Cine doméstico contra el olvido: al rescate de la vida filmada antes del Holocausto
La joya ‘Tres minutos: una exploración’ se suma a otros hallazgos de películas caseras de familias judías que buscan recuperar la memoria del mundo que aniquiló el nazismo
Los niños ríen, corren y saltan delante de la cámara. La calle y la plaza se llenan de curiosos. Hay un colmado con una mujer en la puerta y los ancianos, en el umbral de sus casas, observan disimuladamente el invento mientras algunos hombres y mujeres se suman a la algarabía infantil. Una familia sale de un restaurante, y en su escalera una niña se detiene interrumpiendo el paso mientras mira fijamente al objetivo. Son algunas de las imágenes de dos rollos de 16 milímetros, uno en blanco y negro y otro a color, del barrio judío de Nasielka, a 50 kilómetros de Varsovia, un lugar que apenas un año después había sido liquidado por los nazis. Sus 3.000 habitantes, deportados en diciembre de 1939 a guetos de diferentes localidades polacas, acabaron en el campo de exterminio de Treblinka. Apenas sobrevivieron 80 vecinos.
Estas breves escenas previas al Holocausto las encontró en 2009 Glenn Kurtz, el nieto de su autor, David Kurtz, en una vieja lata de pasta dentífrica. Su abuelo, un judío polaco que hizo fortuna en Estados Unidos, había vuelto en 1938 de vacaciones a su pueblo natal con su coche y su cámara amateur al hombro. La familia poseía una copia en DVD, pero el negativo era ya prácticamente inservible, una masa solidificada que Kurtz envió al Museo del Holocausto de Estados Unidos, situado en Washington, donde su equipo de restauración y conservación lo salvó y digitalizó. Lo que vino después es una emocionante historia de investigación y arqueología fílmica que inspiró un libro del nieto de Kurtz, y ahora una película, Tres minutos: una exploración, de la holandesa Bianca Stigter, que indaga de forma minuciosa en ese archivo para revelar quiénes eran esas personas a las que, como dice Steiger en conversación telefónica, uno solo quiere gritar, “¡Salid, salid de ahí corriendo!”.
Estrenada en España por Filmin, Tres minutos: una exploración se inscribe dentro de un proyecto de recuperación de películas domésticas impulsado por un centro que este mismo mes ha hecho público un nuevo hallazgo. Se trata de otra película escondida en un sótano. Aún en proceso de restauración, permite recordar el viaje, también rodado en 16 milímetros, de otro emigrante a Estados Unidos. Harry Roher regresó a su casa en Mykolaiv, una localidad cercana a Lviv, entonces Polonia, hoy Ucrania, con un coche, un puro y su cámara de aficionado. Se conservan 23 minutos en blanco y negro por el que desfilan familias enteras. Son granjeros y comerciantes, hombres con sombrero, traje y corbata; niñas con largas trenzas, lazos y vestidos blancos y ancianas con pañuelos de flores. Se acercan a saludar a la cámara, nerviosos y joviales. Es imposible observar estas imágenes sin estar condicionados por lo que sabemos, una barbarie fuera de campo que impregna cada plano. El destino de la mayoría de estas personas estaba cerca de allí, en el campo de exterminio de Belzec, construido a cien kilómetros del pueblo.
Leslie Swift, responsable del departamento de audiovisual del Museo del Holocausto, explica las razones que han llevado al centro a volcarse en la búsqueda urgente de películas caseras: “Las películas amateur son esenciales para completar el cuadro histórico y por fin se reclaman como fuentes de primera. Su relato no está dentro de la narrativa oficial ni de la propaganda. No pertenecen al discurso dominante, son relatos individuales y su estudio e identificación es muy importante porque humanizan la narrativa”. Swift explica que el efecto llamada ha sido clave, y que la película de Roher nunca hubiese llegado al museo sin la película de Kurtz. “La mayoría de nuestros fondos viene de Israel y Estados Unidos, pero estamos muy interesados en encontrar películas como estas en América Latina, ese es ahora nuestro reto. Apenas quedan supervivientes del Holocausto y trabajamos a contrarreloj, porque no se trata solo de conservar y restaurar. Nuestro objetivo es identificar al mayor número de personas que aparecen en estas películas”.
Fue una mujer que había visto la grabación de David Kurtz en la web del museo la que reconoció entre los niños que saltaban frente a la cámara a su abuelo con 13 años. Moszek Tuchendler vivía en Florida bajo el nombre de Maurice Chandler y fue clave para identificar a muchas de las 150 personas que pululan por la película. Cuando el anciano vio las imágenes por primera vez, le dijo a sus hijos: “Ahora ya sabéis que no vengo de Marte”.
La primera vez que Bianca Stigter vio las cintas de David Kurtz también fue en la web del museo. “Me llamó la atención que una de ellas fuese en color; eso la convertía en una rareza aún mayor. Las emociones eran encontradas, es imposible desligar lo que vemos de lo que sabemos. La presión que transmiten estas películas es enorme. Pero sobre todo sentí que representan una victoria contra el intento de borrar toda una cultura. Su poder es puro, son imágenes ordinarias convertidas en extraordinarias”.
El proyecto de Stigter, periodista cultural y excrítica de cine en el diario holandés NRC Handelsblad, nació del encargo del festival de Rotterdam, que solicitó a una serie de críticos un vídeo-ensayo de tema libre. Fue el embrión de un proyecto de 70 minutos producido por el cineasta británico Steve McQueen que expande los tres minutos de archivo a través de las figuras que aparecen en la cinta, pero también a través de su propia piel, esas texturas y grietas de un metraje amateur que explorado en profundidad y con sensibilidad resulta asombroso.
“El cine doméstico siempre fue algo así como el patito feo de la conservación cinematográfica”, explica Jaime Pena, programador de la Filmoteca de Galicia y autor de El cine después de Auschwitz, ensayo fundamental sobre cómo el cine moderno y contemporáneo asimiló a través de la representación de la ausencia las imágenes de los campos de concentración. “Por razones obvias y comprensibles los primeros esfuerzos estaban dirigidos a recuperar y conservar el cine en soportes profesionales, realizado con fines comerciales o artísticos”, añade Pena. Pero en los últimos tiempos el cine doméstico es uno de los objetivos más claros para las filmotecas: ahí está oculto un mundo familiar e íntimo del que raramente se ocupó el cine documental, que siempre priorizó lo excepcional y lo novedoso, no digamos ya la ficción”.
La tensión entre ausencia y presencia convierte estas películas caseras en un desafío al olvido y a quienes pusieron todo su empeño en borrar a esas personas del mapa. Como explica Leslie Swift, estas películas humanizan a las víctimas del Holocausto porque nos recuerdan la vida en común que había tras las insoportables imágenes que llegaron después y que alienaron a millones de judíos como una masa desnutrida y enferma, cadáveres en vida, o directamente muertos, a los que les negaron su pasado. Los nazis, en su perversa y perseverante cruzada hacia la fábrica de exterminio, pusieron especial empeño en confiscar todas las películas domésticas que atesoraban las familias judías. “Por eso, cada grabación salvada es un triunfo”, insiste Stigter. “La historia judía no puede estar ligada solo a la muerte, sino también a la vida, y para eso es importante conocer con exactitud todo lo que se destruyó”.
“Por supuesto que es una forma de victoria”, agrega Pena. “Al fin y al cabo, el cometido era borrar todo, las vidas humanas y las huellas de su mismo paso por la Tierra. De ahí que existan tan pocos testimonios, sobre todo a partir de 1939, incluso que de Auschwitz apenas se conozcan las fotografías del Álbum de Auschwitz [hechas por un oficial de la SS y rescatadas de forma milagrosa por la prisionera judía Lilly Jacob] o las cuatro fotografías clandestinas de los Sonderkommandos [las únicas que testimonian el exterminio en las cámaras de gas]. La deportación implicaba la confiscación de todas las pertenencias, tanto de lo que abandonaban en sus casas como de lo que llevaban en sus maletas camino de los campos de concentración. Y ahí tuvieron que perderse muchas fotografías y muchas filmaciones domésticas: entre los judíos más acomodados tenían que estar extendidos el 9,5 y quizás también el 16 mm, como el caso de Kurtz, aunque este venía de América, no sé si en Europa era tan habitual. Pero creo que este es un terreno que va a deparar muchas sorpresas en el futuro”.
Leslie Swift coincide en que este podría ser el principio de un camino fascinante para un museo cuyos fondos audiovisuales llevan el nombre de Steven Spielberg (“hace 30 años hizo una donación generosísima que nos permitió arrancar nuestro trabajo”, comparte Swift) y a la vez alberga, entre otros, todos los brutos de Shoah, la obra de una vida de Claude Lanzmann, quien recogió, con un valor histórico y cinematográfico incalculable, los testimonios de los testigos más directos del exterminio judío y, a la vez, abanderó un enconado debate sobre el uso de las imágenes y la representación del Holocausto. “Desaparecidos los últimos testigos”, concluye Pena, “solo nos quedarán unas imágenes que nos dicen más de lo que no está y del contraste con lo que vino después que de sus propias circunstancias, por más que esté muy bien que nos muestren que esa gente también fue feliz. Al final, es el triunfo de las imágenes de archivo, por mucho que le pese a Lanzmann”.
Babelia
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