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Desde el puente
Columna
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Una hermosa vida de perros

En medio de las tensiones políticas y de la crisis económica por la que pasó el país durante el gobierno de Zapatero, la existencia de ‘Tobi’, ‘Ron’ y ‘Nela’ fue para Miguel parte esencial del tejido de su vida

Una mujer pasea con su perro por el puente de Segovia, en Madrid.
Una mujer pasea con su perro por el puente de Segovia, en Madrid.Olmo Calvo
Manuel Vicent

Aquel chucho callejero rescatado de las ruedas de un autobús se adaptó muy pronto a la molicie de casa sin perder nunca su mirada desvalida, incluso cuando reinaba en lo más alto del mejor almohadón. Puesto que ignoraba su pasado, Miguel se preguntaba qué clase de miserias habría sobrellevado Tobi en esta vida, cuántos obstáculos habría tenido que vencer para convertirse en un ser tan listo y amoroso y, pese a su origen, tan orgulloso y pagado de sí mismo. Se salvó del hambre y de la muerte en la ciudad y aún tuvo que superar la última prueba definitiva en el campo. Miguel un día lo soltó en medio de un huerto de naranjos y Tobi iba muy alegre y chulito por un sendero y de pronto apareció un dóberman enloquecido que se precipitó con toda la furia sobre él, dispuesto a descuartizarlo. Le arreó un primer bocado en la cabeza y con toda ella dentro de las fauces lo zarandeó con violencia en el aire para desnucarlo; luego lo arrojó al suelo y lo trincó por los riñones con la intención de partirle la espina dorsal, aunque solo logró clavarle los colmillos en la tripa, ya que Tobi se adaptó con extraordinaria flexibilidad al ritmo de la boca del dóberman. Tobi pasó tres días parado sin moverse de un ladrillo, sin acostarse, sin comer ni beber y parecía preguntarse por qué la vida había sido tan dura con él. Acostumbrado a las desgracias, el chucho presenció al año siguiente la muerte de su compañera Nela como algo natural y por unos meses se convirtió en el único guardián de la casa y aprendió a ladrar como un mastín.

Poco después, Miguel recibió una carta muy cordial de un político de derechas, que al parecer tenía un criadero de perros. Decía: “He leído su artículo sobre la muerte de Nela y aunque nos separan las ideas políticas, nos une el mutuo amor a los animales y espero que acepte este regalo”. El regalo consistía en una pareja de hermosos cachorros cockers americanos de tres meses, que fueron aceptados de buen grado por Miguel y bautizados con los nombres de Linda y Ron, ella dorada, muy chata; él, negro antracita, con los ojos parecidos a los de Louis Armstrong, con un fuego en las cuatro patas, uno en el rabo y otro en la frente, una peculiaridad muy rara de belleza canina. “A cualquier concurso que lo lleve, ganará el primer premio”, le decían a Miguel los entendidos. Pese a su depurada raza, el negro Ron estaba especializado en robar de las manos las galletas a los niños y el pan de la mesa, solo por afirmar su personalidad. Había que ver a su lado al chucho Tobi. Este plebeyo era el que más reparos ponía ante el plato de comida. El aristócrata Ron soportaba cualquiera de sus caprichos hasta el momento en que se hartaba y, mientras los dos se peleaban, a la rubia Linda le bastaba con admirarse ante el espejo de sí misma.

Bajo los ladridos de estos perros la historia cambió de milenio. Lejos de los terrores que anunciaban los profetas, el país pasaba por una época de prosperidad y todo el mundo bailaba y reía dentro de la burbuja económica. La primera legislatura del Partido Popular en el gobierno había sido sosegada y todo parecía que el relevo en la política seguiría los cauces normales, hasta que la mayoría absoluta que consiguió José María Aznar en su segundo mandato lo convirtió en un político poseedor de un orgullo que era lo más parecido al odio envasado. Durante esa legislatura, los partidos políticos tomaron mutuamente al adversario por un enemigo. Este devenir a contradiós Miguel lo lleva asociado a los 14 años que esta pareja de perros, la hermosa rubia y el bello negro, ejerció sus gracias en la casa bajo la vigilancia de Tobi mientras vivió. Miguel no ha olvidado la última mirada que le dirigió mientras se lo llevaban para que el veterinario lo sacrificara. Era una mirada de amor, de gratitud, de comunión con la muerte. Fue por aquellos días cuando sucedió el atentado de Atocha y la derecha perdió el gobierno. Su vida sirvió para marcar cualquier acontecimiento. Este sucedió cuando Tobi aún vivía —se decía en casa.

La perra Linda murió un verano y fue enterrada bajo un limonero cerca del mar. Su compañero de toda la vida, el negro Ron, no pudo resistir su ausencia. Le bastaron dos meses de separación para que una mañana apareciera con todo el pelo blanco y acabó por morir de melancolía en la ciudad, lejos de su amiga. Más allá de cualquier tragedia que sucediera en el planeta, Miguel consideró un deber ineludible llevar las cenizas del negro Ron, el perro que tenía ojos de Louis Armstrong, el que robaba la merienda a los niños, para enterrarlas junto a las de su compañera. En medio de las tensiones políticas y de la crisis económica por la que estaba atravesando entonces el país bajo el gobierno de Zapatero, la existencia de estos perros fue para Miguel parte esencial del tejido de su vida.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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