El concepto de patria, según el perro ‘Tobi’
La rebelión de los jóvenes frente a sus mayores era el acontecimiento sociológico que se producía cada noche a simple vista en las aceras, pero la revolución social soñada por los comunistas era como ladrar a la luna
La llegada de los socialistas al gobierno en 1982 Miguel la lleva asociada a Nela, una cocker spaniel, color canela. Aunque era de la misma raza no podía compararse en elegancia con la perra Lara, una aristocrática hija de padres campeones nacida en Kensington, que la había precedido en la familia. No era tan sinuosa a la hora de arrellanarse en el sofá, pero tenía un grado de locura que la hacía muy sorprendente y villana, con arreglo a la nueva estética social que acababa de imponerse en la calle. Un día en que desde Buenos Aires en una entrevista por radio le pedían a Miguel su opinión sobre los primeros meses de Felipe González en la Moncloa, comenzaron a oírse a través del micrófono unos ladridos histéricos, insistentes. El locutor argentino preguntó con cierta ironía si ese perro también tenía algo que decir acerca de la política española. Miguel contestó: “”Es Nela, que está ladrando a la primera rosa que ha brotado en el jardín esta primavera”.
Corría aquel tiempo en que los ricos se llevaban las maletas llenas de dinero a Suiza porque creían que los rojos habían conquistado el poder. Nela iba a lo suyo persiguiendo mariposas en el jardín y estaba llena de vida en ese momento en que después de un par de años con Felipe González en el gobierno los ricos comenzaron a relajarse al comprobar que los socialistas no habían venido a quitarles el dinero sino a apalancarlo, a certificarlo en los bancos, en cuya labor también colaboraba el comunista Santiago Carrillo, de modo que los ricos volvieron a traer al país las sacas.
Si los perros tuvieran ideología, Nela podía ser una anarquista, versión ecologista, porque nunca ladraba a los mendigos que venían a pedir limosna ni a ningún otro desconocido que fuera mal vestido. Miguel estaba seguro de que habría movido también el rabo a cualquier ladrón que hubiera entrado en casa. Solo ladraba como forma de saludo a la luna llena, a las mariposas, a las lagartijas e incluso a las flores nuevas que veía en el jardín. A Nela le gustaba olisquear las plantas y jugar con los niños. Fue creciendo a lo largo de los años ochenta mientras este país cambiaba de piel. La rebelión de los jóvenes frente a sus mayores era el acontecimiento sociológico que se producía cada noche a simple vista en las aceras, pero la revolución social soñada por los comunistas era como ladrar a la luna.
La perra Nela tuvo la mala suerte de compartir los últimos años con Tobi, un chucho golfo recogido en la calle bajo las ruedas del coche, que se había visto obligado a ser extremadamente gracioso para abrirse un hueco en la vida. A simple vista parecía un pinscher, de un palmo de alzada, pero visto de cerca era un bastardo, cara de ratón, aunque tenía ínfulas de mastín con un sexo diseñado como la pistola del Coyote. Alguien lo había abandonado en el parque del Retiro y entre dos luces de una tarde de otoño Miguel lo vio cruzar la calle a punto de ser aplastado por un autobús. Se produjo un frenazo en seco, el chucho salió ileso de entre las ruedas, Miguel lo recogió mientras en su homenaje se producía un atasco de tráfico que llegaba hasta la Cibeles. El chucho fue ingresado de urgencia en una clínica veterinaria de lujo que atendía a perros de mucha estirpe del barrio de Salamanca, donde pasó varios días estresado y cuidado con exquisitez, espatarrado, panza arriba. “¿Cómo está?”, preguntaba Miguel cada día. “Sigue estresado”, contestaba el veterinario. Miguel puso un anuncio en el periódico: Pinscher encontrado en la calle. Y a continuación un número de teléfono. Se produjeron muchas llamadas y visitas, pero al verlo de cerca todos los que pensaban apropiarse de un perro de raza lo repudiaban al verlo tan miserable.
Debido al desprecio que sufría aquel chucho, Miguel no tuvo más remedio que adoptarlo, lo bautizó con el nombre de Tobi, que así se llamaba también el perro de Thomas Mann, y a continuación se rindió a su gracia, hasta el punto de que de ese chucho aprendió lo que no le había enseñado ningún catedrático a la hora de definir el concepto de patriotismo. Siendo de origen tan humilde, era un perfecto hedonista. Solo tomaba el sol en enero, se purgaba con hierbas cuando tenía algún desarreglo y al salir cada mañana de casa a pasear Miguel lo soltaba en la calle y el perro marcaba su territorio con una pequeña descarga de orín en cuatro árboles. Era aquel tiempo en que este país había comenzado a estremecerse por los gritos de independencia que provenían de Cataluña. Tobi cada día le daba una lección. Mientras marcaba su territorio con sus orines parecía decir: Esta es mi patria, y se revolvía cuando otro perro atravesaba sus fronteras. Tobi, el chucho recogido de la calle, sabía más que Horacio a la hora de vivir cada día en el límite del placer. A su lado la anarquista Nela ladraba a las flores nuevas y lamía los pies de los mendigos.
Babelia
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