Beaumarchais en Estocolmo
En su montaje de ‘Las bodas de Fígaro’ que se ha estrenado en el Teatro Real, Claus Guth relega casi la acción a un segundo plano y pone la música y la actuación escénica al servicio de desnudar la psique y los deseos irrefrenables de los personajes
Ha coincidido de lleno el estreno de Le nozze di Figaro en el Teatro Real con el comienzo de las actividades de La Noche de los Libros, una circunstancia que invita a recordar brevemente al escritor que inspiró a Lorenzo da Ponte la redacción de la comedia per musica que serviría a su vez de sustento literario para lo que Mozart calificaría de opera buffa en la entrada correspondiente del catálogo manuscrito de sus propias obras (fechada el 29 de abril de 1786, tan solo dos días antes del estreno en el Burgtheater de Viena). La obra original de Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais, La folle journée, ou Le mariage de Figaro, una “comédie en cinq Actes, en Prose”, se había estrenado en París casi exactamente dos años atrás, el 27 de abril de 1784. Pero no fue fácil llegar hasta allí, ya que la transgresora y audaz comedia había sido prohibida por Luis XVI, a pesar de que su mujer, María Antonieta, había encarnado al personaje de Rosina. la futura condesa, en El barbero de Sevilla, la obra que inauguró la trilogía de Fígaro. Napoleón se refirió a la segunda entrega como “la revolución en acción”, mientras que Danton afirmó que fue Fígaro quien “acabó con la nobleza”, como si su navaja de barbero se hubiera transformado en la hoja de la guillotina que acabaría segando tantas cabezas aristocráticas.
Las bodas de Fígaro
Música de Wolfgang Amadeus Mozart. Andrè Schuen, María José Moreno, Julie Fuchs, Vito Priante, Monica Bacelli, Rachael Wilson y Fernando Radó, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: Claus Guth. Teatro Real, 22 de abril. Hasta el 12 de mayo.
La vida de Beaumarchais (que tomó este nombre de una propiedad de su primera mujer) fue cualquier cosa menos aburrida. Además de dramaturgo, fue relojero (como su padre), profesor de música (de las hijas del rey), espía, polemista, editor de las obras del “inmortal Voltaire” (así lo califica Figaro en las coplas finales del quinto acto de su comedia), diplomático (o al menos se hacía pasar por tal) y lo que hoy llamaríamos traficante de armas: una famosa partida tuvo como destinatarios a los insurgentes en la guerra de independencia americana. Fue el único hijo varón criado junto a cinco hermanas, lo que explica sin duda sus constantes muestras de empatía hacia las mujeres, que salen mucho mejor paradas en sus obras de lo que era habitual en el teatro de la época. No estuvo nunca en Sevilla, pero sí algo menos de un año (desde mayo de 1764 hasta marzo de 1765) en Madrid, adonde viajó para defender el honor de una de sus dos hermanas (conocidas como “las Caronas” y que vivían en la ciudad desde 1748), tras una promesa incumplida de matrimonio de un tal José Clavijo y Fajardo, para hacer varios negocios (todos, a la postre, fallidos) y para cobrar, también sin éxito, deudas debidas a su padre por varios aristócratas españoles. Su carácter y su optimismo ontológico quedan resumidos en lo que escribió a su padre, en una carta fechada en Madrid el 28 de enero de 1765: “Mi inagotable buen humor no me ha abandonado un solo momento”.
En Madrid asistió con frecuencia a bailes y, dada la aparición de un fandango al final del tercer acto de Le nozze di Figaro (del cuarto en la comedia original de Beaumarchais), viene al caso recordar lo que escribió al duque de la Vallière: “La danza más popular aquí es algo llamado el fandango, cuya música posee una extrema vivacidad y cuya toda diversión consiste en dar pasos y hacer movimientos lascivos (...). Incluso yo, que no soy el más recatado de los hombres, no pude evitar sonrojarme. (...) Hay duquesas y otras damas muy distinguidas cuyo entusiasmo por el fandango es ilimitado. El gusto por esta danza obscena, que podría quizá compararse con la ‘calenda’ de nuestros negros en América se encuentra firmemente asentado en estas personas”. Giacomo Casanova, amigo de Lorenzo da Ponte, el libretista de Mozart, dejó una descripción escrita similar cuando vio bailar en Madrid el fandango años después: “Cada pareja baila solo tres pasos, pero las actitudes y los gestos son los más lascivos imaginables”.
El fandango que se ve en el Teatro Real no tiene, sin embargo, nada de lascivo, del mismo modo que son muchos los cambios que percibirá el espectador respecto a producciones más tradicionales, la última la muy almodovariana de Vincent Huguet en la Staatsoper de Berlín. Conviene recordar que la puesta en escena anunciada inicialmente por el Real fue la de Lotte de Beer, estrenada sin pena ni gloria el pasado verano en el Festival de Aix-en-Provence. Vistos los pobres resultados, se decidió con buen criterio sustituirla por una visión casi antagónica de la obra: si la neerlandesa la dejaba reducida ya desde el principio a una farsa a medio hacer plagada de chistes fáciles y no siempre graciosos, lo que hizo Claus Guth cuando se estrenó originalmente la suya en el Festival de Salzburgo en 2006 fue eliminar casi su carácter bufo y convertirla en una comedia psicológica con un inequívoco aire melancólico y fuertemente reflexivo. Se exploraban a fondo los sentimientos de todos los protagonistas, trasplantados de Beaumarchais a —según confesión propia del director alemán— las obras de August Strindberg y Henrik Ibsen o las películas de Ingmar Bergman. Visto el aire centroeuropeo de la escenografía, su iluminación nada sevillana ni meridional y su sobrio vestuario en tonos blancos, negros, grises y azules oscuros, también cabría pensar, por qué no, en un relato de tintes freudianos como los que imaginó Arthur Schnitzler.
Aquel enfoque rompedor tuvo su correlato musical en una dirección en la que Nikolaus Harnoncourt impuso unos tempi excepcionalmente lentos a fin de que fuera también la música la que fuera desenmascarando a los personajes, una decisión en consonancia con el trasvase operado por el director teatral alemán, que dejaba de poner el énfasis en los hechos externos (resortes cómicos incluidos) para concentrarse en los deseos y las motivaciones internas más ocultas. La propuesta de Guth es muy arriesgada, no solo porque invierte los términos tradicionales y erradica casi por completo la comicidad, sino porque fía buena parte de su credibilidad a la introducción de un personaje mudo, un deus ex machina recurrente, un ángel, un querubín alado, un Eros, un Cupido, que, fiel a su significado latino, instila deseos irrefrenables en unos personajes ávidos de amor y de sexo. Se convierte en un factótum que, ya desde la Sinfonía inicial (así la llama Mozart en su manuscrito), pone literalmente en movimiento a las tres parejas (Figaro y Susanna, el conde y la condesa, Bartolo y Marcellina), inmóviles como estatuas hasta su aparición haciendo malabares con tres manzanas, una fruta llena de resonancias eróticas y pecaminosas. Presentar a un adulto (el actor Uli Kirsch, que ya estrenó la producción en Salzburgo y ahora es, por tanto, 16 años mayor) vestido de niño, con calcetines altos, pantalón corto, aspecto de marinerito y alas blancas (sus plumas tendrán también un fuerte carácter simbólico durante toda la ópera), y convertir a este zangolotino en un artífice creíble de casi todo cuanto sucede, que abre y cierra puertas, hace aparecer personajes o prescribe los movimientos de unos y otros, entraña unos peligros indudables.
En esta reposición madrileña se ha respetado la letra del guion ideado en su día por Claus Guth, pero el espíritu ha logrado mantenerse vivo solo a medias, porque su propuesta requiere de una comunión perfecta entre foso y escena (lo que no siempre se ha producido en Madrid) y una convicción y credibilidad absolutas por parte de todos los cantantes, obligados a ser asimismo actores de primera, como lo eran siempre los de Ingmar Bergman, tanto en sus películas como en sus propios montajes de Strindberg o Ibsen. Ivor Bolton dirigió el primer acto más o menos en la línea de Harnoncourt, aunque sin llegar a sus extremos de contención del tempo. A partir del segundo, en cambio, le escuchamos un Mozart más reconocible, más ágil y vivaz, nervioso incluso por momentos, en consonancia con las magníficas prestaciones que nos ha regalado en el pasado de títulos como Idomeneo, La flauta mágica o Don Giovanni (este último también con dirección escénica de Claus Guth). Los recitativos sí que siguieron sonando con una tónica parsimoniosa durante los cuatro actos, de nuevo porque su función no es aquí tanto impulsar la acción como revelarnos valiosos detalles de la manera de pensar y sentir de quienes los cantan casi como si los hablasen. Por eso el choque con arias, dúos o conjuntos resultó aún más desconcertante, ya que parecían apuntar en direcciones conceptualmente diferentes.
En este sentido, quien mejor cumple el dificilísimo cometido que impone la visión de Guth a sus cantantes es María José Moreno, que sabe componer una condesa sufriente, observadora dolida y resignada de las infidelidades y el desamor de su marido, al tiempo que consumida ella también por la pasión aún pura y genuina que le ofrece y le inspira el joven Cherubino. La soprano granadina se merecía sobradamente una oportunidad como esta (una condesa Almaviva en un primer reparto en Madrid) y no la ha desaprovechado, aunque su composición del personaje se beneficiaría de una mayor contención y sutileza dinámicas en sus dos grandes arias en solitario (“Porgi amor” y “Dove sono i bei momenti”, ambas magníficamente cantadas). Rachael Wilson, por el contrario, da vida a un paje vocalmente muy poco atractivo y más bien torpón, aunque vestir como el otro Querubín no le pone las cosas nada fáciles. En el excelente final del cuarto acto, prefigurado por la doble escalera sobre la que hay depositados dos vestidos blancos de novia (la superior e invertida desafía tanto la lógica visual como la ley de la gravedad) y por el hombre que cuelga boca abajo (otro Doppelgänger, en este caso de Figaro, que es quien canta en ese momento), es Cherubino el único que no rechaza con un manotazo a su homónimo, hasta entonces omnímodo y ahora, por primera vez, impotente para manejar a su antojo, como si fueran marionetas bajo sus hilos, los movimientos, reacciones, gestos y sentimientos de todos los personajes. Por eso el paje cae desplomado sobre el suelo al tiempo que suena el último acorde de la ópera y Cupido desaparece —esta vez definitivamente— por la misma ventana por la que había entrado al comienzo de la ópera: “la folle journée” ha surtido su efecto, por más que sea muy diferente, y sin moralina o lieto fine, de aquel que suele ofrecérsenos habitualmente en variantes más o menos similares.
Andrè Schuen solo da realmente su enorme talla en el aria del comienzo del tercer acto, a pesar de tener que empezarla y terminarla cargando literalmente sobre sus hombros con Uli Kirsch. Ni su prestación actoral ni su despliegue vocal están al nivel de su Guglielmo en el Così fan tutte de 2020 en Salzburgo o de su Olivier en el formidable Capriccio en el Teatro Real de 2019, dirigido minuciosa y genialmente en ambos casos por Christof Loy. Su juventud casa muy bien con el conde que imagina Guth, mucho más movido por una libido incontrolable que por un supuesto derecho de pernada, pero le falta profundizar en el papel e irradiar la autoridad de otras ocasiones: en Aix-en-Provence cantó el personaje de Fígaro, pero es el conde el papel ideal para sus características, el que bordará en el futuro y el que, sin duda, mejorará y matizará más en el curso de estas mismas representaciones, porque tiene todas las condiciones para ello.
Julie Fuchs conoce el personaje de Susanna del derecho y del revés, pero aquí no es la maquinadora habitual (el Querubín se erige en el Gran Urdidor), por lo que no siempre logra que ella transmita el contenido que parece querer reservarle Guth. Unos graves casi inexistentes y el volumen limitado de su voz de soprano muy ligera juegan en su contra en varios momentos (sobre todo en los conjuntos), pero ella lo compensa con desparpajo escénico y una entrega indudable, aunque el director alemán no ve en Susanna a esa criada simplemente coqueta, enredadora y de ingenio fácil y rápido que suele verse en los teatros. Algo más perdido se encuentra Vito Priante como Figaro, una voz de más entidad y calidad, pero no siempre al servicio de la causa correcta. Despojado también de su condición de correveidile que se mete y se ve luego obligado a salir de todos los charcos, pierde —también él— su papel tradicional y el italiano no consigue compensarlo con una carga adicional de hondura psicológica. Monica Bacelli es una excelente Marcellina (lástima que se suprimiera su aria del cuarto acto, que sí se cantó en Salzburgo) y una intérprete modélica de los recitativos. Como su temperamento es más dramático que cómico y no posee tampoco la voz ideal para el personaje (pasó apuros en el canto sillabato de su aria del primer acto), Fernando Radó compuso un Bartolo eficaz, pero menos convincente que el de su compañera: los suyos son dos destinos unidos de principio a fin. Irrelevante la Barbarina de Alexandra Flood, un tanto cargante y redicho el Basilio de Christophe Montagne, y muy entonados en sus cometidos puntuales tanto el Antonio de Leonardo Galeazzi como el Don Curzio de Moisés Marín.
Esta producción de Le nozze di Figaro constituye un caso claro de un potente y original concepto dramático que, para funcionar y no chirriar en ningún momento, requiere que todos los engranajes estén perfectamente engrasados y se muevan acompasadamente para que el mecanismo haga avanzar la acción siempre en el sentido deseado. Ivor Bolton hizo sonar muy bien a la orquesta, con flautas de madera, trompas y trompetas naturales, y el gran especialista Frank Stadler, al que conoce muy bien de sus años al frente de la Orquesta del Mozarteum de Salzburgo, como concertino invitado (ya cumplió idéntico cometido en Don Giovanni), aunque empezó con muchas dudas traducidas en desajustes y, sobre todo, no exhibió la coherencia global de otras ocasiones, ni con respecto a lo que quiere contársenos en escena ni en cuanto a la prestación puramente musical en sí misma. También aquí es posible que en las 12 funciones restantes se aquilaten los resultados y se complemente el trabajo realizado durante los ensayos: tampoco es fácil pasar de El ángel de fuego a Las bodas de Fígaro. Tras la infinidad de melodías memorables de esta última se esconde una partitura diabólicamente difícil que Bolton conoce muy bien por haberla dirigido con frecuencia. Si Claus Guth hubiera podido responsabilizarse personalmente de los ensayos con la meticulosidad con que lo hizo en Salzburgo, es seguro que el nivel de actuación de muchos cantantes y la congruencia escénico-musical de esta reposición (a cargo de Axel Weidauer) habrían ganado muchos enteros. Pero hay que volver a recordar que no era esta la producción inicialmente prevista por el Teatro Real, lo que no obsta para que hayamos ganado muchísimo con el cambio, porque hemos pasado de la brocha gorda de Aix-en-Provence al trazo fino de Salzburgo: demasiado fino a veces como para ser ejecutado y percibido por todos como tal.
Escribe el historiador Hugh Thomas en su estudio de la estancia de Beaumarchais en España que “Fígaro, el inmortal barbero, es a Beaumarchais lo que Don Quijote es a Cervantes y Hamlet a Shakespeare”: justo estos días de abril y de La Noche de los Libros parecen los idóneos para recordarlo. Lorenzo da Ponte, en su prólogo al libreto, expresó su convicción de, al haber acometido no una traducción, sino “una adaptación o, digámoslo así, un extracto” de la “excelente comedia” de Beaumarchais, estar ofreciendo “un nuevo tipo de espectáculo”. Claus Guth, al trasladarlo a su vez a un imaginario Dramaten de Estocolmo (fundado tan solo dos años después del estreno de Le nozze di Figaro en Viena), propone una manera radicalmente novedosa de llevarlo a escena, al presentar a unos personajes “agitados y confundidos” —que es como define el conde a Susanna en el primer acto tras su primer encuentro con Cherubino—, movidos por una fuerza superior, por un deseo que, como había confesado el propio paje un momento antes en su primera aria, ni ellos mismos son capaces de explicar.
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