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DESDE EL PUENTE
Columna
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La perra que se parecía a Virginia Woolf

‘Lara’ ladraba solo lo necesario. Nunca lo hacía cuando llegaban a casa el chico del supermercado, el cartero o el fontanero

Manuel Vicent
Virginia Woolf
Virginia Woolf, retratada con su 'cocker spaniel', 'Pinka', en 1939.Getty

Una generación equivale a 15 años. Aproximadamente es el tiempo que dura la vida de un perro. Esa unidad de medida que se utiliza para fijar en la historia a un grupo de escritores, artistas y políticos también sirve para delimitar una biografía humana, en este caso la propia de Miguel, según los perros que han pasado por su vida.

Excepto aquel chucho sin nombre que murió aplastado por un camión y el Chevalier, compañero de juegos durante los veranos de su adolescencia con lecturas en la hamaca y que fue sacrificado con un escopetazo a bocajarro por un jornalero cuando ya era insoportable el dolor que sufría en los últimos días, los demás perros están enterrados bajo un limonero del jardín cerca del mar. De todos ellos reconoce Miguel haber recibido una enseñanza.

En los últimos años del franquismo llegó a su vida una perra de pocos meses que le había regalado un amigo. Era una cocker spaniel rubia, nacida de padres campeones en Kensington y educada en una perrera de prestigio del barrio londinense de Bloomsbury. Se llamaba Lara y con ella Miguel atravesó los últimos estertores de la dictadura, la llegada de la democracia y las convulsiones de la reacción, incluido el frustrado golpe de Estado, hasta el acceso de los socialistas al Gobierno. Tenía la frente curva y larga; bien mirado se parecía a Virginia Woolf y la forma lánguida y elegante de arrellanarse en el sofá podía ser semejante a cómo lo haría aquella escritora que reinaba sobre una dorada cuadrilla compuesta de seres inteligentes, frívolos, modernos e inanes procedentes de Cambridge. En su casa del 46 de Gordon Square del barrio de Bloomsbury celebraban tertulias los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, el crítico de arte Clive Bell, el economista John Maynard Keynes, el escritor Gerald Brenan, el novelista E. M. Forster, la escritora Katherine Mansfield y los pintores Dora Carrington y Duncan Grant. Vestían ropas vaporosas y sombreros blandos cuando cazaban lepidópteros en los jardines de sus casas de campo; viajaban a Grecia y a Constantinopla con muchos baúles forrados de loneta y allí compaginaban la visión de Fidias o de la Mezquita Azul con la contemplación de niños andrajosos, lo que les permitía ser a la vez estetas y elegantemente compasivos; luego, bajo un humo de pipa con sabor a chocolate, en Gordon Square, discutían de psicoanálisis, de teoría cuántica, de los fabianos, de la nueva economía y de Cézanne, Gauguin, Van Gogh y Picasso. Algunos jugaban a ser comunistas e incluso a arriesgarse al doble juego del espionaje. Siempre tenían un perro de raza a sus pies junto a la chimenea o un lulú en sus brazos. Aquellos seres parecían felices a mitad de camino entre la inteligencia y la neurosis en una trama alambicada de relaciones cruzadas más allá del bien y del mal, pero sus telas color manteca cubrían las mismas pasiones grasientas del común de los mortales. Al final toda su filosofía se reducía a celebrar fiestas caseras disfrazados de sultanes. Puede que tuvieran perros de raza, pero Lara no hubiera desmerecido entre ellos porque sus ademanes poseían ese swing inigualable a la hora moverse. Sin duda hubiera sido bien recibida en el club de canes más escogido.

¿Cómo explicar que Miguel con solo contemplar a su perra podía imaginar aquel mundo fascinante de Bloomsbury? Analizar cada uno de sus movimientos ya era lección, más allá de haber leído Las olas, Al faro, Orlando o La Señora Dalloway. De su perra había aprendido Miguel a gozar de un amor sin culpa, porque llegara a la hora que llegara a casa, pronto o de madrugada, borracho o sereno, derrotado o vencedor, ella siempre lo recibía alegre moviendo el rabo. La belleza de la amoralidad, el creer que no hay fuerza más poderosa que la estética fueron enseñanzas que Miguel intuía al contemplar de cerca el carácter de su perra Lara. Ladraba solo lo necesario. Nunca lo hacía cuando llegaban a casa el chico del supermercado, el cartero o el fontanero, como hacen los perros sin alcurnia. Tampoco ladraba a los amigos ni a los mendigos. Solo emitía sus ladridos intempestivos cuando se producía algún desarreglo en su contorno. ¿ A quién ladrará la perra? ¿Por qué está tan inquieta? Tal vez se trataba de un reflejo de sol inesperado en la pradera del jardín o del paso de alguien por la calle que por el olfato intuía que era desagradable. Simplemente era una neurótica, como Virginia Woolf. Tal vez poseía las mismas jaquecas y ese punto de histeria que nunca viene mal si uno se cree artista. Bastaba con eso para haber ingresado en el grupo de perros de Bloomsbury y tener acceso a la alfombra junto a la chimenea de Gordon Square. La perra Lara lo sabía todo de Miguel y siempre respondía con un gesto comprensivo a cualquier estado de ánimo, bueno o malo, de su dueño. Está enterrada bajo un limonero y en la tierra que la cubre Miguel plantó unas petunias. Cuando murió Lara aún no había empezado el desencanto.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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