Cafeína en vena
En esta 'Carmen' hace calor: lo denotan los torsos desnudos, el sudor. No solo se palpa tensión sexual, sino también violencia
CARMEN
Música de Georges Bizet. Anna Goryachova, Francesco Meli, Kyle Ketelsen y Elenora Buratto, entre otros.
Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.
Dirección musical: Marc Piollet.
Dirección de escena: Calixto Bieito.
Teatro Real, hasta el 17 de noviembre.
¿Es Carmen una españolada? No lo es ciertamente el sencillo relato original de Prosper Mérimée, publicado originalmente en 1845 en la Revue des deux mondes y que habría tenido muy escasa resonancia futura de no haber servido de inspiración para el libreto de la muy posterior opéra comique de Bizet. Este recurrió, como es sabido, a melodías y ritmos españoles para insuflar colorido y verosimilitud a su música, que huye con éxito de todo sentimentalismo. El montaje de Calixto Bieito no es tampoco una españolada, porque no “exagera ciertos rasgos que se consideran españoles”, por seguir la definición del Diccionario de la Real Academia, sino que los retrata tal cual son, o fueron, en el momento en que se reubica la acción. Y lo hace de una forma tan escueta, sencilla, e incluso simbólica, como creíble, lo que lo ha convertido en casi un clásico de nuestro tiempo, estrenado con el último toque de campana del siglo XX, repuesto sin cesar por todo el mundo en el XXI (en Venecia, Oslo y París solo en este 2017) y que le reportó a Bieito el premio Abbiati al mejor director de escena en 2011 tras representarse en el Teatro Massimo de Palermo, un lugar que se diría especialmente proclive para entenderlo.
En esta Carmen hace calor: lo denotan los torsos desnudos, el sudor, las camisas generosamente desabotonadas, los personajes durmiendo de noche al raso y una luz abiertamente meridional. El calor es a su vez metáfora de unas hormonas desbocadas en ambos sexos. Pero no solo se palpa tensión sexual, sino también violencia. Todo es comprensible por el entorno en que se produce, incluida la personalidad de Carmen: más que ser una rebelde sin causa o una abanderada de la mujer moderna, es un producto de la sociedad en que vive, machista, misógina y agresiva. Solo se entiende que algunos abuchearan al equipo escénico por razones espurias relacionadas con el ruido mediático de estos días, ya que nada de lo que se ve es ni ofensivo ni insultante. Hay un uso mucho menor de la bandera que en reposiciones anteriores pero, ¿qué importa? Algunas, o muchas, banderas las teje el diablo, y la propuesta de Bieito no ha perdido aquí una brizna de su extraordinaria teatralidad. Con ecos de Jamón, jamón y guiños en el vestuario à la Almodóvar, esta es una Carmen creíble de principio a fin, rebosante de pequeñas grandes intuiciones escénicas (la cuerda que nos convierte de espectadores en parte de la acción y el círculo de tiza del cuarto acto para delimitar simbólicamente el espacio escénico, por citar dos únicos ejemplos), años luz por encima de esa Carmen reconvertida en un burdo juego de rol protagonizado por una aburrida pareja burguesa en el montaje de Dmitri Tcherniakov que se estrenó el pasado verano en el Festival de Aix-en-Provence. Aquello olía a falso, a naftalina, a Rocambole, mientras que esto exuda fuerza y veracidad.
El Don José y la Micaela de Francesco Meli y Elenora Buratto exhiben virtudes y adolecen de defectos muy similares. Los dos poseen voces de enorme calidad y su línea de canto es impecable; pero ni él resulta convincente como chico malo ni ella como la mujer mucho más carnal y terrenal que quiere Bieito en lugar de la criatura candorosa y angelical al uso. Entre Meli y la Carmen de Anna Goryachova también hay concomitancias, aunque la actuación de él va de menos a más, mientras que la rusa empieza con fuerza y acaba desinflándose un poco hacia el final. Su voz tiene la rara virtud de ser igual de homogénea y atractiva en todos sus registros, pero en los dos últimos actos pierde parte de su consistencia dramática. Aun así, por físico y por instrumento, es una Carmen llamada a llenar muchos teatros. Suficiente el Escamillo de Ketelsen (a años luz de su flojísimo Leporello en el Don Giovanni que padecimos aquí en 2013 con dirección escénica también de Therniakov). De los diversos secundarios, destaca el Zúñiga de Jean Teitgen, de magnífica voz y con el mejor francés de la representación.
Cosas muchísimo más criticables que en la escena hubo en el foso, donde Marc Piollet mostró innumerables deficiencias, y llueve sobre mojado. Ya su Preludio fue el perfecto ejemplo de mucho ruido y pocas nueces, marcando la tónica de los momentos más dramáticos o bullangueros de la obra. En los delicados e íntimos le faltó, en cambio, sutileza, equilibrio, finura. Ni cuando la orquesta tocó sola (exceptuado el tercer interludio, gracias a la flauta solista) ni cuando acompañó estuvo la batuta a la altura, ni bien comunicada, con la escena. Excelente el coro, superado el traspiés puntual de Lucio Silla, y soberbios los Pequeños Cantores de la ORCAM: estos sí que no fallan nunca, mérito indudable de Ana González, su directora.
El azar o un preciso designio humano han querido que esta Carmen se estrene el día exacto en que se cumplen 20 años desde que el Teatro Real recuperó su condición inicial de teatro de ópera. Si en aquel lejano 11 de octubre se asistió a una inauguración descafeinada, culminación de una sarta de decisiones equivocadas, esta Carmen nos sitúa ahora en las antípodas de entonces. También aquí estamos en el sur de España, o al sur de España, pero la estilización de entonces ha dado paso a un retrato descarnado de una España a su vez 20 años anterior. Nada de medias tintas: esta Carmen indispensable de Calixto Bieto es cafeína pura, e inyectada en vena.
Babelia
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