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Aquel oscuro teatro del deseo cumple 20 años

El Real abrió hoy hace dos décadas para recuperar su fisonomía original Los nervios y las injerencias del principio han dado paso a una nítida línea ascendente

Luis Gago
Obras de remodelación en el Teatro Real, en diciembre de 1993.
Obras de remodelación en el Teatro Real, en diciembre de 1993.Cristóbal Manuel
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Cerrado desde 1925, la conversión del Teatro Real en 1966 en sala de conciertos constituyó una anomalía histórica. Con el edificio escindido en dos (en la otra mitad, la que da a la Plaza de Isabel II, se instalaron el Conservatorio y la Escuela de Arte Dramático), que el proceso revirtiera y recuperara su esencia como teatro de ópera era sólo cuestión de tiempo. El último concierto sinfónico se ofreció el 13 de octubre de 1988, tras lo cual empezó un larguísimo y polémico período de obras, que no concluirían hasta su reapertura oficial el 11 de octubre de 1997. El edificio dejaba así de estar demediado y recuperaba por fin su ser unitario y su propósito intrínseco.

Había que estar dentro del Teatro Real para conocer las convulsiones casi diarias que se vivieron en los meses previos a aquella gala inaugural. Muchas de ellas tuvieron su origen en el cambio político y de gobierno que se había producido el año anterior, lo que precipitó la caída de la directora general y el director artístico que parecían llamados a culminar y llevar a buen puerto la reconversión del teatro. Un nuevo gerente y un nuevo director artístico desbarataron parte de los planes ya maduros, les llegaban órdenes ‒a menudo contradictorias‒ sin cesar desde las alturas y quienes trabajábamos allí dentro contra reloj veíamos trifulcas y escuchábamos dislates (y viceversa) difíciles de olvidar. Surgieron por doquier voceros que proclamaban a los cuatro vientos opiniones propias y ajenas, consejeros que pontificaban sobre cómo debían hacerse las cosas autoinvestidos de autoridad y agoreros que censuraban todo y presagiaban desgracias inminentes. La nueva tarta era demasiado mediática y apetitosa como para no abalanzarse sobre ella, por lo que en aquellos meses se produjo en el Teatro Real la confluencia perfecta de los tres sustantivos que titulan la exposición sobre ópera inaugurada hace doce días en el Victoria & Albert Museum de Londres: pasión, poder y política. Se redecoraron incluso partes enteras del teatro ya terminadas porque no eran del agrado de los nuevos gerifaltes, amigos y conocidos de políticos coparon puestos e influencia y, al menos hasta que subió el telón el 11 de octubre, dominaron con mucho las bajas pasiones.

Llegó a cambiarse incluso in extremis la obra llamada a desvelar el nuevo e imponente buque, Parsifal, más que idónea en cualquier botadura de este tipo, ya que el propio Wagner la caracterizó como una “obra escénica para la consagración de un festival”. No era suficientemente española, claro, hirió sensibilidades a flor de piel y se sustituyó por un programa mixto y doble (El amor brujo y El sombrero de tres picos de Manuel de Falla) que no lanzaba un mensaje precisamente claro sobre lo que quería ser el teatro. Luego llegó un estreno (Divinas palabras) con graves disensiones de última hora entre compositor y libretista, pero a la tercera sí se tocó el cielo, por fin, con un Peter Grimes extraordinario, inolvidable, con dirección escénica de Willy Decker y musical de Antonio Pappano, que ya entonces (noviembre de 1997) apuntaba claramente las maneras que lo han aupado al olimpo de los mejores directores de ópera actuales. El producto venía empaquetado y precintado (coro y orquesta incluidos) desde el Théâtre royal de la Monnaie de Bruselas, pero indicaba al menos, para quien quisiera quitarse la venda y mirar más allá, cuál era el camino ‒o un posible camino‒ a seguir.

Ensayos de Billy Budd, de Benjamin Britten, en el Teatro Real.
Ensayos de Billy Budd, de Benjamin Britten, en el Teatro Real.Javier del Real

El director artístico del teatro belga era por aquel entonces Bernard Foccroulle, que estuvo 15 años en el cargo, y que había sucedido a Gerard Mortier, quien logró reforzar su relevancia internacional durante los 11 años que ocupó el puesto. En el Teatro Real, sin embargo, ha habido en estas dos décadas seis directores artísticos (incluido el propio Mortier en el tramo final de su vida), una cifra sin duda excesiva para permitir que alguno de ellos pudiera dejar su impronta, como sí hicieron en su día, por ejemplo, Peter Jonas durante sus 13 años en la Bayerische Staatsoper de Múnich, Rudolf Bing en 22 años al mando de la Metropolitan Opera de Nueva York o John Tooley en los 18 años que estuvo al frente de la Royal Opera House en Londres. En Madrid se han sucedido en ese cargo muy diferentes perfiles: un director de orquesta, un director de escena, dos experimentados gestores extranjeros, un gestor español que carecía de experiencia en un puesto similar (pero al que le sobraba intuición) y el actual director artístico, que sí llegó a Madrid con la lección largamente aprendida y que goza de un sólido prestigio internacional. Todos han cosechado aciertos y han cometido errores, porque programar óperas no es una ciencia exacta. De todos han traslucido sus filias y sus fobias, sus compositores, cantantes y directores predilectos, pero los grandes nombres a veces tropiezan y los desconocidos pueden encumbrarse en una sola noche de gloria. La ópera es un engranaje de piezas tan complejo que casi nada es previsible de antemano.

Directores musicales

Ojalá todos los directores musicales hubieran estado a la altura de Armin Jordan en Pelléas et Mélisande (2002) o de Pinchas Steinberg en La mujer sin sombra (2005), o todos los directores de escena hubieran derrochado el talento de Deborah Warner este mismo año en Billy Budd, o todos los cantantes hubieran ofrecido una actuación vocal y actoral tan completa como la de Christine Rice en Alcina (2015). Ha habido grandes dianas escénicas: Dialogues des carmélites (2006) y Katia Kabanová (2008) de Robert Carsen, Così fan tutte (2013) de Michael Haneke, solo ensombrecida por una dirección musical pedestre y dos cantantes muy mal elegidos (ambas cosas eran tristemente habituales en aquellos años), o Death in Venice (2014) de Willy Decker y Moses und Aron (2016) de Romeo Castellucci, dos de las muchas asignaturas pendientes que están felizmente aprobándose en la etapa actual. Teodor Currentzis y Peter Sellars maravillaron en Chaikovski y defraudaron en Purcell, hubo visitas anuales de Daniel Barenboim y su Staatsoper de Berlín (2000-2003) y una sola de Claudio Abbado (2008), y también vinieron Hans Werner Henze (1999 y 2004) y George Benjamin (2016), puntas de lanza de numerosos éxitos con títulos del siglo XX. Al otro lado, Francesco Cavalli, un nombre ya inesquivable en cualquier teatro como paradigma de la ópera veneciana de la segunda mitad del siglo XVII, que está también a punto de recalar por primera vez en el Real: los extremos se tocan.

El teatro, conquistada la independencia y guarecido de injerencias políticas, ha dejado de ser aquel oscuro objeto del deseo manipulado al capricho de los políticos y se ha convertido en una institución dirigida y gestionada por profesionales que saben lo que hacen y lo que quieren. Y el Teatro Real en cuanto institución no ha cesado de ganar peso y credibilidad: en su ciudad, en el conjunto del país y en el ámbito internacional, como demuestra el creciente interés por varias de sus últimas producciones, con el portentoso Billy Budd a la cabeza. La orquesta está también en clarísima progresión, el coro supera habitualmente con nota los escollos más exigentes y el actual director musical acierta en todos los repertorios que aborda. Queda aún pendiente mejorar cosas, como la calidad y congruencia de los sobretítulos, o fidelizar un público para recitales y conciertos, o recuperar programas de mano con la enjundia y prestancia que tuvieron en los primeros años. Pero démosles tiempo y serenidad a todos para que el barco siga navegando, consolidando su rumbo y descubriéndonos nuevos horizontes. En la ópera, como en cualquier travesía, los tiempos son ‒tienen que ser‒ largos, muy largos.

Cronología real

Jesús Ruiz Mantilla

El 11 de octubre de 1997 se reabre el Teatro Real con La vida breve, de Falla, tras una remodelación comandada por el arquitecto José Manuel González Valcárcel, que duró casi 10 años.

Divinas palabras, de Antón García Abril, basada en la obra de Valle-Inclán, se convierte en la primera ópera de un compositor español estrenada en la nueva etapa y se produjo nada más reabrirse el teatro. También fue el debut de Plácido Domingo en el nuevo escenario, que ya en 2010 cosecharía la ovación más larga del teatro por Simón Bocanegra: 32 minutos de aplausos.

Muere Alfredo Kraus. Aparte de noches de gloria, el Real también ha servido de capilla ardiente para grandes figuras. El cuerpo del gran tenor Alfredo Kraus fue mostrado ante los aficionados antes de ser enterrado tras su muerte el 10 de septiembre de 1999.

La orquesta y coros. Hasta que llegó Jesús López Cobos a la dirección musical en 2002, el teatro no contaba con orquesta y coro titulares. El maestro lo puso como condición para su etapa en el podio, que terminó en 2010.

Los bises. El teatro ha vivido grandes noches de ovación. Leo Nucci con su Rigoletto y el mexicano Javier Camarena con La hija del regimiento lograron sus bises en el escenario del Real.

La Fundación. En 2007, el Ministerio de Cultura propició la crucial modificación de los estatutos de la Fundación del Teatro Real convencido de que las grandes instituciones culturales del Estado debían contar con la autonomía y la estabilidad necesarias para poder consolidar sus proyectos. La presidencia pasó a ser independiente, se nombró a Gregorio Marañón y se incorporaron al Patronato de la institución distintas personalidades de la vida civil vinculadas al ámbito de la cultura o de la empresa.

La llegada de Mortier. Una de las etapas más controvertidas en estas dos décadas ha sido la que protagonizó como director artístico Gerard Mortier en enero de 2010. Duró tres años cargados de polémicas, hasta su renuncia en 2013, cuando fue sustituido por Joan Matabosch, hoy en el cargo.

San Francisco de Asís. Entre los hitos de la etapa Mortier estuvo la representación en la Casa de Campo de San Francisco de Asís, de Messiaen. Fue en julio de 2011 y era la primera vez que el teatro hacía un gran montaje fuera de su sede en la Plaza de Oriente.

Retransmisión por Facebook. Las tecnologías han supuesto un reto constante en la nueva etapa del Real. En julio de 2016, I puritani, fue la primera ópera retransmitida por Facebook en todo el mundo. Se ampliaba así una tradición que empezó retransmitiendo títulos al aire libre en la Plaza de Oriente y cada año programa una ópera popular en abierto para varias ciudades de España y América. El salto tecnológico y la búsqueda de nuevos públicos con equipos sofisticados de retransmisión ha sido una de las señas del Real.

Bicentenario. Esta temporada se cumple el bicentenario del Teatro Real. Será un año de riesgos en una programación diseñada cuidadosamente por Joan Matabosch. Con Carmen, montaje de Calixto Bieito, está servida la polémica. Pero serán meses llenos de sorpresas. Los primeros de las próximas centurias.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.

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