‘La mala costumbre’: las hermosas vencidas como referente
La prosa adquiere el peso de la poesía en la primera novela de Alana S. Portero, que narra el aprendizaje de una mujer trans en el Madrid de los ochenta
“A menudo la gente olvidaba que los yonquis eran hijos de alguien y las putas también eran madres, hijas y hermanas”, reflexiona en un momento la protagonista de La mala costumbre, primera novela de Alana S. Portero (Madrid, 1978). La narradora se ha criado en San Blas, un barrio de clase obrera del este de Madrid donde conviven en los años ochenta trabajadores, limpiadoras, prostitutas; un territorio en el que la heroína entra como una forma perversa de control social. Y podríamos decir que la potencia de La mala costumbre (y esa rara gracia de ser a la vez “primera novela” y muestra condensada de una mirada propia) está en su doble recorrido en el tiempo, una bidireccionalidad que constituye la esencia de cualquier buena novela de formación.
Por un lado, es la historia de una niña que nace con un nombre impropio, “Alejandro”, y el lento y largo proceso de toma de posesión de su identidad. Un aprendizaje que sortea la culpa, el autodesprecio y la enfermedad, y que rechaza cualquier sencilla construcción narcisista: “Ser hombre, ser mujer, no ser ninguna de las dos cosas es algo que no puede experimentarse ni construirse a solas”. La identidad es un difícil reconocimiento, ser para otro a través del deseo. Pero también, en este caso, identidad es la búsqueda de la protagonista, en sentido contrario, de unos modelos de mujer. “En mi vida sólo he conocido la perspectiva de pasado”, escribe la narradora cuando decide comenzar sus estudios de Historia, y esta frase sirve para señalar su búsqueda de una genealogía propia, profundamente macarra y con la potencia subversiva del anacronismo: esa que abarca la vida plebeya y marginal del Madrid obrero de los ochenta y a sus “hermosas vencidas”, como las prostitutas trans de los alrededores de los cines Luna (en alguno de los capítulos más emocionantes de la novela); o como la Peluca, antigua estraperlista y ahora, ya vieja, caricatura amarga, bruja temida y burlada. “No me equivocaba al elegirla como referente”, escribe la narradora. “Aprendí que a las mujeres que viven a su manera y que llevan la vida marcada en la cara, bien visible, se las suele cubrir con el manto del patetismo y de la burla porque se las teme”.
La autora muestra un estilo que mantiene la rara frescura de la mejor literatura juvenil por su claridad y por su disonancia respecto a la doble moral de una época
Es éste un punto fundamental en la escritura de Alana S. Portero: la apuesta por una poética con un pasado fuerte y coherente, una tradición “inmoralista” que sabe vivirse y escribirse más allá de los clichés estilísticos y éticos de nuestro presente. Una corriente que actualiza el decadentismo finisecular en un cierto dandismo de barrio, que bebe tanto de Valle como de Genet, de una cierta lírica de lo deforme, a la vez cruda y compasiva. Un estilo que mantiene la rara frescura de la mejor literatura juvenil por su claridad y por su disonancia respecto a la doble moral de una época.
No es azaroso que esta poética se manifieste, ante todo, en los retratos de personajes, siempre con una teatralidad muy medida. O en aquellos capítulos más condensados que Portero le dedica, por ejemplo, al barrio de Chueca en los primeros noventa. Por momentos, la prosa adquiere el peso de la poesía, su seducción rítmica, y la potencia del alegato. Nunca suena cursi ni didáctica: antes bien, es consciente de su potencial y de sus posibilidades desde la literatura, porque en La mala costumbre vida y literatura son dos hermosas ficciones inseparables.
La mala costumbre
Seix Barral, 2023
256 páginas. 19 euros
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