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DESDE EL PUENTE
Columna
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Otra forma de desembarcar en Normandía

Cualquiera puede contar su vida a través de los coches que ha tenido y de los lugares a donde le han llevado

23 F
Los tanques recorren Valencia durante el intento de golpe de Estado del 23-F.JOSÉ MANUEL ARROYO VIGUER
Manuel Vicent

Nunca se sintió tan desorientado con las manos en el volante como en aquel infausto día de febrero de 1981, cuando hacia las siete de la tarde, camino de Valencia, Miguel puso la radio del flamante volvo recién estrenado para oír el chismorreo de alguna tertulia y se encontró con que en su lugar sonaba una marcha militar. Encima se trataba de un toque de diana. ¿Cómo es posible que toquen diana, cara a la noche, —pensó— si en el cuartel se utiliza para despertar a la tropa? Sin saber lo que había sucedido en el Congreso de los Diputados, en Madrid, cambió de emisora y en ese momento la voz enfática de un locutor estaba leyendo el bando de Milans del Bosch, Capitán General de la Tercera Región Militar, en el que se disponía:

Artículo 5: Quedan prohibidas todas las actividades públicas y privadas de todos los partidos políticos, prohibiéndose igualmente las reuniones superiores a cuatro personas, así como la utilización por los mismos de cualquier medio de comunicación social.

Artículo 6: Se establece el toque de queda desde las 21 a las 7 horas, pudiendo circular únicamente dos personas como máximo durante el citado plazo de tiempo por la vía pública y pernoctando todos los grupos familiares en sus respectivos domicilios.

Artículo 7: Solo podrán circular los vehículos y transportes públicos, así como los particulares debidamente autorizados. Permanecerán abiertas únicamente las estaciones de servicio y suministro de carburantes que diariamente se señalen.

Mucho tiempo después, en cualquier tertulia, siempre había una pregunta obligada. ¿Qué hacías la tarde del 23-F cuando el golpe de Estado? Miguel contaba que se dirigía a un pueblo del Mediterráneo donde al día siguiente iba a enterrar a un amigo, que había muerto por fumar demasiado. En mitad del camino había oído el bando de guerra del general Milans del Bosch sin saber que el Gobierno de la nación permanecía secuestrado en el Congreso por el teniente coronel Tejero, y al llegar a Valencia se encontró con la ciudad completamente vacía bajo un silencio opaco. Ya eran más de la nueve de la noche, de modo que estaba quebrantando el toque de queda. Si le hubieran disparado, no habría pasado nada, de modo que se hallaba a merced del capricho de cualquier francotirador como si fuera una perdiz roja.

Al volante del Volvo color antracita que había estrenado en ese viaje, Miguel se adentró en el laberinto de calles desiertas. Tenía que atravesar la ciudad para buscar una salida y, de pronto, le sorprendió un estruendo que parecía salir del fondo de la tierra. En una bocacalle de la Gran Vía tuvo que detenerse porque en ese momento pasaban varios carros de combate. En la radio del Volvo sonaba la marcha militar Los Voluntarios y pese al pánico que lo envolvía, Miguel recordó que aquella música era la que cerraba, cuando era niño, el final de la película El Alcázar no se rinde con todos los espectadores saludando brazo en alto la imagen del caudillo que llenaba la pantalla. Ahora dentro del coche parecía que el tiempo se hubiera fundido. ¿Era otra guerra o era la misma guerra que su familia le contaba junto a la chimenea cuando era un niño?

Ignoraba que el golpe de Estado del teniente coronel Tejero en Madrid estaba en vías de fracasar, pero en Valencia el golpe había triunfado y Miguel se consideraba una hormiga perpleja, en medio del silencio de la ciudad partida por la oruga de los tanques. Ahora veía lo que era un tanque de verdad que pasaba ante sus ojos con la cola hirsuta como un alacrán de hierro.

Cualquiera puede contar su vida a través de los coches que ha tenido y de los lugares a donde le han llevado. Aquel Volvo estaría para siempre unido a la memoria de un golpe de Estado que pudo torcer en negro el destino de su vida. Pese a todo, ese coche le acompañó durante los años dorados en los que el país cambió de pelaje. La década de los ochenta fue nuestro Mayo Francés, que en lugar de constituir una llamarada que se quemó a sí misma en una semana, se había extendido durante varios años en los que España dejó atrás la caspa ibérica y se convirtió en una sociedad moderna.

En ese coche Miguel cruzó toda Francia, desde la puerta de La Californie en la Costa Azul donde había vivido Picasso hasta Aix-en-Provence y allí atravesó el monte Victoria que si hubiera entrado en un cuadro de Cezanne; llegó hasta los territorios de Gustave Flaubert en Ruan y en sus calles, en torno a la catedral que pintó Monet, todas las señoras con el bolso de la compra en la mano le parecían Madame Bovary; siguió el viaje hasta Cabourg, se hospedó en el Gran Hotel en busca de la desaparecida Albertine de Marcel Proust; luego llegó con Erik Satie a Deauville y Honfleur y, finalmente, Miguel con este bagaje a cuestas como único armamento realizó a bordo del Volvo su propio desembarco en la playa de Omaha de Normandía y, para celebrar su triunfo sobre la vieja caspa, se tomó un calvados fabricado con manzanas benedictinas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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