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Desde el puente
Columna
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Aquel pan negro de cada día

Las primeras lecturas se superponen con los primeros sabores y en algunos casos constituyen un único placer que se guarda para siempre en la memoria

Cartillas de racionamiento
Despacho de pan en Madrid en 1940, con cartillas de racionamiento.José Julio / Javier Galán (EFE)
Manuel Vicent

A eso que los pobres llaman hambre, los ricos llaman apetito. En uno y otro caso, esa sensación es la mejor receta de cocina, la única que sirve para apurar el plato. Cuando se ha vivido ya muchos años, como es el caso de Miguel, a veces en las sobremesas se suelen establecer comentarios sobre el hambre que se pasó en la posguerra. Muchos tienen presente todavía la imagen de Carpanta, aquel personaje del tebeo que soñaba con pollos asados. Cada comensal comienza a contar las miserias y los placeres de entonces y al oír cómo hablan parece que, de hecho, los españoles se dividían en dos: los que se iban a la cama todas las noches hambrientos con el estómago lleno de telarañas y los que tenían que hacer la digestión con ayuda del bicarbonato.

En cualquier biografía gastronómica, lo más profundo que existe es el pan. Miguel conserva en la memoria la cuerda de mendigos que en aquellos años llamaban todos los días a la puerta de casa para pedir una limosna por el amor de Dios, y su madre, desde la despensa donde puede que estuviera cerniendo harina con un tamiz muy fino, le decía: “Sal y dale por caridad un trozo de pan”. A la hora de pedir limosna, algunos mendigos rezaban, otros cantaban, otros lloraban, otros se mostraban muy humillados, pero algunos no habían perdido la dignidad y alargaban un brazo escuálido como caballeros derrotados en una lejana y desigual batalla. Miguel creía que aquel mendrugo que tenía en la mano era capaz de desencadenar todos los sentimientos del alma. Por eso cuando el pan se caía al suelo había que besarlo, cosa que entonces hacían pobres y ricos, hartos y hambrientos; sería porque la Iglesia había dicho que el pan era el cuerpo de Cristo, compuesto de harina muy fina; el salvado se daba a los cerdos y a las gallinas, si bien hoy se vende como una gollería en las panaderías.

Si es cierto que uno es lo que ha comido, Miguel tiene el sentido de la naturaleza unido a todos los frutos silvestres que iba arramblando y se llevaba a la boca en sus correrías de garduño por el monte antes de su uso de razón, higos chumbos, moras, bayas, cogollos de palmitos, serbas, fresas salvajes, algunas raíces sustanciosas, alimentos que compartía con los jabalíes. Pero llegó el momento en que aprendió a comer civilizado en la mesa después de bendecir los alimentos que les había regalado el Señor, de la misma forma en que aprendió a leer en el pupitre el primer catón cuyas letras semejaban un bosque en el que era tan fácil perderse como soñar. Las primeras lecturas se superponen con los primeros sabores y en algunos casos constituyen un único placer que se guarda para siempre en la memoria. Miguel recuerda la merienda al salir de la escuela en aquellas ateridas tardes de invierno, donde la voz del maestro que recitaba fragmentos de poemas o leía algún párrafo del Quijote coincidía con el gusto en la lengua de la rebanada de pan braseado con aceite, sal y sobrasada.

A los siete años el cerebro se inviste con el córtex. Para celebrar la llegada del uso de razón, que ya te hace culpable a todos los efectos, la Iglesia ha establecido el sacramento de la primera comunión, en el que se funde Dios en el paladar con el sabor de los pasteles y las tartas de chocolate. Sentado en el banquete de invitados, Miguel, vestido de marinero, inició la aventura de vivir en la que eran la misma sustancia los primeros libros, la obediencia que tenían los lápices a la mano a la hora de escribir las primeras letras en el cuaderno y los dulces que llegaban a la mesa de parte de Dios con la eucaristía.

Hace ya mucho tiempo que Miguel tuvo conciencia de que leer y comer son dos formas de alimentarse y también de sobrevivir. Se trata de una función que va del estómago al cerebro y no sabría decir qué es más orgánico, más íntimo, más necesario en ese camino de ida y vuelta. Las personas cambian antes de dioses que de comida. El sabor de los alimentos que se han degustado en la infancia permanece siempre como una categoría de la mente y es sumamente difícil erradicarlo. En la Pequeña Italia de Nueva York, ¿qué sentimiento es más profundo, la devoción a la Madona y al propio Dios o a la pasta de espagueti o de los macarrones? Puede que aquellos estratos de distintos sabores que había en la despensa de casa, la imagen de la mermelada de membrillo que hacía la abuela, el vaho de aceite que salía de la bodega, el olor a heno y a manzanas maduras que despedía el granero fueran para siempre los ejes en los que giraba la vida de Miguel y en ese oleaje de la memoria estaban los primeros cuentos en los que las hazañas de los héroes eran la misma sustancia de lo que había comido.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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