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Ópera
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

‘La nariz’ en Múnich: la anormal normalidad (y viceversa)

Un nuevo montaje de la ópera de Shostakóvich dirigido por el polémico Kirill Serébrennikov la convierte en un alegato contra el actual régimen político ruso

Represión policial y rostros plagados de narices dominan la propuesta escénica de Kirill Serébrennikov.
Represión policial y rostros plagados de narices dominan la propuesta escénica de Kirill Serébrennikov.Wilfried Hösl
Luis Gago

“Érase un hombre de una nariz desapegado”: aunque el endecasílabo de Quevedo se trastrueque en alejandrino, no hay quizá mejor manera de resumir al máximo el tema de un relato breve de Nikolái Gógol que inspiró casi un siglo después de su publicación a Dmitri Shostakóvich para componer su primera ópera con tan solo 21 años. Cosa bien diferente es entender lo que quisieron contar realmente uno y otro, que no tiene por qué ser necesariamente lo mismo: Gógol, cuando publicó en 1836 su relato ambientado en San Petersburgo, y Shostakóvich en una ópera libérrima que se estrenó en Moscú en 1930, cuando su ciudad natal ya había cambiado su nombre por el de Leningrado.

Lo que parece claro es que, sin ser ruso, montones de matices se pierden irremediablemente, ya desde la lectura del relato original, en el que Gógol introduce decenas de dobles sentidos, palabras o expresiones con una carga semántica añadida que queda incluso fuera del alcance de los hablantes actuales del idioma, salvo que la expliciten, como sucede en las traducciones, notas a pie de página redactadas por los expertos. Nadie puede dudar, sin embargo, de que la historia de Gógol se anticipa, y mucho, a corrientes literarias muy posteriores y que Kovaliov, el desdichado protagonista de la historia que ve un día al mirarse al espejo cómo la nariz ha desaparecido de su rostro, es tanto un antecesor directo de Gregorio Samsa como un personaje que no desentonaría en absoluto décadas después en una obra teatral de Beckett o Ionesco.

El bajo Serguéi Leiferkus caracterizado como el barbero (aquí policía) Iván Yakovlevich.
El bajo Serguéi Leiferkus caracterizado como el barbero (aquí policía) Iván Yakovlevich.Wilfried Hösl

Dmitri Shostakóvich se enfrentó al reto de convertir el relato en una ópera nada más concluir sus estudios en el Conservatorio y la música díscola, irreverente, gamberra casi, desaforada en muchos momentos, que compuso revela de forma inequívoca la juvenil intrepidez de su autor en el momento de crearla. Es, a su vez, una hija inequívoca de su tiempo, el de los desenfrenados años veinte, cuando imperaba la transgresión, los experimentos artísticos más arriesgados y la demolición de toda la ortodoxia precedente. Se sitúa por ello en la estela de Wozzeck de Alban Berg, de Jonny spielt auf de Ernst Krenek o de Neues vom Tage de Paul Hindemith. Es, al igual que estas dos últimas, un perfecto exponente de lo que en Alemania se llamó la Zeitoper, una concepción del género que lo apegaba a la vida cotidiana y al frenesí de aquellos años vertiginosos. En versión rusa, por supuesto, lo que la reviste de connotaciones históricas difíciles de aprehender fuera de aquella época.

Como suele hacer en todos sus montajes, Kirill Sérebrennikov traslada el argumento a un territorio más familiar y más cercano a sus propias preocupaciones. Y nada ha debido de marcarlo más que el largo arresto domiciliario que ha padecido tras ser acusado de un delito que él dice no haber cometido (el desvío ilegítimo de los fondos públicos recibidos para acometer proyectos culturales). Para mayor ironía, fue apartado hace unos meses de la dirección del Centro Gógol de Moscú de resultas de su probada escasa afección al régimen de Vladímir Putin, a pesar de haberlo convertido en los ocho años en que ha estado al frente en un escenario teatral de referencia en su país. Por razones que no se han hecho públicas oficialmente, aunque todo apunta a que la prohibición de viajar a Alemania tiene motivaciones puramente políticas (a pesar del rebrote del coronavirus en Rusia, el reparto de su nuevo montaje estrenado en la Ópera Estatal de Baviera está plagado de cantantes rusos y por las calles de Múnich se ven rusos casi en cada esquina), Serébrennikov ha dirigido los ensayos in absentia, desde su casa en Moscú, conectado permanentemente por medio de cámaras y pantallas, y con sus ayudantes transmitiendo las instrucciones al resto del equipo artístico. Así las cosas, ¿cómo no verse reflejado él mismo en Platón Kovaliov, el protagonista de La nariz?

Platón Kovaliov (Borís Pinjasovich), en primer plano, tras haber perdido su antiguo rostro, o cuando lo normal deviene en anormal.
Platón Kovaliov (Borís Pinjasovich), en primer plano, tras haber perdido su antiguo rostro, o cuando lo normal deviene en anormal.Wilfried Hösl

La sátira social de Gógol se convierte en sus manos en una brutal sátira política en la que muchos de sus personajes cambian sus ocupaciones originales por la de policías. El propio Kovaliov, un funcionario de rango medio en el relato original, es un policía, como también lo es Iván Yakovlevich, el barbero que se encuentra la nariz de su cliente entre su comida (en el montaje estrenado la tarde del domingo, mientras come un bocadillo) o lo son los mozos de la escena ambientada en su origen en la redacción de un periódico (aquí, en plena calle), adonde acude Kovaliov para intentar poner un anuncio en su afán de encontrar su nariz. Aunque es una manera eficaz, y sibilina, de denunciar que la Rusia actual es un Estado policial, acaba provocando en muchos momentos incongruencias entre lo que se canta y lo que se ve. La primera escena, por ejemplo, se desarrolla en una comisaría de policía, en la que trabajan tanto Iván Yakovlevich como su mujer, Praskovia Osipovna. Tras encontrar él la nariz en su comida, ella lo insulta furiosa, le exige que se deshaga de ella (“¡Fuera!”, grita enloquecida nada menos que 46 veces) y le amenaza con denunciarlo a la policía, lo que, al lado de una celda con varios presos en su interior y con marido y mujer vestidos de uniforme, parece un sinsentido.

Serébrennikov persigue también trascender la peripecia central de la pérdida y posterior búsqueda de la nariz por San Petersburgo/Leningrado al presentar a todos los personajes como recién salidos de La parada de los monstruos de Todd Browning. Llevan diversas narices y otras protuberancias pegadas por su rostro, casi como si fueran medallas o indicadoras de su rango social, y parecen la encarnación misma de lo que Quevedo llamaría “naricísimos” o miembros de “las doce tribus de narices”. Todos llevan también rellenos debajo de sus ropas para exhibir cuerpos rollizos, excesivos, otro símbolo directo de su autoridad. Cuando Kovaliov pierde su nariz, se desprende también de este cuerpo añadido y se convierte a nuestros ojos en una persona normal. En el contexto general de la propuesta de Serébrennikov, sin embargo, él pasa a ser el anormal, el diferente, en medio de una sociedad que lo hostiga, lo acosa, lo persigue por no exhibir ninguno de esos distintivos que en ella se consideran absurdamente normales. Todo nos llega como una suerte de mundo al revés, incomprensible, despiadado y feroz, con una víctima que no es otro, en el fondo, que el propio director de escena ruso, condenado y arrestado por ser diferente, por poner en tela de juicio o ridiculizar, como hace en este mismo montaje, un régimen que exige uniformidad, afección sin fisuras, y que castiga cualquier forma de disensión o de crítica.

Manifestantes con una cruz y lemas en los que puede leerse simplemente: "No".
Manifestantes con una cruz y lemas en los que puede leerse simplemente: "No".Wilfried Hösl

La escenografía y el vestuario, diseñados por el propio Serébrennikov, son decididamente sórdidos, con predominio casi absoluto de grises y negros, bañados casi siempre por la luz blanca, fría e impersonal de los fluorescentes de la comisaria. Hay referencias directas a San Petersburgo, como cuando la famosa estatua ecuestre de bronce de Pedro el Grande en la Plaza del Senado, con su nombre y el de Catalina grabados en el zócalo de piedra, ataca de manera inclemente a Kovaliov por todo el escenario en uno de los interludios instrumentales. Pero se trata de una reproducción unidimensional, una reproducción pegada sobre una silueta de cartón piedra, al igual que sucede con un camión de policía que aparece en la escena ambientada en las afueras de San Petersburgo, en la que Serébrennikov sitúa a policías antidisturbios que cargan sin piedad contra manifestantes que empuñan pancartas con un sencillo mensaje: “¡No!” (en alemán y en ruso). Parece, de nuevo, su modo simbólico de denigrar a la Rusia oficial y represiva, reduciéndola a una imagen huera, sin fondo ni volumen, que sí decide conceder generosamente, en cambio, a la escultura yacente de una inmensa nariz blanca en la penúltima escena de la ópera. Y la aparición de miembros humanos (pies, piernas, manos, brazos), recolectados por pescadores y policías bajo las aguas heladas del Nevá, inspirada al parecer en hechos reales, apuntan una vez más a un entorno urbano hostil, cuando no sanguinario.

El montaje se toma también grandes libertades. Las dos más significativas son, por un lado, la reubicación de los números 6 y 7 de la partitura original, que se desplazan casi al final de la ópera, entre los números 12 y 13. El primero es la crucial escena en la catedral de Kazán, donde Kovaliov encuentra su nariz, convertida en un funcionario de alto rango con vida propia, y departe con ella. Como un presagio de lo que haría Britten en el segundo acto de Peter Grimes, Shostakóvich superpone de forma magistral los rezos de la comunidad en la iglesia (al fondo del escenario) y el diálogo de Kovaliov y su nariz (en primer plano). Al trasladar la escena del final del primer acto al cierre del tercero se retrasa un momento culminante de la trama que, según parece pensar Serébrennikov, llega demasiado pronto en el original (tanto de Gógol como de Shostakóvich) y choca con su propia idea dramatúrgica. La segunda intervención obedece a una tendencia muy de moda en montajes rompedores, como el Don Giovanni de Romeo Castellucci en el pasado Festival de Salzburgo, y consiste en introducir músicas ajenas a la ópera. Aquí se hace en el epílogo, cuando en medio de una oscuridad casi total, suena el final del Cuarteto núm. 8 de Shostakóvich, que incluye varias repeticiones del anagrama musical de su propio nombre y apellido (DSCH, es decir, Re-Mi bemol-Do-Si) repetido en los cuatro instrumentos. Esto sí suena a prescindible y a gesto gratuito y un tanto elemental.

Aleksandra Durseneva y Miriam Mesak como Pelageia Grigorievna y su hija al final del tercer acto de la ópera.
Aleksandra Durseneva y Miriam Mesak como Pelageia Grigorievna y su hija al final del tercer acto de la ópera.Wilfried Hösl

Al final de la ópera, Kovaliov pasea por la Perspectiva Nevsky tras haber recuperado sus múltiples narices, su oronda figura y, por tanto, su antigua respetabilidad social. Aprovecha para retomar asimismo su oficio de galán fuera de comisaría, vuelve a rechazar a la pretendienta que su madre quiere imponerle como futura esposa y, justo al final, piropea a una joven a la que invita a visitarlo en su casa y que Sérebrennikov convierte en una niña que, con su abrigo azul y su globo rojo, representa casi las únicas notas de color en un montaje lóbrego y desesperanzado. Aunque el globo, en última instancia, se le escapa de la mano y se pierde en el aire, como si, efectivamente, toda ilusión, inocencia o esperanza fueran vanas.

Shostakóvich dejó claro que su música nacía para fundirse inseparablemente de la experiencia teatral de ver representado sobre un escenario el atribulado deambular de Platón Kovaliov por las lóbregas y gélidas calles de San Petersburgo: “La acción y la música son iguales; ninguna ocupa una posición dominante”, afirmó. No es, efectivamente, música para escuchar fuera del teatro, pues está más que nunca al servicio indisociable de una historia. Tras tan solo 16 representaciones, La nariz cayó en desgracia en vísperas del Gran Terror estalinista por ser tenida por demasiado apegada a los gustos burgueses; años después, como sabemos, no le iría mucho mejor a su Lady Macbeth de Mtsensk, lo que dejaría en él una herida incurable. Su autor no volvería a ver representada La nariz hasta 1974, pocos meses antes de su muerte, en una producción del Teatro de Cámara de Moscú dirigida por Borís Prokovski, que es la misma que pudo verse en el Festival de Otoño de Madrid en 1992, y que es muchísimo más fiel respecto del original que la que acaba de ver la luz en Múnich.

El estreno suponía el comienzo de una nueva etapa en la Ópera Estatal de Baviera, protagonizada por un nuevo intendente, Serge Dorny, y un flamante director musical, Vladímir Jurovski, que sustituyen a Nikolaus Bachler y Kirill Petrenko, respectivamente. El tiempo dirá qué caracteriza este capítulo a una historia tan gloriosa como la de este teatro. La primera temporada de Dorny incluye propuestas de un atractivo indudable, al menos sobre el papel, y Jurovski llega a Múnich con la larga experiencia acumulada en Glyndebourne, pero con el difícil reto de hacer olvidar a Petrenko, por el que tanto el público como la propia orquesta del teatro sentían auténtica veneración.

Su dirección de La nariz está dominada por un control quizás excesivo, aunque es cierto que se trata de una partitura muy compleja de un Shostakóvich sustancialmente diferente del más conocido de sus sinfonías y sus cuartetos, infinitamente más radical, con frecuentísimos cambios de compás (con algunos tan insólitos como un 15/8 en la escena que abre en esta producción el segundo acto, el número 8) y ritmos implacables que permiten pocas libertades. Aun así, su actitud en el foso es más la de marcar con exactitud que la de dejarse llevar y vivir con emoción la música y la acción. Sitúa las cuatro domras y balalaikas en un palco de proscenio al comienzo de la ópera, pero Serébrennikov las traslada al escenario en la canción de Iván del segundo acto (con un texto que Shostakóvich tomó de Los hermanos Karamazov de Dostoyevski), con sus intérpretes tocando en una tarima rodante y ataviados con vistosos trajes folclóricos, lo que contrasta con el atuendo y los pasamontañas negros con que tocan, también sobre el escenario, nueve percusionistas el desabrido interludio del primer acto, uno de los numerosos elementos rompedores de la orquestación de Shostakóvich, que arranca ya en la obertura con un extenso pasaje para trompa, trompeta y trombón. Otro instrumento inusual, que suena en la canción de Iván con las balalaikas y justo antes del acorde final (quizá como un guiño a Jonny spielt auf de Krenek), es el flexatón, aquí sustituido por una sierra musical.

Una niña y Platón Kovaliov, ambos de espaldas, en la escena final de la ópera.
Una niña y Platón Kovaliov, ambos de espaldas, en la escena final de la ópera.Wilfried Hösl

Si Jurovski concierta con solidez (y con una cierta “nueva objetividad”), otro tanto puede decirse de un reparto colectivo y casi interminable, con hasta 78 partes vocales diferenciadas (varios cantantes tienen confiado más de un papel), un despliegue que explica quizá por qué La nariz no visita con más frecuencia los teatros de ópera. Los dos únicos cantantes que podrían llamarse protagonistas son, por supuesto, Platón Kovaliov e Iván Yakovlevich, funcionario y barbero devenidos ahora en policías, ambos cantados y actuados admirablemente por Borís Pinjasovich y el veterano Serguéi Leiferkus. Laura Aikin da vida a la mujer de Iván, Praskovia Osipovna, y la no menos experimentada Doris Soffel encarna a la anciana dama. Hay partes de tenor agudísimas, como la de la propia Nariz (sobrio y excelente Serguéi Shorojodov) y un policía que se encarama hasta un Mi bemol en el clímax orquestal previo (balalaikas y domras incluidas en el gigantesco crescendo) al gran interludio para percusión. En los saludos finales, todos se desprendían de sus narices adicionales que envolvían sus rostros con suspiros de alivio: a tenor de sus gestos al verse de nuevo libres, cantar con ellas y con los rellenos de los trajes ha tenido que ser una experiencia sumamente exigente. Todos los responsables escénicos salieron a saludar con camisetas que llevaban impresa una foto de Kirill Serébrennikov, que agradeció asimismo los aplausos en un vídeo pregrabado desde su casa de Moscú, tras quitarse también él mismo una máscara. No hubo una sola muestra audible de disensión con lo visto y oído en todo el teatro.

Además de las connotaciones inevitables que se derivan del triple marco temporal (la Rusia zarista del relato, la Unión Soviética estalinista de la ópera y la Rusia actual del montaje), nadie hubiera podido imaginar que la ópera compuesta por Shostakóvich 90 años después de la publicación del cuento de Gógol, llevada ahora a escena otros 90 años después de su estreno y casi inmediata desaparición de los escenarios soviéticos, iba a coincidir con un tiempo en el que todos seguimos teniendo que ocultar frecuentemente bocas y narices bajo las obligatorias mascarillas, lo que ha desdibujado también las líneas divisorias entre normalidad y anormalidad. De hecho, en la escena en que un médico (magnífico Gennadi Bezzubenkov) intenta volver a pegar a Kovaliov su nariz, lo que hace en realidad es introducirle un hisopo, como si estuviera realizando un frotis nasofaríngeo para una PCR. Qué lejanas parecen ahora las dos producciones más recientes de La nariz: la sarcástica, grotesca y desenfadada de Barrie Kosky, en inglés, para la Royal Opera House de Londres (que incluye un desternillante número de claqué para nueve narices gigantes y con vida propia), y la mucho más honda y visualmente irresistible de William Kentridge para el Met de Nueva York. Kirill Serébrennikov, en este montaje que podrá verse en directo en streaming gratuitamente el miércoles, ha optado por un retrato distópico de la Rusia actual, acorralada entre las amenazas del coronavirus y el régimen autoritario de Vladímir Putin. Nada es descabellado y nadie está a salvo, como recuerda Nikolái Gógol al final de su relato original: “Pero, ¿acaso no suceden cosas absurdas en todas partes? Sin embargo, a pesar de todo, cuando se piensa realmente en ello, todo esto tiene una cierta importancia. Da igual lo que se diga, porque este tipo de hechos acontecen en el mundo: suceden raramente, pero suceden”.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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