‘Alcarràs’, el drama familiar sobre la decadencia del mundo rural de Carla Simón, deslumbra en la Berlinale
La segunda película de la directora de ‘Verano 1993′, que ilustra con una mirada melancólica el final de los pequeños negocios frutales en Lleida, es recibida con aplausos en Berlín
Ha luchado contra el tiempo y la climatología, contra la pandemia, apostó por gente de la zona que nunca antes había actuado en pos de la verosimilitud de lo narrado, ha llegado justa a su estreno en la Berlinale —a la copia proyectada aún le faltan pequeños retoques—, pero por fin Carla Simón (Barcelona, 35 años) tiene segundo largometraje, Alcarràs, que participa en la sección oficial del festival de Berlín. Es el certamen que lanzó su carrera cuando en febrero de 2017 Verano 1993 ganó el premio a la mejor ópera prima de todas las secciones. Con Alcarràs sigue explorando su propia historia y la de su familia, en esta ocasión la materna, dedicada al cultivo de frutales de manera artesanal, un negocio que vive sus últimos días por la caída de precios. “Sentía un deseo muy fuerte de retratar un mundo que se acaba, el que vive de recolectar melocotones y paraguayos”, comenta la cineasta en la capital alemana, donde su película ha recibido aplausos en su primer pase, algo extraño en un certamen marcado por el frío, el silencio, la distancia social y los aforos reducidos.
Tras Verano 1993, que ganó en varios festivales como el de Málaga y recibió tres premios Goya, incluido el de mejor dirección novel, Simón encaró dos proyectos. Apostó por el más complejo, el que rendía homenaje a su abuelo fallecido, a sus tíos y a sus primos de Alcarràs, una ciudad de 9.000 habitantes al oeste de Lleida, en la comarca del Segriá, que vive principalmente del cultivo de frutales. “Vistos los tiempos actuales, los agricultores están convenciendo a sus hijos de que no sigan con la fruta, porque se la compran a un precio inferior a su coste. Por mucha pasión juvenil que haya, se ve claro su final. Además, cinematográficamente, me parece un territorio precioso. Es una naturaleza construida por el ser humano, un lugar llano donde el cielo ocupa tu vista, algo chocante para alguien que como yo viene de la montaña”, concede Simón.
A la cineasta le preocupa que las películas actuales sobre el mundo rural viajen mucho al pasado “y no se esté contando lo que está pasando”. Se agita como en pocos momentos —es una mujer de carácter calmo y risueño―: “Si acaso se busca un punto de vista poético, nadie muestra lo duro que es. Veo a mis tíos en ese trabajo brutal, y soy testigo de cómo quieren que mis primos se dediquen a otra cosa”. Alcarràs ha llegado tan justa a Berlín, desde su posproducción en Roma, que ni su familia ha podido verla. Sí lo han hecho los actores, que en la rueda de prensa de presentación comentaron con emoción que alguien por fin enseñaba su mundo. “Nos gusta que la gente lo vea”, “Pasamos de ser nada a ser mucho” y “Espero que la gente entienda lo que cuesta poner en su plato la comida que van a comer” fueron algunos de sus comentarios.
La historia de la película es la historia de más pérdidas: la familia protagonista tiene que abandonar las tierras porque fueron cedidas en un acuerdo verbal hace casi un siglo, y el nieto del dueño va a instalar en los terrenos placas solares. La casa familiar sí está escriturada a favor del clan protagonista, y allí se aprisionan los conflictos entre generaciones y entre distintos puntos de vista, que bullen hasta la explosión. “Lo curioso es que las dos opciones, placas solares o frutales, son válidas. Es un debate lícito, que nos proporciona complejidad”.
La cámara de Simón va pasando de un punto de vista a otro de manera orgánica para que el espectador los entienda a todos. Lo complejo es que los protagonistas están encarnados por gente de la comarca, que no son actores ni siquiera familia entre sí. “Hicimos un proceso de selección entre casi 9.000 personas. Íbamos por las fiestas mayores de pueblo en pueblo buscando quién podía encarnar cada personaje durante un año. Por suerte, esto lo hicimos antes de la pandemia, porque hoy sería imposible”, recuerda. Algunos ya estaban antes de la crisis sanitaria, que paró por completo el rodaje. “Una vez elegidos, en la pospandemia, los junté a ensayar por parejas y distintas posibilidades: un día el abuelo y la nieta, otro los cuñados, otro los tres hermanos... E improvisamos situaciones familiares posibles para que crearan los lazos”.
Alcarràs se iba a filmar en verano de 2020, fecha obligada por la recolección manual de los melocotones y los paraguayos, “frutas dulces que se pudren si no la recoges, un punto de urgencia que le va bien a la película”. Pero la pandemia alcanzó España: “Tuvimos que parar un año entero, que dediqué a escribir mi tercer largo”. En verano de 2021 por fin se puso tras las cámaras, aunque en pantalla no hay ni una referencia a la covid-19. “Porque lo que ocurre con el coronavirus va en contra del guion, con una familia muy grande, con distintas generaciones cohabitando, y yo quería hablar de relaciones humanas de gente que se toca, que se quiere, que se odia y que se habla”.
Hay niños libres, explorando, jugando en un verano en el que los más pequeños no intuyen las nubes negras que se acercan, salvo cuando les arrebatan la carrocería de un dos caballos que les sirve como nave espacial. “La historia de mi familia la he vivido desde la nueva generación. En realidad, yo sería más la adolescente que se abre al mundo y empieza a empatizar con las emociones de los adultos. Pero ahora que voy a ser madre [se toca su tripa, con un embarazo de cuatro meses], mi perspectiva va a variar”. Hay apuntes sobre el papel de la mujer en el medio rural, “que sigue lejos de la igualdad, aunque las jóvenes están a tope”. También habrá protagonista femenina en su tercera película, “que se centrará sobre la memoria que no tengo, algo que me preocupe, y del tono realista, casi documental, pasaré a partes más oníricas, imaginativas”.
Alcarràs bebe de lo telúrico y de lo humano, huele a La terra trema, de Visconti; Arroz amargo, de De Santis, o El árbol de los zuecos, de Olmi, que ella misma menciona. Simón ha crecido como cineasta. “He aprendido mogollón haciendo esta película; al menos he sido más consciente de este aprendizaje que con Verano 1993, que fue más a palos. Construir un relato coral es muy difícil, dirigir a una docena de actores debutantes fue terrible... Sin embargo, me ha hecho entender que disfruto como cineasta de una libertad narrativa increíble. Todas las emociones han sido planificadas, cierto, y a la vez cuando tocó elegir proyecto decidí con María [Zamora, la productora] lanzarme a algo que no supiera hacer. No podía filmar sin retos”.
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