Supremo el mismo día en el que se dio a conocer la sentencia del aborto, con muñecos de cartón que representa a (desde la izquierda) los jueces John Roberts, Amy Coney Barrett, Clarence Thomas y Samuel Alito.
Protesta a las puertas del Supremo el mismo día en el que se dio a conocer la sentencia del aborto, con muñecos de cartón que representa a (desde la izquierda) los jueces John Roberts, Amy Coney Barrett, Clarence Thomas y Samuel Alito. STEFANI REYNOLDS (AFP)

Los legisladores han recurrido esa decisión amparados en una lectura de la Constitución estadounidense conocida como “doctrina de la legislatura independiente”. Surgida a principios de siglo, cuando el presidente del Supremo de entonces William Rehnquist la alumbró en una opinión concurrente de Bush contra Gore, sentencia que dio la razón y la presidencia a George Bush hijo tras un polémico recuento electoral en Florida, defiende que solo los 50 parlamentos estatales y el Congreso en Washington tienen potestad para decidir las reglas de las elecciones federales (las presidenciales y de las que salen la composición del Senado y la Cámara de Representantes). Y eso incluye, según las organizaciones independientes dedicadas a vigilar la salud democrática del país, una amplia autoridad para manipular los mapas electorales o para aprobar normas que cercenen los derechos de las minorías al decidir su papeleta (minorías que acostumbran a votar demócrata).

El asunto está en cómo se interpretan dos palabras, “legislaturas estatales”, incluidas en la llamada “cláusula electoral” de la Constitución. Se venían considerando sinónimas del grupo de funcionarios que intervienen en el proceso legislativo: desde el gobernador hasta el secretario de Estado, los inspectores electorales o los tribunales. “Si prospera la doctrina de la legislatura independiente, nada ni nadie más que los legisladores tendrán voz en el diseño de esos mapas. Es una teoría completamente infundada que amenazaría con empujar a las elecciones estadounidenses hacia el caos”, sentencia Ethan Herenstein, de la organización independiente Brennan Center for Justice. “Es inconsistente con las propias opiniones del Supremo sobre el asunto desde hace 100 años y no tiene ningún sentido. Por eso es crucial que no prospere”.

“Moore contra Harper tiene el potencial de socavar la democracia estadounidense”, abunda Collins. “Llevada al extremo, podría empujar a las legislaturas estatales a involucrarse en manipulaciones electorales ridículamente partidistas y a aprobar leyes que impidan el voto de ciertos grupos en un esfuerzo por mantener a los suyos en el poder”. El profesor de Derecho Constitucional de la NYU (Universidad de Nueva York) Richard H. Pildes considera, por su parte, que si el Supremo reconoce la doctrina, que descansaba hasta ahora en los márgenes de la academia, los efectos “se dejarán sentir definitivamente en las elecciones [presidenciales] de 2024″. “Está por ver también si le dan un alcance más amplio o más estrecho”, añade. “Pero no implicará, en ningún caso, que puedan ignorarse los resultados del voto popular”.

La doctrina ha disfrutado de dos intentos de reanimación anteriores a este. En 2015, se recurrió a ella para tratar de desmantelar la redistribución de distritos en Arizona (y el Supremo la rechazó). Poco después de las elecciones de 2020, el aún presidente Donald Trump y sus aliados la volvieron a desempolvar como parte de su esfuerzo, basado en teorías falsas, para anular los resultados que le dieron como perdedor ante Joe Biden. El alto tribunal se negó de nuevo a adoptar la teoría, pero tres de sus jueces, Clarence Thomas, Samuel Alito y Neil Gorsuch, los tres aún en activo, la respaldaron. La composición ha cambiado desde entonces con la entrada, en sustitución de la liberal Ruth Bader Ginsburg, de la conservadora Amy Coney Barrett, el tercer togado que logró introducir (a la carrera) Trump en los cuatro años que estuvo en el poder, y de Ketanji Brown Jackson, que ocupa el sitio de Stephen Breyer, jubilado este año (ambos son liberales).

Herenstein advierte de que esas tres opiniones favorables a la polémica doctrina se emitieron en un procedimiento de emergencia (se conoce como shadow dockets a las medidas que adopta el tribunal sin que haya una exposición oral de sus argumentos): “Será mucho más difícil para cualquier juez que simpatice con esa teoría defenderla en una opinión exhaustiva tras escuchar el caso y tras meses de escrutinio público en la prensa y en las redes sociales”, aclara. “Desde que los magistrados conservadores comenzaron a promocionarla hace un par de años, ha habido una avalancha de erudición académica que la desacredita”.

Aunque con este Supremo nunca se sabe. En otro de los casos pendientes, Merrill contra Milligan, en el que está en juego la Ley del Derecho al Voto de 1965, ya dieron indicaciones en febrero de su simpatía hacia unos funcionarios estatales de Alabama acusados de diluir la representación de la población afroamericana al redibujar los distritos electorales (algo que en Estados Unidos se hace cada 10 años y que la pandemia obligó a retrasar en 2020). En febrero pasado decidieron no tomar ninguna medida y aplazar la lectura del caso a otoño, lo que implica que, en las elecciones legislativas del próximo noviembre, Alabama votará de acuerdo con esos mapas cuestionados.

De momento, los nueve jueces tomaron la semana pasada vacaciones (durante las que acostumbran a desaparecer del foco mediático) con otro asunto pendiente: dar la bienvenida a Jackson. Según la tradición del tribunal, corresponde al miembro más joven, en este caso, Barrett, organizarle una fiesta a la recién llegada. En el anecdotario del Supremo abundan las historias de camaradería entre magistrados de ideas irreconciliables, pero al término del curso más polémico que se recuerda (y que ha incluido la filtración del borrador de la sentencia del aborto, una quiebra en la confianza inédita en sus 232 años de historia) ni siquiera esa tregua para festejar la última incorporación está garantizada.

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Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

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