Solo
El recital, de altísimo nivel de principio a fin, pasó en un suspiro, pero las caras del público reflejaban que su poso tardaría mucho en disiparse
El destino había querido que dos tenores extraordinarios, Mark Padmore y Jonas Kaufmann, cantasen esta semana en Madrid en días contiguos. Pero las pertinaces dolencias del segundo (su recital de enero aplazado a este martes ha vuelto a cancelarse, ya definitivamente) han impedido vivir la doble experiencia. Padmore se ha quedado, pues, simbólicamente solo, pero, ¿existe mejor manera de afrontar la interpretación de La bella molinera?
En el primer gran ciclo de Schubert hay subidas, llanos y bajadas; Viaje de invierno será luego, en cambio, un continuo y pronunciado descenso, una lenta y poética caída al vacío. Los dos retratan, cada uno a su manera, un vía crucis en el que un caminante errabundo sucumbe al desamor, vivido en presente en La bella molinera y con su llaga aún supurando en Viaje de invierno, donde sirve de espoleta para que huya de todo y de todos. Cuando Kaufmann grabó el primer ciclo, aparecía en la cubierta del disco remedando en pose y vestimenta al Caminante sobre el mar de nubes de Caspar David Friedrich. Y su interpretación era también la de un joven enérgico y vital, casi heroico. Padmore, en cambio, encarna a un caminante frágil, quebradizo, meditabundo, hasta que, como Ofelia, decide ahogarse dulcemente en el arroyo que le había servido de confidente.
La bella molinera
La bella molinera, de Franz Schubert. Mark Padmore (tenor) y Roger Vignoles (piano). Teatro de la Zarzuela, 21 de noviembre.
Las canciones de La bella molinera, la mayoría estróficas, son de una sencillez engañosa: parece no pasar nada, pero en poco más de una hora hemos asistido al drama colosal de una vida truncada. Padmore logra transmitir ese espíritu casi ingenuo, dejando que, con el máximo comedimiento corporal, la voz lo haga todo. Su falsete se vuelve casi una voz blanca y translúcida a partir del Fa, aunque sin perder su potencia expresiva. Con una dicción alemana asombrosa para un no nativo, exprime a fondo la esencia poética de cada canción, retratando sin excesos al rival del molinero y cargando lo justo las tintas en las tres canciones que desencadenan la tragedia final: Con la cinta verde del laúd, El cazador y Celos y orgullo. Alcanzó quizá su cenit en Flores secas, donde se dieron cita todas sus virtudes, alentadas siempre por la colosal prestación pianística de Roger Vignoles, que tocó las cuatro corcheas iniciales como solo un maestro de su talla es capaz de hacerlo: ahí estaba ya, in nuce, toda la canción. El recital, de altísimo nivel de principio a fin, pasó en un suspiro, pero las caras del público reflejaban que su poso tardaría mucho en disiparse.
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