Los silencios rotos de Tillie Olsen
Comunista, feminista y pasional portavoz de la clase trabajadora, la autora escribió sobre lo difícil que resulta dirigirse a todo aquel que no sea un hombre blanco con rentas altas y los cuidados garantizados
La escritora Marta Sanz ha dado con una buena manera de clasificar a algunas autoras de dentro y fuera del canon: las mujeres que escriben después de planchar. Allí se incluye a sí misma, al menos durante un tiempo de su vida —”escribí después de planchar y mientras planchaba o pelaba un ajo o restregaba una mancha de jabón del lavabo”—, y a referentes como Luisa Carnés. Entre las que no planchan: Emily Dickinson, que pudo retirarse del mundo gracias a una renta familiar, o Virginia Woolf, que tuvo siempre quien le limpiase su habitación propia y el resto de estancias de la casa.
Tillie Olsen, que firmó un cuento titulado Aquí estoy, planchando, entra de lleno en la primera categoría. El sello Las Afueras acaba de publicar Silencios, quizá el ensayo más influyente de esta autora estadounidense, fallecida en 2007, que supo anticiparse unas cuantas décadas al tipo de análisis que se hace ahora. Olsen escribió sobre privilegio e interseccionalidad antes de que esos dos conceptos fueran moneda corriente en la discusión tuitera. Los silencios de los que habla Olsen son los de los autores que no pudieron escribir o lo hicieron poco debido a que tuvieron la mala fortuna de no nacer hombres blancos heterosexuales con rentas medias altas y los cuidados garantizados. Como ella misma.
Nacida en 1912 (o 1913, su certificado se perdió) en una familia de refugiados políticos rusos y judíos que huyeron de la opresión zarista, Olsen fue eso que en Estados Unidos se llama un “bebé de pañal rojo”, al igual que Vivian Gornick. Sus padres la criaron en la militancia de izquierdas —él, Ida Goldberg, perdió muchos trabajos por su sindicalismo y ostentó el exótico título de presidente del Partido Socialista de Nebraska— y ella misma militó en el comunismo y fue encarcelada en 1930 por organizar una huelga en la fábrica de empaquetado de carne en la que trabajaba. A los 20 años tuvo una hija sin estar casada y le puso de nombre Karla, por Karl Marx.
Para entonces, Olsen ya había leído un texto que sería crucial en su vida, una novela corta que cayó en sus manos por casualidad cuando se publicó por entregas en The Atlantic Monthly titulada La vida en los altos hornos, que estaba escrita por otra mujer de clase trabajadora, Rebecca Harding Davis, pero apareció en la revista sin firmar. “El mensaje que recibió —escriben dos de sus biógrafos, Mickey Pearlman y Abby Werlock— es que incluso una chica pobre como ella podía escribir y publicar una historia de vidas ignoradas y despreciadas”.
En esa misma época, Olsen contrajo pleuritis y tuberculosis y, durante su convalecencia, empezó su gran obra inacabada, el más duradero de sus silencios. Yonnondio. El título proviene de un poema de Walt Whitman y la novela, que nunca llegó a terminar, estaba llamada a ser un retrato de La Gran Depresión a la altura de Las uvas de la ira, de John Steinbeck, excepto que nunca se completó. Olsen publicó un capítulo en la revista comunista The Partisan Review y más tarde en una antología de literatura proletaria. Alguien en Random House lo leyó y le ofreció un contrato que incluía un estipendio para que se pudiera dedicar a escribir. Ella lo intentó durante un tiempo, feliz de poder dejar los trabajos mal pagados en fábricas que desempeñó durante casi toda su vida. Dejó incluso a la pequeña Karla, todavía un bebé, con unos amigos y se mudó a Los Ángeles para escribir. Pero no perseveró. Al poco tiempo se reunió con la hija, se casó con otro obrero y activista de izquierdas, Jack Olsen, y dio a luz sucesivamente a tres hijas más.
Al igual que su padre, Olsen tenía que cambiar de trabajo a menudo porque estaba en la lista roja de McCarthy y el FBI siempre encontraba la manera de decírselo a sus empleados. Hizo de camarera, vigilante, mecanógrafa, secretaria y durante un tiempo se dedicó a poner las tapas de los botes en una fábrica de mayonesa. Y antes y después de eso, en el autobús o mientras la familia dormía, y mientras criaba a sus cuatro hijas —Olsen estaba también muy implicada en el AMPA del colegio, al que consiguió un patio y una biblioteca en condiciones— escribía lo que podía. “No termino nunca nada, porque no tengo tiempo y esto me oprime mucho”, dice en Silencios, donde a menudo documenta su frustración y traza una genealogía de otros escritores en lucha contra el tiempo. Cuando Kafka por fin pudo escribir murió de tuberculosis, dice Olsen. Rilke, en cambio, se negó a trabajar para mantener a su mujer y a su hija porque estaba embebido por la poesía y sentía que se debía a ella.
En 1955, Olsen se apuntó a una clase de escritura creativa en una community college, las universidades públicas pensadas para gente trabajadora. “Era un cuarto de siglo mayor que los demás. No había ido a la universidad. Venía de ese mundo de trabajo, maternidad, horario de ocho horas y supervivencia que raras veces sale en la literatura”, escribió. Un profesor reconoció su talento y el año siguiente ganó una beca en Stanford, la misma que recibieron James Baldwin o Flannery O’Connor. En ocho meses pudo escribir varios de los relatos que forman parte de Dime una adivinanza, también publicado por Las Afueras.
“Con ese libro tuve una sensación de deslumbramiento estético que retumbó en la parte más política de mi ser”, dice Sanz, que escribió una reseña extática para este periódico. “Me produjo una lesión interna que me llevó a reorganizar algunas fibras sensibles de mi conocimiento. Sentí que era una escritura capaz de iluminar la vida de las personas de las que pensamos que no tienen lenguaje. Mujeres, clase obrera, analfabetos, negros, indias…”. Algo parecido dijo una vez Margaret Atwood, que reclamó para Olsen más que respeto, “reverencia”.
A partir de esa primera beca hubo algunas más, y también reconocimientos. En los 70 publicó los fragmentos inacabados de Yonnondio y las académicas feministas trabajaron para incluirla en sus temarios. También tuvo sus detractores. El crítico William H. Pritchard escribió en The New York Times que Olsen se las había arreglado para “convertir astutamente su bloqueo creativo de toda una vida en una medalla feminista”. Una biografía publicada en 2010 a cargo de la catedrática Panthea Reid, y titulada One Woman, Many Riddles también se encargó de emborronar su reputación. Allí Reid pinta a una Olsen egomaníaca y manipuladora. La autora la acusa de “abandonar” a su primera hija, de quedarse con adelantos editoriales para libros que no escribió y de inventarse una vida más dura de la que tuvo. Varios críticos señalaron que el libro parecía escrito desde el resentimiento, ya que Olsen, que padecía ya principio de alzhéimer, había prometido a la autora cooperación en su biografía que luego no se materializó. Aun siendo cierto todo lo que dice Reid, no anularía el brillo de los cuentos de Dime una adivinanza ni la lucidez de los escritos que componen Silencios.
“Lo que dijo el crítico de The New York Times —cree Sanz— me parece un ejemplo perfecto de cómo se da la vuelta a los argumentos razonables para que nada cambie y todo permanezca eterna y malignamente igual. Malditos roedores, malditas feministas. En Olsen no hay victimización. Hay esfuerzo intelectual por comprender lo que duele”.
Babelia
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