Cuando un desnudo es un calvario
Me pregunto para qué sirve la valentía de mostrar el cuerpo, por qué es liberador traspasar la barrera del legítimo pudor
Un verano de hace cinco años me apunté a una clase de aquagym en una piscina municipal. Ya saben, ese ejercicio que sacan en las películas para reírse un poco de la pérdida de psicomotricidad de las señoras mayores. Tragué mucha agua porque mis compañeras, curtidas y forzudas, braceaban como posesas. Cuando la clase acabó, fui tras ellas mareada por el cansancio hasta los vestuarios donde, con una naturalidad envidiable, se quitaron los bañadores e hicieron tertulia como Dios las trajo al mundo. Aquellas mujeres, ya perdida la estrechez de la cintura, exhibiendo pechos caídos por los partos y los años, situada toda la grasa en el tren superior y dándose aires de gallinas felices, hacían planes culturales y gastronómicos, se untaban crema ora en el culo, ora en la barriga, con energía y pericia. Yo observaba, pudorosa, desde mi taquilla entreabierta, aquello que era sin duda un espectáculo memorable, porque si es cierto que la literatura y el cine colocan siempre a la mujer pensativa frente a un espejo, aquí, en esta escena de vestuario municipal, la sociabilidad eliminaba cualquier rasgo de ensimismamiento o autoconmiseración. Era de agradecer que la tertulia se hubiera situado de espaldas al gran espejo, prueba irrefutable de que habían superado esa etapa de observación del cuerpo propio y del ajeno, que tan absurdamente nos amarga la vida.
Veo esta semana el desnudo integral de Emma Thompson en Buena suerte, Leo Grande. La veo y leo la columna de Cristina Fallarás, a la que ese desnudo provoca inquietud. A mí, también. Qué poca delicadeza de la directora al retratarla. Me irrita esa hipocresía de la industria del cine que, por un lado, se saca de la manga el oficio de “coordinadora de intimidad” para negociar con melindres cada plano en el que ha de aparecer una mujer desnuda (fundamentalmente, joven) y, por otro, considera una valentía que una actriz de 63 años aparezca frente al espejo con cara de, “señoras y señores, este es el peor momento de mi vida”. Y es que, en el caso que nos ocupa, no era el personaje quien se nos mostraba, sino la propia actriz a la que la visión de su desnudez siempre ha causado angustia. Vivimos un momento tan extraño con respecto a la exhibición del cuerpo, que podemos pasar de la pacatería extrema a una entrega impúdica de lo más íntimo. No puedo entender que desnudarse públicamente sea liberador si una no disfruta haciéndolo.
No es el cuerpo de Thompson lo que inquieta, sino su rostro, el rostro de una mujer que se avergüenza de su figura
¡Valiente, valiente, valiente!, la han jaleado. Yo me pregunto para qué sirve esa valentía, y por qué es liberador traspasar la barrera del legítimo pudor para presentarse ante los demás en un acto de sacrificio. No es el cuerpo de Thompson lo que inquieta, sino su rostro, el rostro de una mujer que se avergüenza de su figura envejecida y trata de obtener algún tipo de reconocimiento por atreverse a reconocer su aprensión. Me gustaría tomarla de la mano, a ella y a otras, a esas jovencitas que se angustian por la irrelevante piel de naranja, a mí misma, y llevarla, llevarnos, hasta ese vestuario femenino de una piscina municipal donde una cuadrilla de mujeres, valerosas, cachondas, alegres, desinhibidas sin saberlo, ajenas a los aplausos por una heroicidad que no contemplan, para que nos enseñaran la mejor lección de vida: que tal vez la suerte sea llegar a cierta edad estando sana y la victoria superar los años de la aprensión. Es posible que nos enseñaran a comentar los hitos y fracasos de la vida sexual con ironía, sin que el asunto alcance siempre elementos de victimismo y melodrama.
En cuanto al personaje de la película, qué decir, se me ocurre que, teniendo la señora de la historia solo unos cinco años más que yo, es triste que jamás haya disfrutado de un orgasmo, y que si así ha sido no es solo torpeza del hombre, sino una incompetencia de dos, o de ella sola, porque las mujeres de esa generación ya sabíamos para qué sirven los dedos de la mano. También me parece un sueño típicamente masculino ese de paliar la frustración sexual recurriendo a un prostituto que maneja las artes amatorias y es comprensivo: así solía describir la vieja literatura masculina a las buenas putas.
Cosas propias y tristes de esta época de exhibición extrema en la que todo es desnudo y confesión, aun a costa de mostrar aquello que desearíamos esconder. Tal vez el único secreto para mitigar la ansiedad sea, aunque nos cueste, mirarnos de una puñetera vez menos al espejo.
Babelia
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