¡A la mierda!
La vida de José Antonio Labordeta, que era un hombre realmente único, es un paradigma del camino vital y político que recorrieron los antifranquistas
Nombrar en Zaragoza a José Antonio Labordeta es como invocar a un santo laico. Lo fue en vida, pero esa identificación que solo algunas personas logran tener con su tierra se multiplicó con la muerte. “Polvo, niebla, viento y sol/ y donde hay agua, una huerta; / al norte, los Pirineos: / esta tierra es Aragón”. Sin duda, fue el artífice de despertar el orgullo de una tierra que se sentía olvidada, donde sus habitantes estaban resignados a la postergación en una España en la que los conflictos siempre los protagonizaban otros. Labordeta, junto a otros jóvenes intelectuales, generaron en los sesenta y desde Teruel, donde habían obtenido su primera plaza de profesores, un incipiente movimiento de poetas revoltosos, que fue abriéndose a oficios artísticos diversos, hasta sentar su base en Zaragoza, donde dieron la batalla contra el régimen franquista y soñaron con un Aragón futuro.
En este ambiente se impuso la voz de Labordeta, que poseía el timbre severo y profundo de los maños, y componía jotas o albadas, cantos de la tierra, con letras que reivindicaban a esa población ignorada de los pequeños pueblos aragoneses. Los adolescentes de los setenta comenzamos a escuchar sus canciones con extrañeza, porque nada tenían que ver con el estilo de la canción protesta de entonces; aquellos que habíamos convivido con la jota tradicional de niños nos conmovíamos por la melodía popular, pero también celebrábamos la rebeldía de las letras.
Viendo el documental dedicado a su figura, José Antonio Labordeta. Un hombre sin más, se experimentan emociones diversas: la de observar cómo el ansia de libertades vencía al miedo y cómo algunos intelectuales estaban convencidos de que la cultura era un arma eficaz en la lucha por despertar anhelos de cambio en una población que llevaba décadas acomodada a un régimen que agonizaba al tiempo que su dictador.
La vida de este hombre sin más, que era realmente único, es un paradigma del camino vital y político que recorrieron los antifranquistas. La principal narradora de la historia es la esposa del cantautor, Juana de Grandes, también profesora, que se nos muestra como una mujer atractiva, inteligente y chispeante, contrapunto del hombre en ocasiones atormentado que fue Labordeta. Sus tres hijas contribuyen al retrato de un hombre rodeado y querido por sus mujeres que siguen los pasos de una vida guiadas por el diario que el padre y esposo escribía en secreto, como desahogo y sin ánimo de ser publicado ni leído.
Aquel hombre que se inventó, junto a otros camaradas de viaje, un orgullo de la tierra aragonesa que en nada se parecía al nacionalismo excluyente, sino que consistía en reivindicar el derecho a intervenir en las decisiones de la patria grande desde la chica, llegó a tener un escaño en el Congreso. Fueron ocho años intensos de trabajo, pero los medios que acaban convirtiendo la anécdota en caricatura, resumieron la trayectoria política del intelectual en ese momento en que el cantautor mandó a la mierda a los diputados del PP, que con insultos y burlas no le dejaban hablar.
Es una escena importante del documental porque nos explica aquella etapa en su total dimensión. Ocurre en la legislatura en que Aznar se había hecho con la mayoría absoluta y con sueños de la rancia España imperial nos había enredado en la ignominiosa guerra de Irak, de la que asombrosamente aún sigue sacando pecho, a pesar de que sus impulsores son considerados artífices de haber alterado con embustes el frágil equilibrio internacional. Pues bien, es en ese ambiente en el que un día Labordeta lee unos versos antibelicistas de Miguel, su hermano poeta, mientras Aznar lo escucha con gesto de desprecio desde su escaño. Jamás tuvo a bien saludar el presidente a este hombre sin más, cuenta Labordeta.
Y es en aquellos días cuando se sentaron las bases del hooliganismo parlamentario: Labordeta intentaba en una sesión, bien avanzada la noche, ser escuchado sin éxito: un grupo de diputados se reía, vociferaba, lo mandaba a freír espárragos con su mochila a Teruel; fue entonces, cuando el hombre, perdida ya la paciencia, expresó con un ¡coño! su hartazgo y mandó a la mierda a ese grupo, autodenominado como los jabalíes, que basaban y basan su tarea política en socavar el ánimo del adversario, en ridiculizarlo, hasta que estalle. Aunque sea injusto reducir una trayectoria vital, cultural y política a un exabrupto, Labordeta fue entonces la voz del pueblo. Qué bien suenan los tacos cuando los dice un hombre cabal, un hombre sin más y, por tanto, extraordinario.
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