Franz Schubert: alfa y omega
Andrè Schuen confecciona un programa modélico en su segundo recital en el Teatro de la Zarzuela, que se abre y se cierra con el compositor austriaco, pero su interpretación deja en el aire algunas dudas
Hace tres años, en su presentación en el Ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela, Andrè Schuen apostó por un ambicioso programa con obras de Robert Schumann, Franz Liszt y Frank Martin. Hace diez meses, cuando ya se había consagrado como uno de los cantantes con mayor proyección internacional de su generación, cambió de registro e interpretó en el Círculo de Bellas Artes Die schöne Müllerin, el ciclo de canciones de Franz Schubert que le acababa de servir a su vez como tarjeta de presentación tras firmar un contrato discográfico con el prestigioso sello Deutsche Grammophon. Ahora ha vuelto a elegir al compositor austríaco para comenzar y concluir su recital, completado con una de las colecciones, que no ciclos, de Gustav Mahler sobre poemas de Friedrich Rückert y seis canciones espigadas de diversas publicaciones de Erich Wolfgang Korngold.
XXVIII CICLO DE LIED
Lieder de Franz Schubert, Gustav Mahler y Erich Wolfgang Korngold. Andrè Schuen (barítono) y Daniel Heide (piano). Teatro de la Zarzuela, 17 de mayo.
Entre medias, Schuen fue un Olivier excepcional en el ya histórico montaje de Capriccio de Christof Loy y acaba de cantar un más que notable Conde Almaviva en Le nozze di Figaro, en ambos casos en el Teatro Real. Da la impresión, corroborada en la edición demediada del centenario del Festival de Salzburgo en 2020, cuando dio vida a un modélico Guglielmo en el Così fan tutte minimalista e hiperteatral dirigido también por Christof Loy, que Schuen se desenvuelve como pez en el agua en un teatro de ópera: es un excelente actor, disfruta metiéndose en la piel de sus personajes, tiene un físico poderoso y su calidad innata parece realzarse y brillar más si tiene a su lado a un director musical y un director de escena que sepan explotar todo su potencial, que, a sus 38 años, es inmenso.
El Lied, sin embargo, es otro mundo, y hay que dejar constancia desde este momento que, en este repertorio, Schuen jamás suena operístico en este ámbito mucho más intimista, algo que no puede afirmarse tan tajantemente de muchos de sus colegas. Es más, en el primer bloque de canciones de Schubert sonó excesivamente comedido, como si estuviera cantando a medio gas y calentando la voz. Las dos primeras canciones, de hecho, pasaron prácticamente inadvertidas, lo que fue especialmente grave en el caso de Über Wildemann, una de esas joyas poco frecuentadas del último Schubert. Su admirado Goethe fue un enamorado de las montañas del Harz, que ascendió desde 1777 en varias ocasiones, y que cantó en su Harzreise im Winter (Viaje por el Harz en invierno), varios de cuyos versos fueron utilizados posteriormente por Johannes Brahms en su desoladora Rapsodia para contralto. También recorrió esas montañas y las retrató Caspar David Friedrich en 1811, y cinco años después, haría lo propio Ernst Schulze, que escribiría su poema Über Wildemann; einem Bergstädtchen am Harz (Sobre Wildemann, un pueblecito de montaña en el Harz) el 28 de abril de 1816.
Entre 1825 y 1826, Schubert puso música a diez poemas sacados del Poetisches Tagebuch (Diario poético) de Schulze, pero no hay ninguno tan premonitorio del futuro Winterreise como este Lied feroz de principio a fin, en el que tan atronador es el sufrimiento del protagonista como los sonidos de la naturaleza. La fuerza del poema deriva del contraste entre la primavera que ya asoma en el valle y el invierno que aún reina en las cumbres. Dominado por “ideas sombrías”, el caminante se asemeja al de Winterreise en que solo quiere seguir avanzando, dejándose avasallar por el inhóspito fragor de la naturaleza. Al igual que en Erlkönig, que cerraba el bloque schubertiano con que se inició el recital de Schuen, los tresillos (aquí partidos) son los que dominan la parte de piano. Empujan a este hombre indómito (eso podría significar también Wildemann) hacia el abismo, impeliéndolo siempre hacia arriba, hacia las cimas, lejos de la primavera y del amor, como simboliza la constante querencia ascendente de la parte vocal. Curiosamente, Über Wildemann aparecería publicado en Viena en 1829, un año después de la muerte del compositor, junto con una canción, Erinnerung (Recuerdo), muy afín desde el punto de vista musical a la famosa Die Forelle (La trucha) y, por tanto, muy alejada de la furia emocional de su compañera de edición.
Nada de este carácter de la música de Schubert y del poema de Schulze se plasmó en la insulsa interpretación de Schuen, demasiado amable y complaciente. No mejoraron mucho las cosas a continuación y el mejor refugio para salir de la monotonía era admirar el magnífico registro grave del italiano, que funcionó desde el primer minuto como un reloj bien calibrado. Los primeros detalles personales, los primeros destellos de una auténtica interpretación de música y texto, llegaron en Der Jüngling und der Tod, con ese “O komm” repetido al final de la intervención del muchacho y, sobre todo, con la lacónica respuesta de la Muerte, cantada con una voz plana, casi como salida de ultratumba. A continuación, Erlkönig sonó no como la balada terrible que es, sino como una canción narrativa en la que no hubo una clara diferenciación entre las cuatro personas poéticas: narrador, padre, hijo y rey. Fue aquí donde asomaron por primera vez con especial claridad las carencias del pianista Daniel Heide, incapaz de mantener con ímpetu y nitidez la infinita avalancha de tresillos en la mano derecha. Schuen tampoco recurrió a la actuación en un Lied que podía prestarse a ello, pero, entre uno y otro, este episodio de auténtico terror concebido por un Schubert adolescente de tan solo 18 años se quedó en muy poca cosa. Con otro pianista, y bien aleccionado, Andrè Schuen podría cantarlo sin duda infinitamente mejor. La respuesta del público tras este primer bloque de canciones fue notoriamente fría, la constatación de que no estaba produciéndose ninguna auténtica comunicación entre el escenario y la sala.
El 24 de febrero de 1901, como consecuencia de una fuerte hemorragia, Gustav Mahler pensó que “había sonado” su “última hora” y no es de extrañar que en ese mismo año nacieran, por un lado, sus Kindertotenlieder (Canciones sobre la muerte de los niños) y, por otro, cuatro de sus cinco canciones sobre poemas de Friedrich Rückert, la última de las cuales, Ich bin der Welt abhanden gekommen (Me he retirado del mundo), está también impregnada de una fuerte consciencia de nuestra condición de seres mortales. Así pues, cuando Mahler vivía o sentía la muerte de cerca, componía música fúnebre. El compositor escogió únicamente cinco de los nada menos que 428 poemas que escribió Rückert tras la muerte de sus hijos Ernst y Luise con tan solo cinco y tres años, respectivamente. Lo que no podía imaginar Mahler es que la decisión de poner música a estos poemas tendría un macabro carácter premonitorio, ya que pocos años después, su primogénita, Maria, fallecería a los cuatro años víctima también de la escarlatina, lo que supuso un golpe brutal del que ya no se recuperaría nunca. Mahler había convivido siempre de cerca con la muerte: siete de sus trece hermanos murieron muy pequeños y vio morir con cierta consciencia a cinco de ellos. Otro, Otto, se suicidaría y, cuando Gustav tenía catorce años, vivió la experiencia traumática de la muerte de su hermano predilecto, Ernst, un año menor que él y al que contaba cuentos durante horas en su cama. Pero la muerte de Maria fue diferente y marcó el comienzo del fin, de esa recta final cuyo último capítulo es Der Abschied, la despedida con que se cierra Das Lied von der Erde.
Fue un gran acierto por parte de Schuen enlazar la muerte del niño de Erlkönig con estas cinco canciones de Mahler, ahora que ha quedado claro su trasfondo. Sin embargo, tampoco aquí logró crearse la atmósfera de desolación que se respira tanto en los versos de Rückert como en la música casi siempre desnuda y esencial del compositor austriaco. Un problema casi constante fue la dinámica, porque las constantes indicaciones de pianissimo de Mahler —en la voz y en el piano casi en igual medida— solían traducirse en mezzoforte, como sucedió en los comienzos de la segunda y la tercera canción, Nun seh’ ich wohl, warum so dunkle Flammen y Wenn dein Mutterlein tritt zur Tür herein. En otros casos, el problema fue el tempo, como en la cuarta canción, Oft denk’ ich, sie sind nur ausgegangen!, en la que Mahler pide expresamente no acelerar, no apresurarse, mientras que Schuen y Heide hicieron todo lo contrario. Al final de este mismo Lied, cuando Mahler escribe su primer fortissimo sobre “jenen Höh’n” (“aquellas colinas”), su interpretación no impresiona como debiera, porque ya se había alcanzado casi esa dinámica previamente. El pianista volvió a mostrar sus limitaciones en la muy difícil introducción instrumental de la última canción, In diesem Wetter, in diesem Braus, con la constante alternancia entre forte y piano y la dificultad añadida de los trinos cortos en terceras en la mano izquierda. Pero, más allá de deficiencias puntuales, lo grave es que en ningún momento supo crearse el clima que propicia el impacto emocional que tienen que producir estas canciones desoladas. Schuen las cantó muy bien, como todo lo que canta, pero sin adentrarse en sus entrañas.
Tras el intermedio, las cosas mejoraron ostensiblemente en las cinco canciones de Erich Wolfgang Korngold, un virtuoso de la composición cuya carrera se vio truncada por la llegada de los nazis al poder. Una encuesta realizada por Das neue Wiener Tageblatt en 1928 arrojó el resultado de que los dos más grandes compositores vivos eran Arnold Schönberg y el propio Korngold. Aunque triunfaría con sus bandas sonoras para el cine de Hollywood, el austriaco tenía talento para mucho más que eso: Nachtwanderer, por ejemplo, que abrió la segunda parte, es un Lied tan extraordinario que podría haberlo escrito Robert Schumann, y no solo porque parta de un poema de Joseph von Eichendorff. Lástima que Schuen no eligiera, de esta misma colección, la op. 9, Liebesbriefchen, un ejemplo supremo del arte melódico de Korngold.
Es curioso que el barítono se mostrara bastante remiso a resaltar los portamentos que anota expresamente el compositor en varias canciones (Sterbelied, Mond, so gehst du wieder auf o Was du mir bist), así como a seguir de cerca la profusión de indicaciones interpretativas de la partitura. Dicción y afinación (no era nada fácil el paso de los seis bemoles de la cuarta canción a los seis sostenidos de la quinta) siguieron revelando, en cambio, a un virtuoso, a un poseedor de todos los recursos técnicos necesarios para enfrentarse a estas canciones. Heide, sin embargo, volvió a estar varios escalones por debajo de su compañero, haciendo que se perdiera en parte la inmensa riqueza armónica de la citada Mond, so gehst du wieder auf o sin saber crear el aura de misterio, “como un suspiro, siempre solo ‘color’” que prescribe Korngold en la introducción pianística de In meine innige Nacht. Pero aquí se percibió ya una mayor comunión con el público, que había vuelto a acoger antes del intermedio las canciones de Mahler con gran frialdad. En Korngold, Schuen elevó sustancialmente el umbral de expresividad y la gente lo percibió y lo agradeció.
El bloque final dedicado de nuevo a Schubert se abrió con la extraordinaria An den Mond in einer Herbstnacht, que sonó aburrida, poco orgánica y apenas contrastada. Pero a continuación, contra todo pronóstico, llegó el mejor momento del recital, una magnífica interpretación de Die Mutter Erde, una rareza dentro del inagotable catálogo schubertiano: aquí sí hubo fondo, emoción, trascendencia, o el tempo y la dinámica justos. En Nachtviolen, Schuen lució su media voz, de enorme calidad, mientras que a Nacht und Träume le faltó de nuevo unidad, con sus diversos elementos demasiado atomizados. El público, ya más alerta y entonado al final del recital, demandó una propina y la obtuvo: la inevitable Morgen, de Richard Strauss. No puede decirse que Andrè Schuen, con un programa de concepción sobresaliente, haya venido a Madrid a buscar el lucimiento o el aplauso fáciles. Pero aún tiene mucho camino por delante para ser un gran liederista. Posee todas las condiciones y las herramientas para ello, pero necesita reflexionar, profundizar (tanto en los poemas como en la música) y probar a cantar con un pianista de su misma talla.
Babelia
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