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DESDE EL PUENTE
Columna
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Una memoria llena de ladridos de perros

¿Cómo podría Miguel ser un poeta lírico el día de mañana si tenía en el fondo de la memoria la imagen de aquellos dos perros, uno aplastado por un camión y otro ahorcado un Viernes Santo en un alcornoque?

La sombra de un perro y su dueño durante la carrera solidaria Perrotón, en septiembre de 2019.
La sombra de un perro y su dueño durante la carrera solidaria Perrotón, en septiembre de 2019.Álvaro García
Manuel Vicent

Aquel perro no tenía nombre. Solo se llamaba el perro porque murió antes de que fuera bautizado. Miguel nunca supo cómo había llegado a casa. Su padre lo solía llevar consigo a un pequeño huerto de frutales y allí a aquel chucho pequeño y lleno de arrojo le daba por perseguir a algún camión que pasaba de vez en cuando por la carretera. Iba ladrando como un desaforado detrás hasta que se cansaba y luego volvía ante su amo, orgulloso por el valor que había demostrado. Un día, midió mal la distancia, saltó antes de tiempo y un camión se lo llevó por delante. Eran aquellos años en que los perros aplastados por los coches permanecían varios días en la carretera sin que nadie se hiciera cargo de sus sangrientos despojos.

Cuando esto sucedió Miguel era monaguillo. “Introibo ad altare Dei”, decía el cura al iniciar la misa y esta vez la muerte de aquel perro humilde y valiente le arrancó al niño sus primeras lágrimas al pie del altar. “Prietas las filas, recias, marciales nuestras escuadras van cara al mañana”, cantaba Miguel brazo en alto en la escuela, quien llevaría por mucho tiempo asociado aquel perro sin nombre al latín de la misa y a voces patrióticas que le impulsaban a ser la mitad monje y la mitad soldado.

Si la biografía de cualquier persona se puede escribir a través de los perros que han pasado por su vida, aquel chucho sin nombre aplastado por un camión en una carretera envuelta en el silencio desolado de la posguerra se halla en el fondo de la memoria de Miguel, quien después de tantos años no ha conseguido soslayar su muerte de la de una España negra e inmisericorde. En el lenguaje náutico existe un nudo marinero que se llama ahorcaperros. Miguel nunca olvidó una imagen brutal que presidió su niñez. Era un Viernes Santo, el día en que, según decía el cura, murió Cristo crucificado. En sus correrías por el monte esa misma tarde en que el Nazareno estaba en la cruz, Miguel descubrió a la sombra del castillo a un galgo ahorcado, mientras la brisa traía hasta aquel alcornoque el coro de un Vía Crucis que cantaba: “Perdona a tu pueblo, señor, no estés eternamente enojado, perdónalo, Señor”. Y la misma brisa de la plegaria balanceaba al perro en la soga de esparto. Sería de algún cazador que había prescindido de sus servicios por viejo o falto de reflejos para perseguir liebres o traer las perdices hasta los pies de su dueño.

Cuando murió aplastado aquel chucho sin nombre, Miguel ya sabía leer de corrido un libro de poemas para niños, que le había regalado el maestro de escuela. “Un pie ingrato pisó una malva y ella que ignora lo que es venganza lo perfuma con su fragancia”. ¿Cómo podría Miguel ser un poeta lírico el día de mañana si tenía en el fondo de la memoria la imagen de aquellos dos perros, uno aplastado por un camión y otro ahorcado un Viernes Santo en un alcornoque? Miguel también leía Hazañas Bélicas y el Capitán Trueno, que le servirían para sacar pecho ante el futuro.

El acné en la frente, la pelusilla en el bigote y el primer brote de vello púbico se unieron a la lectura de Un capitán de quince años, de Julio Verne. Y si le preguntaras aún hoy qué recuerda de entonces, Miguel diría que eran los tiempos felices del Chevalier, un perro listo y golfo, color miel, con un olfato increíble, que fue su amigo inseparable como el perro Dingo de la novela de Julio Verne. Un día antes de que Miguel llegara al pueblo de vacaciones, después de varios meses de ausencia, Chevalier ya parecía presentirlo y se mostraba muy inquieto. Fue durante años su compañero de juegos. Podía hacerlo bailar, entrar a la capa, subir a los árboles y le tenía una obediencia ciega, salvo cuando olfateaba el celo de una perra a varios kilómetros de distancia y entonces desaparecía y un tiempo después volvía lleno de barro y tal vez con alguna herida, producto de una reyerta callejera con algún rival. Entonces entraba en casa por debajo de las sillas muy despacio, como avergonzado de su mala vida. Una de las costumbres de aquella España negra consistía en atar una lata del rabo de los perros sorprendidos en su apareo. Miguel temía que ese escarnio le sucediera a Chevalier, puesto que en ese caso ya nunca recuperaría el orgullo de ser un perro admirado, que cada tarde al oír el tractor a varios kilómetros de distancia, salía escopetado a las afueras a recibirlo en la carretera y entraba en el pueblo muy feliz subido en uno de los guardabarros, una ceremonia que se repetía cada tarde de aquellos veranos en que Miguel se debatía en entender qué había sucedido realmente en la Guerra Civil, por qué la gente se había matado entre hermanos, mientras todo su sueño era ser un marinero como en la novela Un capitán de quince años con el perro Chevalier siempre a su lado.

(Continuará).

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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