Gustavo Gimeno, el director de orquesta español más internacional
Nació en una familia de músicos valenciana. Se crio entre bandas de viento. Emigró a Holanda, asistió a Abbado y a Mariss Jansons y hoy es el director de orquesta español más internacional. Recala a principios de agosto en España con la Filarmónica de Luxemburgo en Santander y San Sebastián
Cuando don Francisco Idilio Gimeno, su padre, había regado con la banda de música las calles de Valencia al son del clarinete, solía rematar la faena hablando hasta muy tarde con los compañeros, recuerda su hijo Gustavo. “Yo me quedaba grogui en sus brazos mientras charlaban de todo. Ahora lo entiendo bien… Los mejores momentos en esto de dedicarse a la música son esos ratos después del concierto, cuando aún no se te ha bajado la adrenalina y quieres disfrutar riéndote”.
Esas bandas levantinas son y han sido siempre una verdadera cantera para las mejores orquestas del mundo. No resulta difícil encontrar un valenciano en una sinfónica o filarmónica de referencia. Le pasó al mismo Gustavo Gimeno, que de las bandas infantiles y juveniles de su tierra acabó en la Royal Concertgebouw de Ámsterdam, una de las 10 mejores formaciones del mundo. Primero logró su plaza como percusionista tras acabar la carrera en el conservatorio de la capital holandesa. Luego estudió dirección, también allí, y llegó al podio donde se han subido los mejores en tres siglos.
Una tarde del pasado mes de octubre, el músico valenciano se sentó en una mesa del Café de Keyzer. Salía de un ensayo en el que preparaba los cinco conciertos de Beethoven junto al pianista polaco Krystian Zimerman. Todos ellos formaban en esa fecha un buen trío: orquesta de primera clase, el intérprete que para muchos, junto al ruso Grigori Sokolov, es hoy número uno de su instrumento. Y un director español de 44 años formado, entre otros, por leyendas como Mariss Jansons o Claudio Abbado —de quienes fue su asistente—, titular hoy de dos orquestas de referencia en Europa y América como la Filarmónica de Luxemburgo, con la que en julio y agosto andará de gira por España, y la Sinfónica de Toronto. Hoy muchos lo consideran ya uno de los maestros más sólidos de su generación.
Gimeno no lo había planeado. Es cerebral, obsesivo, elegante y meticuloso. Pero si le cuentan hace 10 años que el pasado otoño iba a estar dirigiendo una gira de conciertos por Europa con Zimerman al piano y que se presentaría con él, batuta en mano, en la sala Concertgebouw, no lo habría creído. “Me centro en el presente, voy paso a paso. No pienso más allá”.
Rebobinamos, por tanto, y llegamos a la Valencia de finales de los setenta, cuando Gustavo Gimeno tenía tres o cuatro años. “En casa, dedicarse a la música no era una elección”, asegura. No solo lo dice por él. Su hermano Rubén es también director. “La cuestión se centraba en qué instrumento escogeríamos”.
Rubén tiró por el clarinete, como su padre, y después se decantaría por el violín. Gustavo se decidió por la percusión: “Cogía las cacerolas, las tapas y los cubiertos para armar ruido”. Ya entonces despuntaba por sus obsesiones… Doña Lydia y don Francisco llegaron a preocuparse. “Escucha, no hace falta que seas el mejor, con que lo hagas bien nos vale’, me decían. Ya nunca me tuvieron que obligar a estudiar, más bien había noches en las que me forzaban a dejarlo e irme a la cama”. Con la música, con los deberes y con el deporte. Con todo, Gimeno se centraba en las tareas pertinentes. Pero sin planes. Con el simple objetivo de cumplir estrictamente lo que tenía entre manos. Otra cosa era su tendencia a la formación personal y específica, cuidadosamente seleccionada a base de arrebatos, apasionamientos y fiebres. Compulsivamente. Así se han sucedido en su propio programa de materias dispares una serie de aspectos autodidactas que le han llevado a sumergirse en el arte, la literatura, los placeres y, por supuesto, la música. “Tenían que ver con lo que me ponía a hacer. Ya fuera fútbol, baloncesto, tenis, por ejemplo, o con vinos y la búsqueda de un buen chocolate. Mi hija Alba, que tiene 10 años, ya lo nota; no digamos Laura, mi esposa. Se ríen de mí”.
Una de esas obsesiones recurrentes es Miles Davis. De él aprendió una cosa que se aplica para la vida: “La constante evolución, esa manera de mirar adelante… No veo lo que hay, pero miro. Hace muchos años, de todas formas, que dejé de ver”. Como, por ejemplo, sus giras con Zimerman. La primera vez, en el año de Bernstein (2018). El pianista disfruta haciendo música con el español. Gimeno lo sabe llevar. Discuten tempos. Es un gigante en escena, pero no resulta fácil establecer complicidades con el polaco. Destaca por sus manías, pero ambos se compenetran. Hablan un idioma parecido. Zimerman valora de Gimeno que le permita jugar a capricho, como hizo en la última gira en Luxemburgo con la filarmónica de la ciudad, de la que el valenciano es titular desde 2015.
Allí ha despuntado la carrera de Gimeno junto a un equipo que lidera Stefan Gehmacher. Este fue director de conciertos en el Festival de Salzburgo o asistente de Simon Rattle y director artístico durante los años del inglés en la Filarmónica de Berlín. Gehmacher le contrató, tras haberse dejado aconsejar, entre otros, por Mariss Jansons. El maestro letón era un gurú en la dirección de orquesta a nivel europeo. Uno de esos indiscutibles que siempre encabezaban la lista de preferencias entre el resto de colegas. Fue el primero en acoger como asistente a Gimeno. Tras varios conciertos juntos y pocas alabanzas, un buen día le puso la mano en el hombro y le dijo: “Si diriges como sientes la música en la cabeza y en el corazón, tienes un gran futuro por delante”. Aquel día, dice Gimeno hoy, empezó a pensar que quizás podría dedicarse a lo que se dedica. Pero quien se lo hizo creer finalmente fue otro grande: Claudio Abbado.
“Llámame Claudio…”. Fue lo que le dijo el día en que le conoció en su casa de Bolonia. Dos semanas antes había recibido una llamada de su asistente para invitarle a colaborar con él. “Estaba en el autobús con la orquesta y me llega la noticia. Colgué y me puse a llorar. No sé por qué, pero en ese momento me vino a la mente todo el sacrificio, tanto el mío como el de mi familia, y que los años de trabajo habían merecido la pena”. Ahí sí hizo un inciso para mirar atrás. Raro, pero a conciencia. Se dejó asaltar por el recuerdo, por el bagaje, por el camino recorrido. Una excepción que disfrutó intensamente en silencio y a base de lágrimas. Luego se presentó en Bolonia con los deberes hechos en torno a Beethoven, como le pidió. La subida en el ascensor se le hizo eterna. “Para mí era igual que para un actor al que le llevan a conocer a Meryl Streep o Robert de Niro”, comenta Gimeno.
“Señor Abbado…”, le dijo.
Él le miró incómodo: “Llámame Claudio…”.
No podía soportar las genuflexiones ni el protocolo: “Siempre me trató como a un igual”, dice Gimeno. Estudiaban juntos, repasaban a los miembros de la orquesta, veían fútbol y cocinaban. Se aislaban en Bolonia, Cerdeña o la montaña suiza… Y Abbado se convirtió en un mentor alérgico a las ínfulas, como lo fue Jansons. Ahora que han muerto y el español vuela alto, sabe que no podía ni debía fallarles. La carrera de Gimeno se ha consolidado a un gran nivel. “Para mí fue muy raro que Abbado me abriera tanto su mundo. Pensaba que me echaría al día siguiente. Me extrañó. Lo mejor para él, quizás, era alguien con quien compartir sus miedos”.
Ni en ese clima de confianza Gustavo Gimeno se dio el lujo de dejar de pensar en el día a día. “Examinábamos antiguas interpretaciones suyas si debíamos preparar una pieza. Escuchábamos sus grabaciones y me pedía que le recomendara otras. Hablaba poco, no era de muchas parrafadas, contaba anécdotas de su carrera como si no las hubiera vivido él… Con una inocencia casi infantil”.
Pudo despedirse del maestro apenas un mes antes de morir. “Quiso verme… Volví a Bolonia. Deseaba estudiar, pero le costaba. Me preguntó cómo estaba yo, qué obras andaba preparando. Tomamos chocolate, siempre tenía algo a mano. Visto lo que ocurrió después, fue su manera de despedirse. Lo recuerdo con esa mirada de niño contento de haber podido compartir un momento más. Si se mosqueaba, no hay duda, era un puñal, pero si sonreía, te derretías”.
Con Abbado, Gimeno debutó en Madrid. Le cedió la batuta para interpretar un concierto de Haydn en el Auditorio Nacional dentro del ciclo de Ibermúsica. Así fue como el maestro italiano introdujo ante el público de su país al último de sus pupilos. Desde entonces, Gimeno ha regresado a España habitualmente, pero no tanto como quisiera por los compromisos que mantiene fuera.
Este verano recala en gira con la Filarmónica de Luxemburgo en la Quincena Musical de San Sebastián y el Festival Internacional de Santander, entre el uno y el cuatro de agosto. A partir de otoño debe centrarse también en la Orquesta Sinfónica de Toronto. Lleva 27 años fuera de su país, pero sigue atentamente el día a día. “Aprecias un cambio bestial y otras cosas que siguen estando ahí. En política se hace todo esto muy presente. En la escasa capacidad de empatía, diálogo y colaboración, por ejemplo. En la incapacidad para una construcción paciente, en armonía y como proyecto a largo plazo”, asegura. Le parece triste. Siente internamente un poso mediterráneo que no le abandonará jamás, pero lo compagina con una manera de ver la vida holandesa.
Le atrajo un cierto efecto llamada de tambores: “Había varios percusionistas de mi tierra que venían aquí, era de fácil acceso; podías recibir clase en inglés, no hacía falta el holandés, aunque ahora lo hable. Luego me di cuenta de su riqueza. Aquí se concentraba la tradición orquestal, con Mahler y Bruckner de manera muy evidente, por ejemplo, pero también florecía la música antigua y contemporánea. Todos los días podías tener acceso a algo excitante con una manera muy de andar por casa, como dicen aquí: la arrogancia es duramente penalizada. No sobresale la cabeza de nadie”.
Lo ha comprobado subiendo cada peldaño con la motivación de encontrar recompensa por el esfuerzo. Primero, en su faceta de instrumentista. Después, como director. Cuando desde el podio ha tenido que conformar una orquesta, sabe qué pasa por la cabeza y el corazón de los músicos. Se ha sentado entre los atriles… “Yo he estado al lado de un colectivo durante años. Una orquesta es una representación de la sociedad a pequeña escala. El director reúne la mayor parte de las visiones que se juntan en un escenario para fijar un objetivo común: esa es su misión. Llegar a momentos únicos en conjunto que ninguno de nosotros por separado podría lograr”.
El poder de un paradigma colectivo que no depende solo del director. Una visión ascética heredada, sin duda, de Abbado. Ni siquiera se otorga Gimeno la autoridad de adueñarse de términos como la interpretación: “Eso que llaman interpretación, ¿qué es?”. No le gusta la palabra: “Nunca pienso en esa clave. La visión se forma por el trabajo, a priori no se me ocurre formularla y a posteriori la siento, pero no la verbalizo. Es una elección constante que viene dada por la experiencia, el estudio, la preparación, el talento y la intuición. Mi trabajo no es hablar de música, sino hacerla”. Hacerla para lograr la exaltación y el placer, unidos a lo inesperado: “Junto a lo sublime, debes ser consciente de los errores. Quizás no has conseguido lo que esperabas, pero te queda el recorrido y la experiencia para el futuro. En un concierto van a pasar cosas que están bien, unas maravillosas y otras de una fragilidad e imperfección inesperadas”.
Y en eso siente lo mismo que le atravesaba el cuerpo y la mente cuando salía de niño con su banda: “La primera palabra que me viene a la mente es responsabilidad, y tiene que ver, exactamente, con lo que me sale ahora cuando dirijo una orquesta. El orgullo de participar en un colectivo y, de manera inevitable, la responsabilidad forman parte recurrente de mi manera de sentir el trabajo. Todos los días es así. Pero me estoy enrollando, ¿no?”.
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