Orgullo feminista y de barrio obrero: cómo una nueva generación de hijas del extrarradio ha “okupado” la cultura
Una nueva generación de mujeres de la periferia urbana de toda España ha conquistado el centro para contar sus historias. Desde la ficción y el ensayo toman la palabra para dar voz al imaginario del mundo obrero desde una óptica feminista


Penélope Cruz recogió en 2009 el Oscar a la mejor actriz de reparto, dijo en inglés con acento madrileño: “Yo vengo de un sitio llamado Alcobendas, donde este no era un sueño muy realista”. A los millones de espectadores que contemplaban aquella ceremonia no les hacía falta saber que Alcobendas era un barrio obrero de la periferia de Madrid para comprender el mensaje: aquella actriz había pasado de soñar con Hollywood desde un bloque de pisos en un lugar anónimo del mundo a llegar a la meca del cine vestida de princesa Disney. Esa universalidad del periplo periferia-centro es la que ha hecho que se haya convertido en uno de los grandes fenómenos editoriales recientes La mala costumbre (Seix Barral), la historia de una mujer transexual de clase obrera en otro barrio de Madrid, San Blas, que se desplaza al centro de su ciudad para encontrar su premio: la libertad para expresar la identidad que reprime en su lugar de origen.
El viaje en este caso también es el de su autora, Alana S. Portero (Madrid, 47 años), quien confiesa que aún le cuesta asimilar el cambio radical que ha dado su vida: su libro va por la 19ª edición y ha cautivado desde a Pedro Almodóvar hasta a la joven cantante británica Dua Lipa. “Intenté contar una historia de barrio con herramientas de lo que se considera alta cultura, denominación que no significa nada especial para mí. La idea de que nuestras historias solo pueden ser narradas desde el hiperrealismo descarnado me parece una estupidez”, explica Portero. “Si La mala costumbre ha servido a otras para decidirse a narrar algo que les apetecía o necesitaban, me hace muy feliz. De eso se trata pertenecer a una genealogía literaria de mujeres, es muy hermoso”.










El éxito de Portero la coloca a la cabeza de una corriente de mujeres que hacen literatura desde las periferias urbanas con conciencia de clase y muy diversos lenguajes literarios, que incluyen el terror y la ciencia ficción. Así, Los lunes nos querrán (Destino), de Najat El Hachmi; Listas, guapas, limpias (Caballo de Troya), de Anna Pacheco; Verano sin vacaciones (Piedra de Papel), de Ana Geranios; Marrón (Blackie Books), de Rocío Quillahuaman; Supersaurio (Blackie Books), de Meryem El Mehdati; Carcoma (Amor de Madre), de Layla Martínez; Casada i callada (Grup 62), de Emma Zafón —y, por supuesto, La mala costumbre— son las obras de ficción escritas por mujeres con óptica feminista que Aida dos Santos (Portugal, 33 años) menciona al hablar de sus grandes referentes a la hora de ponerse con su monumental Hijas del hormigón (Debate). Un ensayo de más de 400 páginas de testimonios de mujeres obreras procedentes de barrios empobrecidos (es decir, los que están por debajo de la media en estadísticas de paro, salarios, nivel de estudios y equipamientos) de todas las periferias urbanas españolas, de Málaga a Bilbao, de Madrid a Barcelona.
Ahora la diferencia con los anteriores relatos no es solo que las historias estén contadas por mujeres que saben lo que es estar pendiente del último bus, heredar ropa de sus primas o saber al dedillo la vida de los vecinos gracias al ínfimo grosor de las paredes, sino que están atravesadas por el feminismo, un movimiento antisistema que “no está aquí para engrasar el mecanismo del montacargas, sino para estamparlo contra el suelo. No se trata únicamente de romper el techo de cristal, sino de preocuparse de las condiciones de trabajo de quien barre esos cristales rotos”, explica Dos Santos. Y desde esa perspectiva se desmitifica la figura del héroe masculino de clase obrera, como hace Alana S. Portero, por ejemplo, cuando cuenta que ninguno de esos héroes daba un paso al frente cuando una mujer recibía una paliza en su hogar, pero todo el vecindario se enteraba: “Esa es la gran historia no contada, más bien no reconocida, de la lucha obrera. El gran esquirolaje. Todas las veces que se cuente son pocas y se hace justicia a generaciones enteras de mujeres”.

Hay grandes diferencias entre la agenda cultural del mundo en el que Penélope habló de su Ítaca en la meca del entretenimiento y en el que la autora de La mala costumbre empieza a pensar en la adaptación al cine de su obra. Vicky Cristina Barcelona, la película por la que la actriz de Alcobendas recibió su estatuilla, reflejaba los vaivenes de una pareja heterosexual de artistas burgueses en una Barcelona tomada por turistas cuando todavía no eran un clamor las consecuencias reales de la turistificación, la crisis radical del Estado de bienestar, el fin de la clase media o el auge de las ultraderechas xenófobas, misóginas y tránsfobas. Tampoco se sabía aún que llegaría una cuarta ola feminista a rebufo del movimiento MeToo, que pondría en solfa la carrera entera de directores como el de aquella película, Woody Allen, ni que surgiría un movimiento global que reivindicaría la diversidad de identidades de género.
Esta revolución cultural, tan criticada por los ultraconservadores y tan recelada por algunos progresistas, ha permitido que emerjan nuevas voces. De las cuidadoras, limpiadoras y las trabajadoras sexuales (remuneradas y sin remunerar) hasta las precarias en lo que el vocabulario de la pandemia llamó “trabajadoras esenciales”, pasando por las que viajan una hora de cercanías para trabajar en una big four o incluso las que acuden a castings para ser la nueva Penélope, las mujeres de los barrios han podido hablar de su papel como piezas fundamentales del engranaje capitalista.

“Un cambio que me parece muy significativo es que hasta ahora el imaginario del mundo obrero y su literatura estaba supermasculinizado, siempre con los mismos referentes: Marsé, Montalbán, Paco Candel. Y está pasando que las tipas nos hemos puesto a hablar de lo nuestro, también porque hemos logrado tener acceso para hablar de lo nuestro y además con la alegría de estar contribuyendo con nuestro imaginario, no el de las pijas. Por el pacto de silencio sobre la dictadura y sus procesos, no se ha contado de verdad cómo se desmanteló el campo y se creó el tejido urbano. Luego el posterior discurso celebratorio del capitalismo ha hecho que cualquier cosa que ponga en duda cómo se hizo la modernización de España es como un enorme tabú”, explica Brigitte Vasallo (Barcelona, 52 años), autora de Tríptic del silenci: la condició xarnega (La Oveja Roja), quien lleva años reivindicando la necesidad de contar la cara B del éxodo rural; ese que produjo la aparición de los barrios de aluvión que fueron primero chabolas, después bloques interminables de viviendas de protección oficial y ahora “activos inmobiliarios” que se venden a precio de apartamentos de lujo.
Vasallo sostiene que la dificultad de acceso a los circuitos culturales supuestamente respetables (“creo que es la primera vez que hablo en Babelia”, dice entre carcajadas) ha sido lo que durante décadas ha contribuido al silenciamiento de las mujeres de los barrios periféricos empobrecidos. Y hay otro ingrediente: la vergüenza de clase. “Las hijas del hormigón necesitamos disimular que lo somos para poder habitar las ciudades sin ser discriminadas. Renegamos de ser chonis, barriobajeras, poligoneras, porque de nosotras nadie espera que seamos excelentes, que es lo que se nos exige a las mujeres para poder sencillamente ser: demostrar el doble y agradecer si se nos reconoce la mitad”.
Esa reducción a un estereotipo y el desprecio por el acervo del barrio también vino durante mucho tiempo del otro lado, de las editoriales, constata Elvira Lindo, narradora de periferias mucho antes de que se convirtiera en una tendencia. Ella explica que los símbolos metropolitanos impulsados por la Movida ensordecieron la efervescencia de los barrios (desde sus movimientos vecinales hasta su rock) porque sus miembros destacados procedían de clases más altas y no comprenden lo que significaba el extrarradio. Eso marcó un canon que se prolongó hasta los dos mil. “Había una cierta displicencia con los barrios, al mero hecho de contarlos, no se entendía. Si se hablaba de Brooklyn, que también fue un barrio de migrantes, eso sí parecía bien, porque había un complejo muy cateto en el fondo”, explica Lindo.
Muchas de estas hijas del hormigón han intentado demostrar su derecho a entrar en el discurso dominante volcándose en lo que sus padres les dijeron (porque a ellos, a su vez, se lo prometieron) que sería el pasaporte al “centro”: los estudios y la cultura. Como explica Esther L. Calderón (Santander, 44 años) sobre Pipas (Pepitas de Calabaza), la novela en la que cuenta su adolescencia en Maliaño, una localidad en la periferia de Santander: “A los primeros adolescentes nacidos en democracia nos impusieron el mandato de dar sentido a todo el clan yendo a la Universidad, ese éxito. Para que pudiésemos imaginar, aburridísimos y comiendo pipas en un banco del parque, quiénes queríamos ser desbrozaron el camino con sus manos”. Manos que, en muchos casos, olían a lejía, de fregar suelos de otras casas o de la casa propia.
El primer caso es el que refleja Bibiana Collado en Yeguas exhaustas (Pepitas de Calabaza), una novela que sirve a la autora para hablar de cómo el clasismo del mundo cultural y la endogamia universitaria la llevan a preguntarse si los sacrificios de su madre han tenido sentido. El segundo es el de Maria Roig, actriz que debuta este año como escritora con Ama de casa (Lumen), un relato en el que regresa a sus nueve años en el barrio barcelonés del Carmel de los primeros dos mil, cuando la cotidianidad estaba marcada por el estruendo de las obras de un metro (que acabaron en legendario socavón) que nunca acababa de llegar. Entonces ella se agarraba a la ilusión de hacer la primera comunión, como después se agarró a la academia y a los libros para poder escapar del influjo de una madre cautiva de las reglas no escritas de la trabajadora doméstica no remunerada. Una parte del espíritu de antes se puede resumir con este fragmento del poemario de Ángela Martínez Fernández, Huracanes en la periferia: “Estoy matriculada en un curso sobre la lucha de clases que cuesta ciento diez euros. Las mujeres de mi familia tienen que limpiar seis casas ajenas durante varias horas para ganar ciento diez euros. He aprendido menos sobre conciencia de clase en el curso que viéndolas hablar a ellas”.

Pero fueron precisamente la formación y las inquietudes culturales las que finalmente han permitido a todas estas autoras ser el vehículo de expresión de las historias de unas madres que no sentían que tuvieran derecho a hablar ni ser sujetos de la historia, porque ¿quién iba querer escuchar a un ama de casa?
Ha sido el caso de Silvia Nanclares (Madrid, 50 años), quien se sentó durante horas con su madre y una grabadora y “con sacacorchos” le sacó lo que buscaba, la historia de la construcción de Moratalaz. “Cuando leí La mala costumbre me vibró mucho la cosa esta de cruzar la M-30 y esa forma de contar que eludía los lugares comunes de la literatura de barrio. A mí me pasaba que cuando escuchaba las historias de barrionalismo no me sentía interpelada”. En Nunca voló tan alto tu televisor, el último de los Episodios Nacionales de Lengua de Trapo, Nanclares usa la construcción del Pirulí y la programación de la televisión pública y sus canales autonómicos (y por tanto, también periféricos) del primer socialismo como hilo conductor (“desde mi colegio el horizonte eran descampados, un cachito de la vía del tren de Arganda, un frigorífico que alguien había dejado ahí tirado y al fondo el Pirulí, ejerciendo su magnetismo”) de la historia de un barrio que en realidad hicieron las mujeres, siempre luchando por la creación de colegios, que además representó de forma casi canónica el sueño de esa debatida clase media de Schrödinger, que existe y a la vez no.
Para explicar los sueños de las hijas de obreras eternas aspirantes a acomodadas, la presencia de referentes pop es constante. Camela en Yeguas exhaustas, La Oreja de Van Gogh en Ama de casa y Laura Pausini en Pipas. Al fin y al cabo, esos referentes son los que hacen soñar a las niñas de barrio con un escenario en el centro del mundo y un vestido de princesa. Y a la vez, todas estas autoras huyen de la romantización de la precariedad en las periferias urbanas: “Para las que estamos contando nuestras historias desde un lugar sincero es difícil la romantización. Sí me parece más peligrosa la exotización, porque eso convierte a las subalternas en fetiche del momento, y eso impide que ese fetiche se pueda elaborar en toda su complejidad y su espacio”, dice Brigitte Vasallo. Y en ese sentido, Silvia Nanclares también previene contra la poesía del supuesto no-lugar: “Es lo que intenta explicar Ruth Miguel en su ensayo visual La belleza del barrio. Lo que para ti quizá solo es un Alcampo más, para mí, el lugar donde he pasado los momentos más importantes de mi infancia”. El miedo a ser expulsadas del discurso está ahí, y es legítimo.
Vivimos en un momento de regresión de todos los valores que la cultura woke había conseguido llevar al frente. Lo resume la poeta Ángela Martínez Fernández: “Siento que últimamente solo soy capaz de sentarme a mirar con temor qué van a hacer con nosotras: si el mercado explotará y romperá a esas autorías, si tocarán demasiado nuestro lenguaje o si intentarán acelerarlo hasta quitarle la potencia. De momento, creo que las grietas se abren y algunas han dado una patada a la puerta”.

Hijas del hormigón
Debate, 2025
400 páginas
20,90 euros

Nunca voló tan alto tu televisor
Lengua de trapo, 2025
152 páginas
17,90 euros

Huracanes en la periferia
La oveja roja, 2024
100 páginas
15 euros

Ama de casa
Lumen, 2025
200 páginas
18,90 euros

Pipas
Pepitas de calabaza, 2024
208 páginas
21,50 euros

Yeguas exhaustas
Pepitas de calabaza, 2023
152 páginas
17 euros
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