¿Cómo podíamos reírnos del hambre, el maltrato o la muerte? Un repaso a aquellos tebeos que leíamos los españoles y hoy serían impensables
Era gracioso que el padre de Zipi y Zape les propinase palizas o los encerrase en un cuarto lleno de ratones. También que Carpanta no lograse comer o que en Don Pío hubiese violencia doméstica. Eran otros tiempos, otra España y estos tebeos eran celebrados por toda la familia
Hubo un tiempo en el que los cómics en España se llamaban historietas o tebeos, eran casi tan influyentes como el cine y mucho más accesibles que la televisión. El momento dorado fue, tal vez, la posguerra. Después de la Guerra Civil, aunque no se imprimían tantos como en los años setenta –cuando circulaban seis millones de ejemplares cada mes–, se calcula que cada número era visto por unas veinte personas de media. Muchas fueron las generaciones que crecieron leyendo estas viñetas que retrataban la sociedad española de una época a través del hambre de Carpanta, la represión sexual de Las hermanas Gilda o la rectitud en la educación de Zipi y Zape. Historias sobre miseria y pobreza en un país conservador y hundido por la contienda, donde primaba la defensa de las costumbres, la importancia de guardar las apariencias en sociedad a toda costa y una honda brecha entre clases sociales. Temas que, sin embargo, supieron amoldarse a la censura, valiéndose de un humor tan mordaz como imaginativo.
Con un lenguaje y características propias, algo de acción y grandes dosis de costumbrismo, la cultura del tebeo fue todo un fenómeno en España presente durante décadas. Aún hay cierta influencia de estas historietas que van de los cincuenta a los ochenta que apostaron por un tipo de humor que, para muchos, no pasa de moda. Ejemplo de ello son sus continuadas adaptaciones al cine o a la televisión, como el éxito en taquilla de Javier Fesser La gran aventura de Mortadelo y Filemón (2003), el Makinavaja que encarnó Pajares en 1992 o, más recientemente, el largometraje que transformó a Dani Rovira en el personaje de Superlópez (2018).
Aquellas viñetas retrataban emblemas de aquel momento, como la aparición de las primeras televisiones en los hogares, el abarrotamiento del tranvía, el papel de los porteros en los edificios vecinales, la forma de llevar el luto en sociedad o el escándalo que despertaban actividades como el estraperlo. Aunque las primeras historietas fueron dibujadas por José Luis Pellicer alrededor de 1872 y se considera a Dominguín el primer tebeo español (1915), este género de narrativa gráfica empezó su andadura dos años más tarde con la aparición de TBO. Una revista que, a cinco céntimos de peseta, alcanzó una tirada de 220.000 ejemplares cuando llegó la Guerra. Una cifra más que decente en un país en el que todavía una de cada cuatro personas era analfabeta.
Pulgarcito, revista de la editorial Bruguera, apareció en 1921 y se convirtió en un referente de la historia de los tebeos en nuestro país. A través de sus páginas, varias generaciones pudieron divertirse con las andanzas de Don Pío de José Peñarroya, el drama diario de Carpanta de José Escobar, las cómicas situaciones a las que se enfrentaba La familia Cebolleta, de Vázquez, las maldades de Doña Urraca, de Jorge, o las aventuras de los legendarios agentes secretos Mortadelo y Filemón, aparecidos en 1958.
Cuando llegó el conflicto civil entre las dos Españas, los tebeos empezaron a usarse como arma ideológica, aunque no dejaron de ser publicaciones dirigidas a niños. El ejemplo más vistoso lo tenemos en Flechas y Pelayos, de 1938: una revista infantil de temática guerrera y alta carga ideológica vinculada a la Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S. y dirigida por un fraile. En sus páginas, los protagonistas eran niños que luchaban –siempre con éxito– contra sus enemigos ideológicos, a quienes ridiculizaban. “¿Para qué tendré que estudiar si, para matar rojos, que es lo que yo quiero, no se necesita?” es una de las frases que más ha trascendido de la primera época de esta revista.
“Cuando el bando franquista gana la Guerra, la Vicesecretaría de Educación Popular decide que a estas historietas se les tiene que conceder un permiso por cada número que se publique. En la época, el papel era un bien escaso y solo unas pocas, como Flechas y Pelayos, consiguieron ayudas para costearlo”, explica a ICON el divulgador y guionista de tebeos Antoni Guiral. El resto se verían obligadas a adquirir el papel a precios prohibitivos, lo que explica el reducido tamaño de revistas como Los mil y un cuentos (1949), con un formato más parecido a un cupón descuento que a una publicación.
Pero este tipo de revistas doctrinarias perdieron fuerza a partir de 1949 y algunas se han diluido en la memoria. Hoy son material de hemeroteca. Fueron las historietas que ofrecen una caricatura costumbrista sobre familias o en entornos de trabajo las que quedarían en el recuerdo de muchas generaciones. Este tipo de cómic irrumpe con personajes muy diversos, pero que suelen seguir un patrón común: antihéroes en búsqueda de dinero o de reconocimiento social, explotados laboralmente, maltratados por sus familiares, clientes o patrones y que se enfrentaban en cada entrega a situaciones inverosímiles que solían acabar mal.
Zipi y Zape: la infancia en la posguerra, ¿parodia o realidad hiperbólica?
José Escobar, considerado por muchos el maestro del cómic español y un influyente cronista de su época, retrató muchos de estos personajes. Quizá los gemelos Zipi y Zape (nacidos en 1948 y considerados una adaptación de los iconos decimonónicos Max und Moritz de Busch) sean los personajes más reconocibles del ilustrador, aunque también trasciende Carpanta (1947), Petra, criada para todo (1954), Doña Tula, suegra (1951), Blasa, portera de su casa (1957), Toby (1967) u otros menos conocidos como Doña Tomasa, con fruición, va y alquila su mansión (1959). En realidad, Escobar, que había pasado más de un año en la cárcel acusado de simpatizar con partidos anarquistas, llegó a crear más de 30 personajes. No solo se le reconoce por su prolífica carrera, sino que los historiadores le atribuyen el mérito de haber sabido burlar a la censura: a pesar de las sutiles críticas al sistema que escondían sus viñetas, el régimen franquista le permitió seguir publicando durante más de medio siglo en Bruguera. Editorial que, por cierto, no tuvo reparo en fichar a ilustradores que habían sido reconocidos republicanos, como el propio Escobar, y que contó con firmas en sus páginas como Gabriel García Márquez, Marcial Lafuente Estefanía o el fecundo dibujante Francisco Ibáñez.
Resulta curioso que entre el fin de la Guerra y 1955 –año en el que aparece una legislación con normas más estrictas para el tratamiento de los relatos que recogían los tebeos–, temas como el abuso de poder entre empleado y patrón, violencia, precariedad o hambre se traten, aunque disfrazados de sátira, con tanta naturalidad. Será a partir de entonces cuando las viñetas comiencen a dulcificar la crítica y la violencia de los personajes.
Estos cómics, como Carpanta o Doña Urraca, de finales de los cuarenta, son un “espejo distorsionado de la realidad del momento”, explica Antoni Guiral. “Hoy ese humor sería políticamente incorrecto, pero entonces la censura no actúa, entre otras cosas porque falta legislación”. Ejemplo de ello son las primeras series de los gemelos Zipi y Zape, que nos pasean por la estricta educación del momento, con duros castigos infundidos por su padre. Entre ellos, obligarlos a tomar aceite de ricino o a pasar la noche en el “cuarto de los ratones”, golpearlos con la zapatilla, amén de dedicarles insultos como “batracio”, “berzotas” o “gaznápiro”.
El tijeretazo de la censura en los tebeos
En las primeras viñetas que se dibujaron, el padre, Don Pantuflo, dejaba a sus revoltosos gemelos atados en las vías del tren, intentaba quemarlos o los enviaba a la “sala de tormentos”. Más tarde se suavizaron estos castigos por otros más anecdóticos. Guiral explica que “no dejaba de ser una parodia, pero ahí quedaba, y es que la violencia en las familias era un recurso habitual; en Don Pío (1947), de Peñarroya o en Matrimonio Calasparra (1948) de Nadal, vemos esposas que propinan a sus maridos verdaderas palizas. Otro ejemplo claro lo tenemos en Don Berrinche, (1948) de Peñarroya: un malhumorado señor de buena posición, que siempre ejerce su autoridad valiéndose de un garrote con un afilado clavo, o en Doña Tula, suegra, también de Escobar, que refleja esa concepción de suegra agresiva y desagradable, la cual se dedica a maltratar a su yerno en todos los niveles”. Esta última acabó siendo prohibida por “atentar contra la indivisibilidad del matrimonio”.
El caso de Carpanta, un hombre que vive bajo un puente y que nunca consigue saciar su hambre, es una de las muestras más significativas de este tipo de historietas. “Es muy curioso que la censura dejara pasar este tema durante tantos años”, explica Guiral, aunque a Carpanta también le llegó el momento de ser mal visto por los censores y a punto estuvo de desaparecer, puesto que, según argumentaron, España era “un país de abundancia en el que no se pasaba hambre”. Francisco Ibáñez, creador de Mortadelo y Filemón, relató lo siguiente: “En una escena de 13 Rue del Percebe, en la calle había un perro comiéndose tranquilamente un hueso. ¡Pues resultaba que aquel perro se estaba lamiendo su miembro viril! ¡Hostia! Llegaba un momento en que para hacer una línea recta te lo pensabas. ¿Cómo lo interpretarán estos señores de la censura?”.
La legislación siguió endureciéndose después de 1967. A El Capitán Trueno (1956) le despojaron de sus armas, a uno de los personajes de 13 Rue del Percebe (un científico que creaba monstruos) lo eliminaron porque “solo Dios podía conceder vida” y el moño de una de Las hermanas Gilda fue acusado de fomentar el erotismo. Quizá la queja de la censura que menos se entendió fue la de La Familia Trapisonda (1958), un matrimonio que vivía con su hijo y su sobrino, y a quienes, de un día para otro, se les convirtió en hermanos, puesto que el matrimonio no podía “ser una fuente de conflictos”.
Asimismo obra de Francisco Ibáñez, 13, Rue del Percebe (1961), fue una de las series más alabadas e ingeniosas, por haber sabido recoger “todo un espectro sociológico del franquismo”. Entre ellos, el negociante al que le persiguen los acreedores, la mujer que realquila una y otra vez habitaciones de su piso –hoy, en la era de los minipisos y los escandalosos precios del alquiler, deja una interesante relectura–, el tendero que intenta engañar a sus clientes o el sastre desastre. Este retoma otro de los estereotipos: la incompetencia en lo profesional, algo visiblemente caracterizado en Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio, serie que, un lustro más tarde, sería dibujada por el mismo autor.
Releyendo tantas historietas con una vasta galería de personajes, vemos prácticas y costumbres que hoy nos resultarían impensables. Hablamos de la forma de divertirse, la manera de retratar el alcohol o el tabaquismo, los eventos sociales, la familia, el colegio y, de forma muy llamativa, el papel de la mujer en los tebeos, casi siempre asociada al cuidado del hogar y de la familia. En estos años de boom nace en los tebeos un género nuevo: el cómic sentimental, cuyo argumento nos presenta a una joven cuyas únicas aspiraciones se basan en encontrar un marido que le solucione la vida. Mariló, Lupita y (en menor medida) Florita intentan ejemplificar este rol de la mujer española. En los sesenta empieza a variar un poco, incluso aparecen historietas en las que se narra la incorporación de mujeres a profesiones bien valoradas. Es el caso de Mary Noticias o Lilian, azafata del aire.
Del principio del fin del boom del tebeo hasta el día de hoy
La irrupción de nuevas fuentes de entretenimiento: la televisión, el videojuego y, más tarde, Internet, fueron paulatinamente privando al tebeo de la aceptación con la que un día contó. La democracia trajo la entrada y popularización de creaciones procedentes de otros países: especialmente los cómics norteamericanos y el manga japonés, como el éxito Dragon Ball. Con ello, las revistas españolas de tiras humorísticas se fueron despidiendo del mundo editorial. Valga como símbolo el adiós de la legendaria TBO en 1998, tras ocho décadas de publicación ininterrumpida. La gran excepción la encontramos en El Jueves, la única revista de este tipo que se mantiene en la actualidad. Nacida en plena transición, en 1977, el magazine satírico acumula cuatro décadas de presencia en kioscos, a pesar de sus problemas con la justicia (fue secuestrado por injurias) y vista con malos ojos por la Corona o por el Papa. Hoy cuenta con 434.000 lectores mensuales.
Aunque los tebeos siguen presentes en el sector del entretenimiento y se celebran encuentros tan relevantes como los Salones del Cómic (el más importante, el de Barcelona acogió a 112.000 visitantes en la última edición), su popularidad dista mucho de acercarse a la de los años dorados de la década de los cincuenta. Las cifras hablan por sí solas: con el 2,7% de facturación a nivel global en el sector editorial, en 2019 se publicaron aproximadamente 2.193 títulos de cómic en España y se vendieron unos 4.343 ejemplares en total. Aunque el 75% de los cómics que se leen en España son producciones extranjeras, la tendencia es alcista en comparación con los últimos años y España sigue siendo uno de los países europeos con un público más fiel al sector.
Mortadelo y Filemón: el clásico que nunca dejó de ser un éxito de ventas
Si hay dos personajes fácilmente reconocibles por todos, estos serían Mortadelo y Filemón: la pareja de torpes detectives creada por Ibáñez en 1958. Aunque también antihéroes, se alejan del tipo de cómic social y apuestan por uno más ficcional. “No hay muchos personajes de nuestra historia de los cómics que hayan sido protagonistas de series de animación, álbumes de cromos, anuncios televisivos o campañas de publicidad de grandes empresas”, escribe Guiral en su libro Cuando los cómics se llamaban tebeos. Los peculiares agentes especiales cuentan con 214 álbumes publicados y han vendido más de 29 millones de ejemplares. En sus historietas se ha repasado la historia reciente de España y, hoy, su presente: podemos encontrar a Pablo Iglesias, el rey Juan Carlos I, Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría o Pedro Sánchez. Las historias de Mortadelo mueven en la actualidad el 20% de la cuota de mercado, seguidas por colecciones de Marvel, Astérix o Tintín.
Así, el clásico de Ibáñez se ha ido reinventando a lo largo de sus seis décadas de historia abordando la actualidad política, deportiva o social de cada momento, como podemos ver a lo largo de títulos como ¡Llegó el euro! (2000), Mundial 2010, La Gripe U (2010) o Sueldecitos más bien bajitos (2015). Encontramos casos muy claros en uno de los más vendidos: Corrupción a mogollón (1994), historieta que parodia el caso Roldán y la corrupción en general; en el también éxito de ventas El Tesorero (2015), que aborda el escándalo de Luis Bárcenas o en ¡Elecciones! (2015), un verdadero repaso satírico por la esfera política del país. Estos títulos demuestran, una vez más, que estas historietas, además de entretener, siguen siendo un termómetro de las preocupaciones de un país. El último título publicado data de junio de este mismo año: Tokio 2020, en el que –a diferencia del resto de la humanidad–, Mortadelo y Filemón viajan a la capital japonesa para vivir los Juegos Olímpicos. A veces el cómic refleja la realidad, pero en otras, como en esta, existe en él una vida paralea en la que el virus nunca irrumpió.
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