Madrid bendice y aclama la ópera maldita de Prokófiev
El estreno en España de ‘El ángel de fuego’ se salda con un triunfo incontestable gracias a una dirección musical sobresaliente de Gustavo Gimeno y a una puesta en escena lóbrega y desasosegante de Calixto Bieito
Serguéi Prokófiev nació en 1891 en Sontsovka, la gran finca en la que trabajaba su padre, ingeniero agrónomo, en la región de Bajmut, a menos de 200 kilómetros al norte de la hoy devastada Mariupol, en Ucrania. La primera vez que sonó música de El ángel de fuego (parte del segundo acto, en versión de concierto) fue en París, el 14 de junio de 1928, dirigida por Serguéi Kusevitski, y fue Nina Koshetz, nacida en Kiev el mismo año que el compositor, quien cantó el personaje protagonista de Renata. La soprano ofreció también numerosos recitales con el propio Prokófiev al piano. Tres de los mejores intérpretes de las obras instrumentales del músico —Sviatoslav Ríjter, Emil Guilels y David Óistraj— nacieron en Yitómir (un centenar y medio de kilómetros al oeste de Kiev), el primero, y los dos últimos en Odesa. No resulta difícil vislumbrar las caras de espanto de todos ellos si pudieran estar contemplando, día tras día, las imágenes de sufrimiento, muerte y destrucción que nos llegan desde Ucrania, cuyo himno nacional fue interpretado este martes, con el público puesto en pie, justo antes de comenzar el estreno de El ángel de fuego en el Teatro Real. La memoria de Prokófiev y el dolor por sus miles de compatriotas muertos, heridos o desplazados desde el comienzo de la invasión rusa no merecían menos.
El ángel de fuego
Música de Serguéi Prokófiev. Ausřinė Stundytė, Leigh Melrose, Dmitri Golovnin, Agnieszka Rehlis, Dmitri Ulianov, Nino Surguladze y Mika Kares, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Gustavo Gimeno. Dirección de escena: Calixto Bieito. Teatro Real, 22 de marzo. Hasta el 5 de abril.
El autor de Pedro y el lobo decidió abandonar su país a poco de iniciada la revolución de 1917. Se instaló inicialmente en Estados Unidos, aunque luego fijaría su residencia en Francia, con una larga estancia intermedia en los Alpes bávaros. Fue justamente en estos tres países donde fue gestándose, a trompicones e interrumpida tanto por las dudas que asaltaban a su autor en relación con su dramaturgia como por las negativas de los teatros a representarla, su ópera El ángel de fuego. Aunque sabía perfectamente lo que hacía y dónde se metía, porque había realizado dos largas giras por el país en 1927 y 1929, Prokófiev decidió volver a sus raíces e instalarse en 1936 en la Unión Soviética, donde, como no podía ser de otra manera, nada fue como a él le habría gustado que fuera. Tantos años vividos libremente en Occidente y las terribles penalidades de la guerra mundial hicieron aún más difícil e insoportable la vida del músico en un régimen autoritario, gobernado con furia sanguinaria por Iósif Stalin, a quien no le quedó más remedio que someterse y, al mismo tiempo, exaltar. Ni siquiera pudo saborear el pequeño placer de sobrevivirle, porque ambos murieron exactamente el mismo día en 1953. Al tiempo que respiraba aliviado y se volcaba en glosar la muerte del feroz Padrecito, el mundo se olvidó de llorar la pérdida del genio ruso nacido en territorio ucranio.
Prokófiev compuso su primera ópera a los ocho años, lo que confirma que alentó en él desde muy pronto una fuerte querencia natural hacia el género. Que no se hubiera estrenado ninguna de sus óperas anteriores (incluidas obras de la entidad de El jugador y El amor de las tres naranjas) no disuadió al compositor de, tras leer en Nueva York El ángel de fuego, una novela de Valeri Briúsov, aparecida originalmente por entregas en la revista simbolista Vesy, emprender la composición de una nueva ópera, aun cuando ningún teatro se la hubiera encargado y a pesar de que el prometido estreno en Chicago de El amor de las tres naranjas no cesaba de demorarse. Ocho años después de comenzada, El ángel de fuego cobraba por fin forma definitiva, dejando ya obsoleta una primera versión completada en 1923, pero que quedó arrumbada sin orquestar. En 1930, tras el interés mostrado por la Metropolitan Opera de Nueva York (que acabaría quedando en nada, como todos los amagos anteriores de darla a conocer), Prokófiev empezó a acometer una nueva revisión, que apuntaba en una dirección casi tan radical como la anterior. Sin embargo, jamás llegaría a concretarse.
Contamos, por tanto, con una sola versión representable, que es la que se estrenó ya de forma póstuma, primero en 1954, en el Théâtre des Champs-Elysées de París, en francés y en versión de concierto, y por fin en un teatro de ópera, con dirección escénica de Giorgio Strehler, en La Fenice de Venecia el 14 de septiembre de 1955, en esta ocasión traducida al italiano. Con el libreto original ruso no se representaría hasta 1987 en Perm, pero fue la producción de la aún Ópera Kirov en el Teatro Mariinski, poco después de que acabara de desmoronarse la Unión Soviética y de que Leningrado recuperara su antiguo nombre de San Petersburgo (la ciudad en que estudió el joven Prokófiev), la que hizo que el mundo cobrara conciencia de que llevaba décadas dando la espalda a una obra maestra aún desconocida. Esa deuda queda ahora saldada también en España, donde El ángel de fuego conoce por fin su estreno con estas representaciones en el Real.
Briúsov camufló en clave simbolista la historia de amor triangular entre él mismo (retratado en el personaje de Ruprecht) y otros dos escritores: el poeta Andréi Bely (el conde Heinrich) y Nina Petrovskáia (Renata). Gracias al empleo de un lenguaje arcaizante y, sobre todo, a sus estudios de magia y ocultismo logró hacer creer a muchos de sus lectores —Prokófiev incluido— que él no había hecho más que traducir al ruso un antiguo manuscrito alemán del siglo XVI, un artificio de larga raigambre literaria. El compositor no se enteró de que lo que había leído era en realidad un roman à clef hasta mucho más tarde, cuando la ópera estaba ya concluida y trabajaba para completar por fin la orquestación de la segunda versión, aunque ignoraba que Petrovskáia —arruinada, demente y, para colmo, haciéndose llamar Renata, como su alter ego de la novela— agonizaba muy cerca de él en París, donde se suicidó en 1928.
¿Qué hacer en un teatro con los diablos que acosan a Renata? ¿Cómo visualizar su supuesta posesión demoníaca? Uno de los mayores musicólogos de nuestro tiempo y un experto en la música rusa y soviética, Richard Taruskin, escribió que El ángel de fuego le había parecido siempre “el epítome del kitsch operístico, un tostón del gusto de aquellos que se estimulan fácilmente con un modernismo consistente en gritos histéricos en el escenario y atronadores ostinatos en el foso”. Ver en 1994 en San Francisco la citada producción del Kirov, “brillantemente dirigida escénicamente por David Freeman”, le hizo cambiar, sin embargo, sustancialmente de opinión. Y es que aquella representación no contenía solo las “orgías” (lo “orgásmico”, en definición de Prokófiev en una carta a su amigo y confidente Nikolái Miaskovski en enero de 1924), sino que también estaba presente en ella la “teología”, gracias a una serie de acróbatas rusos que “encarnaron con un insólito aplomo físico a los espíritus que acosan a Renata desde un extremo al otro de la ópera”. Para Taruskin, Freeman sí había entendido, al contrario que Prokófiev, “la naturaleza del simbolismo de Briúsov y detectado su potencial dramático”, lo que permitía que “los espíritus fueran reales para el público”. En su opinión, ello nos permite ponernos del lado de Renata para traspasar lo que, en la penúltima frase de su novela, Briúsov llama “esa sagrada linde que separa nuestro mundo de la esfera sombría en que flotan espíritus y demonios”. Renata no es ninguna histérica, concluye el musicólogo estadounidense, sino una mujer clarividente: ante sus ojos —y los nuestros— resulta palpable ese inoy svet (el otro mundo) que postulaba el simbolismo ruso, no muy diferente de ese au delà (el más allá) de Baudelaire y los simbolistas franceses.
En Madrid apenas hay nada de lo que convirtió —a ojos de Taruskin al menos— el montaje muy literalista y tradicional de Freeman en “una gran experiencia teatral”. Sobre el escenario no hay uno solo de los omnipresentes y movedizos espíritus o diablos de aquella producción pionera. En realidad, no hay prácticamente indicios de lo imaginado o prescrito por Prokófiev en su libreto. Calixto Bieito y su escenógrafa de cabecera, Rebecca Ringst, plantean una estructura giratoria, laberíntica, escheriana, capaz de comprimirse, expandirse y, en el quinto acto, por fin, abrirse para dejar espacio al coro. En ella, casi en todo momento, resultan visibles la mayoría de los personajes, aun cuando no intervengan o estén incluso lejos de hacerlo, porque es una cárcel que nadie puede abandonar. En las cajas de madera que acotan sus diferentes espacios (habitaciones angostas o cubículos diminutos en los que es imposible incluso ponerse en pie, un cuarto infantil, un pequeño salón, la consulta de un médico) se dan cita pasado, presente y futuro de la protagonista. También son, o eso parece invitársenos a pensar, los compartimentos del cerebro de la propia Renata, porque es únicamente ahí donde habitan todos sus fantasmas y donde vemos asimismo proyectados, deformados por los diferentes ángulos y las barras de la propia estructura, primerísimos planos de su rostro, con los ojos muy abiertos. Una cámara situada junto a unas escaleras filma a todos cuantos pasan por delante de ella, como un cerebro que procesa y registra la información que le llega de los sentidos.
Es Renata, sola, omnipresente de principio a fin, quien hace girar con las manos los pedales de una bicicleta —un objeto tanto físico como psíquico, un reducto de libertad— en medio de una total oscuridad antes de empezar la ópera: el giro de las ruedas, con posibles connotaciones sexuales, y la pequeña luz que enciende la dinamo desencadenan e iluminan la historia que está a punto de contársenos. El cuarto infantil en lo alto incide en apuntar, por su parte, a una niñez en la que tuvieron que producirse experiencias traumáticas en forma, muy probablemente, de abusos sexuales continuados. A quien veremos sentado, silencioso e inmóvil, en la cama amarilla de la niña de entonces, y a quien ella identifica posteriormente como Heinrich, la encarnación humana del ángel de fuego que se le apareció de niña, es un hombre mayor, al que jamás oiremos hablar, acaso su padre, o un familiar, o un conocido. Renata se muestra siempre desorientada, confusa, desvalida, aterrada, vehemente, melancólica (en su acepción histórica), escindida. En una nota al pie del supuesto manuscrito que transcribe y traduce para su novela, Briúsov escribe que sus “convulsiones histéricas, que están siendo estudiadas actualmente por la escuela de Charcot, fueron observadas por los antiguos médicos y recogidas por Johann Weyer en su libro De las ilusiones de los demonios y de encantamientos y venenos”. Weyer fue un demonólogo holandés, discípulo de Heinrich Cornelius Agrippa, el filósofo alemán del ocultismo que aparece brevemente como un personaje más de la ópera al final del segundo acto.
Como se ve, en la obra de Prokófiev penetra también de lleno el runrún del momento histórico en que Briúsov sitúa su novela, que coincide con el cenit de la caza de brujas en Europa. El fenómeno de la posesión demoníaca, sin embargo, es muy anterior, aunque fue teorizado profusamente por los demonólogos a partir del XVI, que lo interpretaban literalmente y en consonancia con sus ideas religiosas. Y es aquí donde puede trazarse una comparación entre las primeras producciones de El ángel de fuego (la del estreno de Giorgio Strehler, la ya citada de David Freeman), muy apegadas a la letra, y las que más recientemente se han apartado de ella. Aunque su jurisprudencia escénica es aún exigua, no puede dejar de citarse el muy notable montaje de Barrie Kosky en Múnich (también con escenografía de Rebecca Ringst, aunque diametralmente diferente de la concebida para Calixto Bieito), que confiere asimismo cuerpo y movimiento a las visiones, aunque con un tono paródico y —pensarán algunos— sacrílego: hombres tatuados con ropas de mujer o un inquisidor (y todas las monjas del quinto acto) presentado como un Cristo sangrante y con la corona de espinas. Mejor olvidarse para siempre del deplorable engendro de Mariusz Treliński estrenado en Aix-en-Provence, con idéntica protagonista que en Madrid, la lituana Ausřinė Stundytė, infinitamente más brillante ahora que entonces.
Lo interesante es que las producciones de la ópera están siguiendo una evolución paralela a la que tuvo la explicación de la posesión demoníaca desde finales del siglo XIX, cuando la interpretación neurológica de Jean-Martin Charcot (citado explícitamente por Briúsov) se apartó por fin de la literalidad religiosa apara abrir posibles explicaciones médicas, ampliadas más tarde desde otros ángulos por diversos estudiosos: las creencias y curaciones populares con un enfoque antropológico (Ernesto de Martino y Clara Gallini), los desequilibrios mentales (Erik Midelfort) o, en línea con las modernas aproximaciones a la brujería histórica, la posesión entendida como un lenguaje cultural (Stuart Clark y, en nuestro país, Beatriz Moncó y María Tausiet). Bieito es quien mejor ha operado con herramientas tomadas de estas dos últimas vías interpretativas, presentando a Renata como una persona enferma que expresa con sus movimientos corporales y con sus frases inconexas y, por momentos, incomprensibles la sordidez no solo de su infancia, sino también de su edad adulta en un pequeño entorno sombrío, agresivo (las imágenes proyectadas de los perros al comienzo de los actos segundo y cuarto) y hostil que bien podría ser el de la República Democrática Alemana en los años cincuenta o sesenta del siglo pasado: una mujer hipersensible azotada por una sociedad feroz e insensible. Así reinterpretada, la posesión demoníaca es la expresión metafórica, en cuanto lenguaje, de los trastornos y las carencias de una persona en un momento histórico determinado.
Aparcados los demonios, Bieito se centra, como tanto le gusta, en las mentes de las personas, en dirigir a sus cantantes indagando en sus traumas y moldeando sus psiques, y pronto descubrimos que no solo está fracturada la de Renata, sino también la de Ruprecht, un antihéroe que se encuentra aquí muy lejos de ser el caballero gallardo y valeroso del original (el personaje de Briúsov es un lansquenete que regresa a Alemania tras haber combatido en América). Es cierto que, al principio, Ruprecht utiliza en su provecho la endeblez psicológica de Renata en lo que tiene todos los visos de ser un intento de violación, pero pronto lo vemos a merced de ella, tan desnortado y perplejo como su amada, y tan incapaz como ella de dar sentido a los supuestos fenómenos sobrenaturales. Fue un gran acierto por parte de Prokófiev desplazar en la versión revisada los misteriosos golpes que dan los “pequeños demonios” en las paredes del primer al segundo acto, donde ya no parecen fruto únicamente de los desvaríos y las alucinaciones de Renata: en su nueva ubicación resultan mucho más creíbles tanto para Ruprecht como para nosotros. También lo fue eliminar el personaje de Heinrich, que llegaba incluso a cantar en su encuentro con Renata al comienzo del tercer acto en la primera versión, y dejarlo reducido a una aparición puntual, muda, “iluminado por una luz rojiza” a fin de asemejarse al ángel de fuego.
Para Bieito, Heinrich es, en cambio, una presencia constante, obsesiva, una sombra de la que Renata no solo no consigue zafarse, sino que continúa buscando su cobijo o, incluso, su abrazo o sus labios. Su fijación, su neurosis, su actitud bipolar hacia Ruprecht y Heinrich, asoma desde su primera aparición, en la que canta hasta 32 veces la misma nota: un fa sostenido. Hay muchos otros ejemplos de repeticiones de un mismo diseño, pero donde mejor se plasma musicalmente su posible paranoia a lo largo de toda la ópera es en un sencillo motivo, omnipresente y objeto de múltiples mutaciones, formado por seis notas por grados conjuntos: tres ascendentes, con el mi natural, y tres descendentes, con el mi bemol. Esa contraposición incesante entre mi menor y do menor, ese pequeño pero nada inocente semitono, es la radiografía perfecta de la mente de Renata, que lo canta en el primer acto casi maquinalmente en una versión reducida de las cuatro primeras notas (mi natural la primera, mi bemol la última) nada menos que 37 veces seguidas sobre las palabras “Sžal’sja!” (¡Piedad!), al tiempo que violines, arpas y flautas tocan el motivo de seis notas completo un total de 49 veces ininterrumpidamente. Al mismo tiempo, Ruprecht, asustado, intenta ahuyentar sus demonios entonando un conjuro latino con cuatro simbólicas notas descendentes, la primera repetida también hasta ocho veces. ¿Quién dijo obsesión?
Otro breve tema ascendente, habitualmente confiado a la marcial trompeta, y que suena nada más arrancar la ópera, se encarga de retratar a Ruprecht, mientras que otros dos mucho más largos y sinuosos, uno asociado a las menciones de Madiel (el ángel de fuego) y otro que canta Ruprecht cada vez que quiere ayudar a Renata y que combina de algún modo elementos que toma prestados de los de la joven y su aparición. Tanto la teoría como la práctica son fuertemente deudoras de Richard Wagner, por supuesto, por más que el propio Prokófiev lo negara: las influencias van por dentro.
La propuesta de Bieito está llena de pequeños detalles que no deberían pasar inadvertidos. En la escena de la vidente, los personajes que hasta entonces aguardaban en silencio su turno se asoman poco a poco al borde de sus respectivos espacios repartidos por la estructura central y escuchan con atención cuanto vaticina: quieren tener información sobre su víctima. Muchos de ellos aparecen en escenas que teóricamente no les pertenecen, como sucede en el cuarto acto con la presencia del Inquisidor (vestido de forma tan anodina como Fausto o Mefistófeles, que intercambian sus registros vocales con respecto a lo esperable o tradicional) acariciando a un enorme perro de raza como esos que decía amar Agrippa al final del segundo acto. Renata no huye tras la primera escena del cuarto, sino que se mantiene en todo momento encima de una pequeña mesa, donde es torturada, vejada, acosada y manoseada. Así reinterpretado, se pierde casi por completo la ironía original del episodio de Fausto y Mefistófeles en la taberna para convertirse en nuevo episodio de agresión y maltrato. Las dos novicias actúan desde el principio como sosias de la protagonista, anticipando o remedando sus acciones hasta que, al final, también la abandonan. Aun el insulso Jakob Glock se convierte en un personaje de gran entidad, aunque Bieito lo presenta como un hombre lúbrico, viscoso y profundamente desagradable, adicto a las chucherías (o algo peor) que lleva en su bolsita de papel. Y perdonamos las ocasionales incongruencias entre lo que se ve y lo que se oye (Ruprecht herido al final del cuarto acto sin duelo ni nada que lo explique, salvo que interpretemos su herida como puramente espiritual; las frases referidas al camarero devorado por Mefistófeles), la confusión que despertarán en muchos los personajes doblados sin que modifiquen lo más mínimo su aspecto (vidente/madre superiora, Glock/doctor, Mathias/posadero) o la total desaparición de los elementos paródicos (los tres esqueletos) como un peaje probablemente inevitable en una operación de cirugía tan radical y desesperanzada como la imaginada por el burgalés, que degrada y denigra, por así decirlo, a todos y cada uno de los personajes de la ópera.
En el estreno de esta producción en Zúrich en 2017, Bieito contó con dos cantantes que conocía muy bien: la ya citada Ausřinė Stundytė, a la que había dirigido en Lady Macbeth de Mtsensk, de Shostakóvich, y El castillo de Barba Azul, de Bartók; y el barítono Leigh Melrose, su Don Giovanni en Londres y el Escamillo del hiperrepresentado montaje de Carmen que pudimos ver también en Madrid, aunque aquí recordamos sobre todo su formidable Stolzius en Die Soldaten, de Bernd Alois Zimmermann. Esta puesta en escena de Bieito presenta no pocas concomitancias con la de El ángel de fuego, como afines son las penalidades y vejaciones que deben arrostrar Marie y Renata. Analizados desapasionadamente, ninguno de los dos cantantes protagonistas posee la voz ideal para enfrentarse a las tremendas exigencias musicales de Renata o Ruprecht, cuya escritura más lírica sí traducen a la perfección. Sin embargo, las posibles carencias de la soprano lituana (una potencia dramática aún mayor) y el barítono británico (un registro grave más natural y rotundo o un mayor espectro dinámico) quedan sobradamente compensadas con una actuación musical y escénicamente portentosa. Los dos han cantado ambos papeles en otras producciones, pero es aquí donde confluyen todos los astros para convencernos del abismo en que viven ambos personajes, cuya fragilidad y desamparo podrían verse incluso reforzadas por esas leves inadecuaciones vocales. Prokófiev tenía miedo de que nadie quisiera cantar dos papeles tan exigentes y con una presencia casi constante (aquí absolutamente ininterrumpida) sobre el escenario. La prestación y la entrega abiertamente sobrehumanas de Stundytė y Melrose, dos artistas mayúsculos y dos actores superdotados obligados a realizar un despliegue físico agotador, lo habrían dejado sumido en el asombro y la admiración.
Bieito consigue revestir a todos los demás personajes de un grado de interés muy parejo. Por el peso específico de su escena hay que destacar por fuerza el Fausto de Dmitri Ulianov (poseedor quizá del tipo de voz que requiere Ruprecht) y el Mefistófeles de Dmitri Golovnin, que tiene confiado asimismo el papel de Agrippa von Nettesheim, cuya escena lo convierte en un médico de cuerpos (no de almas) que practica un aborto semiclandestino y que nos recuerda inevitablemente a la turbadora escena del doctor en el Wozzeck del propio Bieito que pudo verse también en el Real. Al Inquisidor de Mika Kares le faltan mayor empaque y proyección vocal para hacerse oír con nitidez sobre orquesta y coro: al comienzo de su intervención se oye incluso mejor a los tres fagotes que lo doblan. No puede decirse lo mismo de la excelente posadera de Nino Surguladze, ni de Agnieszka Rehlis en su doble papel de vidente y madre superiora, ambas muy convincentes. Todos los cantantes españoles rayan igualmente a excelente nivel, con mención especial para Gerardo Bullón, valiente vocalmente y con gran aplomo escénico, y Josep Fadó (ambos en dobles papeles).
La dirección de Gustavo Gimeno es un dechado inagotable de virtudes. En primer lugar, la claridad: no hay vez que no suene alguno o algunos de los motivos principales que no podamos escucharlos con nitidez y acomodados en todo momento a cada situación escénica, y otro tanto cabe decir de la prestación orquestal en general, siempre con la dinámica y el carácter justos. En segundo lugar, la enorme autoridad que transmite desde el foso, atento por igual a cantantes y orquesta, prodigando entradas a unos y otra sin aparatosidad, con ambos brazos encargados de cometidos diferentes y jugando con su extensión (el derecho, con la batuta, a veces parece no tener fin) para dar mayor o menor vuelo a la música. Como antiguo percusionista, Gimeno contagia e impone también seguridad y precisión rítmica, esencial tanto en esos frecuentes ostinati que sabe revestir de un aura implacable como en varias escenas musicalmente complejísimas. A la cabeza, quizá, la de los golpes en la pared del segundo acto, con constantes glissandi partiendo de armónicos de los primeros violines encajados dentro de una alambicada escritura para la cuerda dividida en nada menos que 13 partes independientes. Le sigue muy de cerca, o le antecede, la extensa y multiforme escena de la posesión colectiva de las monjas en el quinto acto, plagada de síncopas y contratiempos, además de los ostinati de rigor, tanto en el coro como en la orquesta. Aquí vemos ya a Renata abandonada por todos, desnudada a la fuerza, con Ruprecht en lo alto, y Heinrich más arriba aún como la misma presencia ominosa del comienzo.
En los cruciales interludios instrumentales (en los actos segundo y tercero: Prokófiev en estado puro), la orquesta suena siempre en su mejor forma, poderosa, dominadora, con una cierta encarnadura rusa, flexible y fiel traductora de las indicaciones de Gimeno, sin divorcio alguno —como a veces sucede— entre lo que se ve pedir al director y lo que realmente se escucha. Tampoco podemos olvidar que, más que Ruprecht, que lo era quizás en la primera versión de 1923 (como en la novela), el verdadero narrador de El ángel de fuego es la orquesta, esto es, el propio Prokófiev, que abrazó con entusiasmo el credo de la Ciencia Cristiana en 1924, lo que tuvo una influencia trascendental en los cambios que introdujo en la segunda versión. De resultas de ello, en estas representaciones madrileñas el narrador acaba siendo, por supuesto, el propio Gimeno, que asume su cometido con un dominio absoluto de todos los hilos que tiene que mover y coordinar. De poner un solo pero a su extraordinaria actuación, hay algunos momentos puntuales en los que, además de orden e intensidad, cabría introducir unas pocas gotas más de desenfreno, de imprevisibilidad, de sorpresa al calor de la propia experiencia teatral, aunque un estreno suele ser poco propicio a esta ausencia o aflojamiento de las bridas.
El debut de Gimeno en el Real con una asignatura exigentísima sobre el atril hace historia, sin duda ninguna, y sitúa su dirección musical, cuando menos, al mismo nivel que la escénica, lo cual no era a priori nada fácil, porque son asimismo legión los aciertos de Bieito. Ojalá que esta sea la primera de muchas actuaciones futuras del valenciano en la plaza de Oriente, porque no hay representación operística verdaderamente grande sin un gran director musical en el foso. Y Gimeno —ha dejado sobradísimas muestras de ello— lo es. Fue aplaudido por los músicos de su orquesta desde el foso, toda una señal, y en las aclamaciones finales, con muchos espectadores en pie desde nada más bajar el telón, se llevó también las ovaciones mayores de la noche, insólitamente prolongadas para una jornada de estreno en el Real, junto a los dos protagonistas absolutos del espectáculo: Ausřinė Stundytė y Leigh Melrose.
El ángel de fuego se cierra con un acorde ambiguo e incompleto, de tan solo dos notas (re bemol-fa), remachado largamente por toda la orquesta, lo que constituye un final abierto a casi cualesquiera interpretaciones, del mismo modo que esa Renata respirando con fuerza ante la bicicleta ardiendo (su bicicleta) que nos propone Bieito antes de que baje el telón admite también diversas lecturas. ¿El símbolo de su infancia convertido por fin en su simbólico “ángel de fuego”? ¿La hoguera a la que la condena el Inquisidor por cultivar la brujería con una víctima propiciatoria diferente? Venimos del fuego final —destructor o regenerador— de Ocaso de los dioses y en junio nos espera la hoguera de Juana de Arco. Paradójicamente, en una entrada de su diario, fechada el 28 de septiembre de 1926, Prokófiev, ferviente adepto de la Ciencia Cristiana desde hacía ya más de dos años, escribe que no encuentra sentido a seguir dedicando esfuerzos a una ópera que considera la “adversaria” de sus creencias religiosas. Y no atisba más solución que “entregar El ángel de fuego a las llamas”, al igual que había hecho Gógol con la segunda parte de Almas muertas. No lo hizo, por suerte para todos, porque admiraba la música que había en ella, y gracias a ese orgullo de padre de una criatura que le había causado tantos desvelos y sinsabores podemos ver ahora esa bicicleta envuelta en llamas que nos deja, tras dos horas ininterrumpidas de un espectáculo extraordinario y abrasadoramente intenso, con un nudo en la garganta y un sinfín de preguntas flotando en el cerebro.
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