Jóvenes veteranos
Lección de musicalidad y saber hacer de Christoph Prégardien y Roger Vignoles en el Teatro de la Zarzuela
Quien pensara que iba a asistir a un recital de dos veteranos en el ocaso de sus carreras tuvo que cambiar de opinión tras salir el lunes del Teatro de la Zarzuela. El tenor Christoph Prégardien (65 años) y el pianista Roger Vignoles (diez años mayor) impartieron una lección de esa sabiduría que solo puede conquistarse con la edad. En el programa, una única obra, Die schöne Müllerin, el primero de los grandes ciclos de Franz Schubert, antesala o puerta de entrada en Winterreise: sin los colores y la atmósfera primaveral de uno quizá no habrían sido posibles los blancos y grises invernales del otro. Wilhelm Müller escribió los poemas de ambos y su novedosa construcción de la clásica figura del errabundo romántico espoleó la inspiración schubertiana hasta extremos que superaron con mucho todo lo compuesto hasta entonces. Y lo hizo en dos momentos cruciales de la vida del compositor: tras contagiarse de sífilis y cuando su muerte parecía ya cercana e inevitable. Quizá por eso el austriaco supo hacer suyos los poemas de esa manera: el dolor de sus protagonistas era el suyo propio.
XXVII Ciclo de Lied
Franz Schubert: 'Die schöne Müllerin'. Christoph Prégardien (tenor) y Roger Vignoles (piano). Teatro de la Zarzuela, 12 de abril.
El color verde aparece mencionado explícitamente hasta en seis canciones de Die schöne Müllerin. Winterreise, sin embargo, se encuentra dominado de principio a fin por el blanco, el color de la nieve y el hielo y, como vamos aprendiendo conforme avanza el paseo, también el de la desolación, la nada y la desesperanza. Ambos colores sí coinciden a la hora de contraponerse al negro que sirve de epílogo a uno y otro ciclo. Partiendo de inicios diferentes, los dos viajeros concluyen su travesía de idéntico modo. El verde –símbolo tradicional de la esperanza, un sentimiento que alienta aún en muchas de las canciones del primer ciclo– acaba fundiéndose con el azul del arroyo que se convierte en el sepulcro natural del protagonista: el negro es el resultado inevitable de la fusión de ambos. En Winterreise, por su parte, la escena, a la manera de las películas antiguas, se desarrolla casi íntegramente en blanco y negro: la nieve y la noche son el refugio final e insoslayable de un caminante cansado de sufrir.
Die schöne Müllerin y Winterreise son dos ciclos complementarios, que se necesitan el uno al otro. Aunque los dos se aventuran a un verdadero salto en el vacío, el segundo parte exactamente del punto, de la pendiente por la que acabó despeñándose el primero. Winterreise nace de la desesperación, que es justamente el destino final del protagonista de Die schöne Müllerin, ilusionado al menos en un principio con la llegada y los placeres de un amor que su continuador ya ha dejado definitivamente atrás. La bella molinera se encuentra aún habitado por seres humanos, lejanos e intangibles casi siempre, pero copartícipes en fin de cuentas de la travesía en el desierto del joven molinero. Viaje de invierno, en cambio, nos presenta un mundo frío e inhóspito, en el que, como en los cuadros de Caspar David Friedrich, el ser humano –un solo y diminuto ser humano– aparece enfrentado a la inmensidad de una Naturaleza en la que su imagen, su rostro, sus pensamientos terminan por diluirse imperceptiblemente. Las cinco tonalidades menores del primer ciclo y las diecisiete del segundo constituyen, asimismo, un perfecto paradigma del diverso clima anímico que dejan traslucir unas y otras canciones de Schubert. Tomando prestada la dicotomía apuntada por John Donne en su último sermón, El duelo de la muerte, que habría de convertirse poco después de su redacción en 1630 en su propia plegaria fúnebre, Die schöne Müllerin nos presenta “la vida en muerte”, mientras que Winterreise –el auténtico testamento schubertiano– decide adentrarse en un lento y poco confortable itinerario por “la muerte en vida”.
El peregrinaje fue una constante de los románticos europeos. Lo llevaron a cabo en la práctica (jamás Europa conoció tantos viajeros) y lo erigieron en protagonista de novelas y en metáfora de poemas, en los que el peregrino marchaba –vagaba, más bien– en pos de mundos, personas y países que no hacían sino esconder la difícil y dolorosa búsqueda de su propia identidad. Los personajes de Müller –itinerantes, como su creador de ficción en el título global de las dos colecciones de poemas (1820 y 1824) que los albergan: Setenta y siete poemas de los papeles póstumos de un trompista itinerante– limitan su vagabundeo a un pequeño y simbólico microcosmos –la orilla de un arroyo, un paisaje invernal– en el que encuentran todos los elementos, o los puntos de partida, para meditar sobre sí mismos y sobre el porqué de su devenir. “Che vuol dir questa solitudine immensa? ed io che sono?”, las dos preguntas que Giacomo Leopardi pone, en 1829, en boca de su “pastore errante dell’Asia” (atención al adjetivo) podrían ser pronunciadas, mutatis mutandis, por cualquiera de los antihéroes de Müller/Schubert. La primera persona, elíptica o confesa, elegida por el escritor alemán convierte todos los poemas en un vuelo sin rumbo de la fantasía, abocada a un naufragio –de nuevo una imagen leopardiana– tan solo agridulce en la engañosa canción de cuna que cierra Die schöne Müllerin y decididamente amargo en el desolador nihilismo de la imagen espectral del solitario y aterido tañedor de zanfona de Winterreise.
El pasado 21 de marzo, dos intérpretes en el tramo inicial de sus carreras, el barítono Andrè Schuen y el pianista Daniel Heide, interpretaban también en el Círculo de Bellas Artes este mismo ciclo, La bella molinera, en una versión que reflejaba la pujanza de su juventud. Prégardien y Vignoles, colaboradores de largo recorrido sin nada que demostrar, optaron por un enfoque muy diferente, el que nace de la madurez, la experiencia y el conocimiento de los propios medios, sin por ello renunciar a transmitir las dudas y desesperaciones del joven protagonista del ciclo. El alemán ha sido un tenor que ha construido gran parte de su carrera a caballo entre la música antigua y el Lied: fue el Evangelista de referencia de las Pasiones de Bach durante años y a él se deben también muchas de las más interesantes incursiones de la interpretación con instrumentos de teclado históricos de la canción alemana de los siglos XVIII y XIX. Su voz ha perdido parte del esmalte de antaño y su fiato tampoco es ya el que era, pero suple cualesquiera carencias con una musicalidad de muchos quilates, un falsete fácil (maravilloso el “nass” en los compases 14 y 15 de Trockne Blumen) y de enorme belleza tímbrica y una técnica que sigue permitiéndole sortear cualesquiera exigencias, por más que ya no pueda hacerlo con el desparpajo y la solvencia de antaño.
Roger Vignoles ha acompañado a una pléyade de grandes cantantes durante el último medio siglo, de Kiri te Kanawa a Elisabeth Söderström, de Sarah Walker a Thomas Allen, de Felicity Lott a Mark Padmore. Ha cultivado todos los repertorios y, al igual que el magisterio de Prégardien en Colonia ha iluminado a varios cantantes de primera fila (con su propio hijo Julian, que sigue sus mismos pasos y cultiva repertorios muy similares, entre ellos), Vignoles ha formado en el Royal College of Music de Londres, desde su cátedra de “piano colaborativo”, a las nuevas generaciones de pianistas acompañantes. Basta verlos y escucharlos para darse cuenta de lo mucho que tienen que enseñar.
Prégardien empezó el concierto ya muy entonado, a años luz de otros comienzos muy dubitativos de afinación y empaque, tan habituales en el mundo de los recitales líricos. Se nota, eso sí, que en las canciones que demandan mayor agilidad y tomas de aire más espaciadas, el alemán pasa pequeños apuros: así sucedió en el Das Wandern inicial y, posteriormente, en Mein!, Der Jäger o Eifersucht und Stolz. Sin embargo, cuando la música se remansa y hace falta recurrir a la profundización psicológica (Die liebe Farbe), la multiplicidad de personas poéticas (Am Feierabend) o, simplemente, al fraseo desgranado lentamente de melodías sencillas pero con capacidad para quedarse aferradas a la memoria (Des Müllers Blumen, Trockne Blumen, Des Baches Wiegenlied), el arsenal de recursos de Prégardien, con la gestualidad justa, parece no tener fin. Notas atacadas sin apenas o con muy poco vibrato recuerdan su familiaridad con la interpretación historicista, aunque no asomaron en el recital sus propuestas de antaño (junto con Andreas Staier) de introducir pequeños adornos o variaciones en las canciones estróficas, a la manera barroca, y con justificación teórica en tratados y documentos históricos.
Prégardien tampoco necesita añadir variedad por esos medios: ni una sola de sus repeticiones suena rutinaria y él sabe cómo diferenciar una de otra introduciendo levísimas inflexiones, como hizo en la frase final de las cuatro estrofas de Morgengruß, otras tantas auténticas variaciones sobre una misma melodía, demorando levemente y de forma casi imperceptible el descenso de semitono final (Fa-Mi). Roger Vignoles, que se las sabe todas, esperaba a su compañero cuando, en las canciones rápidas, Prégardien no podía mantener la uniformidad del tempo o necesitaba introducir alguna toma de aire adicional. Al igual que el tenor, Vignoles optó por un drama mucho más interior que exterior, cargando las tintas en las canciones más intimistas y reflexivas. Y su mano izquierda no ha perdido un ápice de la sutileza y la presencia sonora de siempre.
Los grandes músicos jamás eligen las propias por capricho. Del consolador Mi mayor de Des Baches Wiegenlied pasamos a idéntica tonalidad en Der Lindenbaum, la quinta canción de Winterreise (también habría otro puente natural entre la “lluvia de lágrimas” de La bella molinera y las “lágrimas heladas” de Viaje de invierno). Y de ahí, añadiendo un sostenido, al Si mayor de Nacht und Träume, el prodigio schubertiano a partir de un poema casi inocuo de Matthäus von Collin, que a su vez enlazaba con el clima onírico de El tilo. Todo encajaba perfectamente y Christoph Prégardien se valió del último verso (“Holde Träume, kehret wieder!”, “Dulces sueños, ¡volved!”) para expresar su alegría de poder actuar por fin frente a un público real (y no solo delante de unas cámaras) y su deseo de que la vida cultural, tal como la conocíamos, regrese también pronto. A ninguno de los dos se les notó, como está siendo tan habitual en los últimos meses, el parón en su actividad y la falta de familiaridad sobrevenida en el escenario. De hecho, Roger Vignoles ha estado ofreciendo desde que empezó la pandemia una serie de lo que ha bautizado como Long-Distance Lieder (Canciones de larga distancia), con él en su casa de Londres y los diversos cantantes en sus respectivos lugares de residencia. Prégardien parecía no haber interrumpido en ningún momento su carrera, tal era la naturalidad, fluidez y expresividad con que cantaba, como ha hecho siempre. Nunca ha sido un divo, por fortuna, como esos otros tenores de relumbrón, pero su magisterio y su sensibilidad han dejado y seguirán dejando huella.
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