Gustave Flaubert, el patrón
Sabemos que es casi imposible que un escritor que no tenga algo de sacerdote y de asceta sea un escritor de verdad
Francia conmemora este año el bicentenario del nacimiento de Gustave Flaubert, a quien algunos escritores (no sólo novelistas, ni sólo franceses) consideran su patrón. No creo que otros lugares de Europa celebren el acontecimiento, porque los europeos poseemos una moneda única, pero no un único sistema cultural, y en países como España, donde el patriotismo no se puede expresar políticamente, a menudo se expresa culturalmente. Sea como sea, pregúntenme a mí si Flaubert es mi patrón y yo, que soy bastante bueno formulando preguntas, pero muy malo dando respuestas, les daré no una, sino dos: ambas son afirmativas, aunque una es larga y la otra corta.
La larga es mi primera novela, que se titula El móvil y constituye una furiosa declaración de amor a Flaubert protagonizada por un novelista a quien el furioso amor por Flaubert conduce al delirio y el crimen. La respuesta breve podría ser la siguiente: Flaubert es, después de Cervantes, el novelista más decisivo de la historia de la novela. Cervantes crea la novela moderna; Flaubert la revoluciona y la sofistica. La novela nace con Cervantes como un género degenerado, gozosamente bastardo, sin nobleza; es decir, sine nobilitate; es decir, snob. Por eso, dos siglos y medio después de publicado el Quijote, Flaubert no sólo se propone dotar a la prosa de la misma perfección estética que la poesía, sino sobre todo elevar la novela al mismo estatus que aquélla posee desde la Antigüedad: de ahí que las novelas de Flaubert posean una conciencia de sí mismas, una geometría y una obsesiva deliberación que, antes de él, sólo buscaba la poesía; para Flaubert la novela es forma, igual que la poesía: en una novela, una buena historia bien contada es una buena historia, pero una buena historia mal contada es una mala historia. No digo que este racionalismo formalista a rajatabla no autorice una cierta nostalgia del talante bárbaro, digresivo, libérrimo y popular de la novela propiamente cervantina o primitiva o preflaubertiana (yo mismo siento esa nostalgia, y por eso mis novelas favoritas son aquellas que combinan el rigor flaubertiano y la libertad cervantina); lo que digo es que, después de Flaubert, la novela ya no puede prescindir de su ejemplo sin resignarse a la irrelevancia. En otras palabras: la novela se convierte después de Flaubert en un género irreversiblemente flaubertiano, como prueba el simple hecho de que sus mejores discípulos inmediatos —Joyce, Kafka, Proust, Faulkner—fueron también los mejores novelistas de la primera mitad del siglo XX, o del siglo XX a secas. Flaubert fue autor de una obra cicatera, pero incomparable; sus cuatro grandes novelas —Madame Bovary, Salammbô, La educación sentimental y Bouvard y Pécuchet (esta última inacabada)— son cimas inapelables del género, y en los 24 años que median entre la primera y la última su autor recorre un tránsito de siglos: Madame Bovary lleva a la perfección la novela realista; Bouvard y Pécuchet la desintegra, abriendo las puertas de la novela del siglo XX. Por lo demás, no diré que los cinco volúmenes de cartas que reúne la Plèiade sean el libro más importante de Flaubert, como sostuvo André Gide, pero sí que es quizá el más útil que puede leer un aspirante a novelista, o simplemente a escritor, entre otras razones porque narra desde dentro el combate titánico de un hombre común y corriente (o que se consideraba a sí mismo común y corriente) que, luchando a brazo partido contra sus propias limitaciones, consigue escribir algunas de las mejores novelas jamás escritas.
En un ensayo titulado Flaubert y su destino ejemplar, Borges afirma que el novelista francés fue “el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir”. Mucho me temo que, en este tiempo nuestro, tan descreído, esos tres personajes se antojen remotos, por no decir un poco irrisorios; pero todos los escritores sabemos en secreto que es casi imposible que un escritor que no tenga algo de sacerdote y de asceta —tal vez incluso de mártir— sea un escritor de verdad. Esa es quizá la razón fundamental por la que Flaubert sigue siendo nuestro patrón.
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