El sentido crítico como forma de amor
Compromiso social y gran literatura se dan la mano en las cuatro piezas que integran 'Dime una adivinanza', de Tillie Olsen. Una obra que conmociona por su lucidez
En 1984, Anagrama publicó, traducido por Prometeo Moya, este volumen que hoy rescata Las Afueras con traducción de Blanca Gago. Yo sólo puedo mostrar vergüenza por no haberlo leído antes: Dime una adivinanza me ha conmocionado. Subrayo la elección de la palabra: no me ha “conmovido”, me ha “conmocionado”. Me ha producido una pequeña lesión interna, un estupor, una necesidad de reorganizar las fibras sensibles de mi conocimiento.
Tillie Olsen fue una mujer posiblemente muy buena —no fascinante, buena— en cuya obra se conjugan el afán de defender la tierra, los bellos valores del comunismo, feminismo y sindicalismo, la fraternidad, con el poder indagatorio de la palabra literaria. Así lo señala la escritora Jane Lazare en un sucinto prólogo en el que también indica que la obra de Olsen se inscribe dentro de “una tradición de radicalismo judío centrada en la lucha por la justicia económica, racial y de género”.
Olsen fue la segunda hija de una familia de inmigrantes judíos rusos que había abandonado el país tras la revolución fallida de 1905. Olsen fue una activista política, que sufrió las persecuciones del macartismo, y además —e incluso diríamos que consecuentemente— fue lectora voraz de Whitman, Melville, Chéjov, Blake, Hardy, Woolf, Mansfield, Lorde o Rich…
En los escritos de Olsen se refleja ese concepto de que, por una parte, la literatura construye realidad y, por otra, política e impulso reivindicativo no ensucian la literatura. Ética y estética se dan la mano en las cuatro piezas que componen Dime una adivinanza: en ‘Aquí estoy, planchando’, una de esas madres a las que les duele su lucidez disecciona la relación con su hija mayor, una chica morena, demasiado delgada, no muy rápida ni elocuente. Una chica que es “hija de la época, de la depresión, la guerra y el miedo”. Una buena chica triste que se justifica por todo y no responde a los estereotipos de su tiempo. Mientras lleva a cabo un trabajo manual —este proceso de pensamiento es importantísimo—, la madre reflexiona sobre las torceduras en la felicidad de su hija. Con amor y sentido crítico. Porque el sentido crítico es amor, y no esa ceguera borreguil con que se adorna machistamente el amor de las madres.
Las palabras remiten a la lengua oral, como si se pensara en voz alta, y este es un rasgo del estilo de Olsen: diálogos agilísimos, estribillos y canciones se entremezclan con el ruido del monólogo interior, faulknerianamente, jugando con el contraste entre ruido y música, que acaso remite a la mágica propiedad de la literatura para ordenar un barullo contaminante y doloroso. El arte como pauta para entender y aliviar las entropías sociales. Olsen mezcla magnetófonos, que evidencian un oído finísimo para las polifonías, con los sillones de un peculiar psicoanálisis: el esclarecimiento del dolor pasa por un conocimiento del género humano cuya esencia radica en su existencia, en todo lo que perfila, aprieta o deja respirar a una identidad.
En ‘¿Qué barco, marinero?’, las palabras se adhieren unas a otras con la pastosidad de las borracheras o la calidad pegajosa del dinero a través de la mirada de Whitey, el marinero que vuelve a casa buscando un amor familiar que no lo reconforta después de todo lo que ha visto. Niños mendigos y la devastadora conciencia de vivir el fin de la fraternidad. Por su parte, ‘¡Oh, sí!’ —quiero volver a subrayar el valor oral, la textura dramática de los escritos de Olsen— aborda tangencialmente la dimensión, salvífica y alienante, de las religiones para los más frágiles, pero a la vez denuncia una educación racista y segregadora de la que no pueden escapar ni las almas más puras.
Pero la joya de este libro, en el que las cuatro historias se entrelazan, es ‘Dime una adivinanza’: la verborrea poética de la muerte se hace carne en Eva, casi un correlato de la Addie Bundren de Mientras agonizo, una madre que se “desnaturaliza” por ciertos desapegos familiares en los que, sin embargo, se encuentra y reconoce. Una mujer que ha cuidado, pero que también precisa de su soledad. Pone los pelos de punta la sabiduría de la escritora para contar, a través de personajes con la carne de las siluetas yacentes de Lucien Freud, que el amor y el cansancio a veces forman parte del mismo grumo de aleación; que el desencanto en el fin de la vida a menudo corre paralelamente al desencanto general respecto al mundo y las ilusiones, y que, pese a tener conciencia de estas cosas, algunas personas bracean para seguir creyendo en las mentiras que las unen; o quizá, en ese empeño de creer, entendemos que las mentiras, feas e incómodas, terminan constituyendo toda la verdad de lo que somos. El descubrimiento de estos enigmas toma forma en algo tan sencillo como decir una adivinanza: oraciones, grandes discursos, recuerdos, la vida pequeña y la historia grande se funden y acrisolan dentro del mismo matraz. El desarraigo de una Eva migrante no se puede separar del desapego, respecto a la estirpe y la descendencia, de una moribunda Eva mujer. La modernidad del punto de vista es innegable, tanto como la hermosura de cada palabra. La irrupción de los pensamientos de David en el último tramo constituye una revelación, y la anunciada muerte de Eva es uno de los finales más bellos —aquí la palabra no es mera cursilería— que he leído nunca. Tanta luz me hace llorar.
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Autora: Tillie Olsen.
Prólogo: Jane Lazarre.
Epílogo: Laurie Olsen.
Traducción: Blanca Gago.
Editorial: Las Afueras, 2020.
Formato: tapa blanda (181 páginas, 17,95 euros).
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