Viaje al infierno de un BMW color cereza
A eso de la una de la tarde, a Miguel le despertó una llamada de teléfono. Un ciudadano le dijo que le habían robado el coche y le dio unas señas si quería recuperarlo
Entraban en la marisquería y desde distintas mesas se saludaban entre ellos blandiendo una cigala en la mano. Era la forma de demostrar que no les cabía más felicidad en el cuerpo ni más trampas que no se pudieran solventar en la notaría. Crujían las patas de los centollos bajo las tenazas mientras hablaban de negocios más o menos redondos. Terminada la comilona cada uno se iba a su Audi, a su BMW, a su Porsche Cayenne, a su Bentley, a su Lexus, a su Ferrari, a su Jaguar, a su Aston Martin, cochazos de alta gama, aparcados con un mecánico dentro, que tal vez era búlgaro o armenio o croata. Los viernes por la tarde se les podía ver por las carreteras de Extremadura o de Ciudad Real en dirección a sus cacerías. En cambio, otros cochazos de su misma gama, una vez puestos en marcha, ellos solos iban a misa los sábados en la parroquia.
Llevado por la euforia económica de aquellos felices años 2000, previos al estallido de la burbuja financiera, Miguel cayó en la tentación de comprarse un BMW, color cereza, tapizado en cuero negro, equipado con un aparato de alta fidelidad con sonido estereofónico, en el que sonaba siempre Bach, Mozart, Beethoven, Schubert. Pese a todo el coche no tenía la suficiente cilindrada como para que se lo robaran y amaneciera revendido en Rumanía. Había formas muy graciosas de hacerlo. Algunos ladrones simulaban ser aparcacoches y en la puerta de los restaurantes y discotecas de moda iban recibiendo las llaves de la propia mano de su dueño y al salir de la discoteca a las cuatro de la madrugada el automóvil ya había cruzado la frontera.
En ese BMW Miguel había recorrido todo el mapa de España. Le había mostrado a su nieto la ruta del románico palentino, el monasterio de Silos, la Via Sacra gallega, la Alhambra y los pueblos más bonitos de Andalucía mientras le iba contando las historias de cada lugar; por su parte había seguido las guías gastronómicas de La Rioja, del País Vasco y del Ampurdán. Entre todos los viajes siempre recordaría el de aquel verano en que después de pasar por Port Lligat donde había brotado el surrealismo de Dalí había llegado a Colliure, luego había visitado las playas de Argeles y finalmente había recalado en Ceret. Era un triángulo del Rosellón lleno de energía. En Colliure estaba la tumba de Antonio Machado y allí inició Matisse el fovismo; a Ceret desde 1911 acudía todos los años Picasso a ver a Manolo Hugué y a la sombra de los álamos se unían Juan Gris y George Bracque. Ese lugar de veraneo se consideraba la cuna del cubismo. Y en Argeles estaba el recuerdo de los refugiados de la Guerra Civil. Miguel creía que viajar solo era un placer si la cultura se le pegaba a la chapa color cereza del BMW.
Un sábado por la tarde había usado el coche para ir al Teatro Real, donde daban la ópera Norma. Pasada la medianoche, después de cenar con unos amigos, de regreso a casa, había dejado el automóvil bien aparcado en la esquina de su calle. Al apagar el motor cesó de sonar automáticamente la Tocata y Fuga de Juan Sebastian Bach. Al día siguiente, domingo, a eso de la una de la tarde, lo despertó una llamada de teléfono. Un ciudadano le preguntó si su nombre y apellidos eran los que constaban en los papeles de la guantera de un BMW color cereza. Miguel, todavía somnoliento, contestó afirmativamente. Entonces el ciudadano le dijo que le habían robado el coche y le dio unas señas si quería recuperarlo: estaba en una calle de un polígono del sur de Madrid. Miguel tomó un taxi y al llegar a esa dirección el ciudadano le estaba esperando. Le dijo que había tenido mucha suerte porque los tres ladrones, cuya catadura era infame, lo habían aparcado un momento para tomarse unas cañas en el bar de al lado pensando seguir camino, pero huyeron precipitadamente al ser descubiertos por unos vecinos que se les enfrentaron al ver los cristales rotos. Miguel descubrió un cuadro desolador dentro del coche donde debido a una conexión de cables arrancados seguía sonando sin parar la Tocata y Fuga de Bach. Los asientos estaban sucios de orines, los ladrones en la fuga se habían dejado una bolsa con un garfio atado a una soga, una navaja, un cuchillo, dos jeringuillas, una chupa que olía a tabaco y varias monedas esparcidas por las alfombrillas entre manchas de sangre.
De pronto, Miguel comprendió que todo lo que ese coche significaba para él se había venido abajo. En efecto, en 2008 la burbuja financiera había reventado y los cochazos que llevaban a los nuevos ricos por propia voluntad a misa, a la marisquería y a matar marranos se habían esfumado y el BMW de Miguel, siempre impoluto, con aroma de cuero fino y alimentado con música clásica que le llevó a los pueblos más bellos de España no había sido robado para llevárselo a Rumanía, pero en su lugar había hecho un viaje a los infiernos.
Babelia
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