Viaje sangriento al fin de la noche romana
‘La ciudad de los vivos’, la perturbadora crónica literaria de un homicidio que conmocionó Roma, retrata una ciudad decadente huérfana de referentes morales
En la madrugada del 4 al 5 de marzo de 2016, justo cuando Roma no tenía alcalde y vivía bajo el juicio moral de dos papas por primera vez en ocho siglos, la ciudad viajó al final de su particular noche para escrutar el mal. En el décimo piso de un edificio del barrio periférico del Collatino, Manuel Foffo y Marco Prato, dos jóvenes de buena familia, se pusieron hasta arriba de cocaína, alcohol y pastillas. Llevaban varios días de fiesta. Llamaron a un chico de 23 años y le ofrecieron 150 euros por participar en la juerga de sexo y drogas. Uno de ellos lo recibió travestido con peluca y las uñas pintadas. Se divirtieron. Y luego lo torturaron hasta la muerte acuchillándolo y golpeándolo con un martillo unas 100 veces. No había argumentos o motivos. Uno ni siquiera lo había visto en su vida. Le tocó a Luca Varani, un buscavidas hijo de un vendedor ambulante de la periferia. Pero podía haber sido cualquier otro de los que no respondieron a tantas llamadas aquella noche. Nadie ha podido todavía entender dónde nació aquel horror.
El escritor Nicola Lagioia (Bari, 48 años) acababa de ganar el premio literario Strega, el más importante de Italia. Dirigía también el Salón del Libro de Turín y disfrutaba del éxito en su casa del barrio del Esquilino. Nunca se había ocupado de asuntos de crónica negra, pero se obsesionó con la historia. “Parecía un homicidio ritual, no había un móvil. Apenas conocían a aquel chico… Uno de ellos no supo decir en el juicio ni por qué lo habían matado. Eran personas normalísimas. Una semana antes hubieran sido incapaces de creer que estarían en la cárcel después de torturar y asesinar a un chico. Era como si les hubiera empujado una fuerza superior. Uno de ellos le dijo a la Fiscalía: ‘Condenadme a cadena perpetua, pero, por favor, explicadme qué ha pasado porque no entiendo cómo pude hacerlo”, recuerda al teléfono. Lagioia recibió el encargo del suplemento Venerdi, de La Repubblica, de ocuparse del caso. Cuatro años más tarde publicó La città dei vivi (Einaudi, 2020) una colosal y perturbadora crónica literaria de aquel suceso. Un retrato, en el fondo, de una Roma en descomposición incapaz de aportar respuestas.
La ciudad de los vivos —lo publicará en enero Penguin Random House en España— es un viaje a las raíces del mal en una ciudad donde a menudo nadie sabe exactamente a qué se dedica realmente su vecino. Esa jungla templada donde es fácil esconderse, como decía Marcello Mastroiani en La dolce vita. Una obra construida a base de miles de horas de entrevistas, actas judiciales, testimonios directos e impresiones personales sobre un crimen en el que nadie halló jamás ninguna lógica. Lagioia se sumergió cuatro años en un mundo disfuncional de camellos y chaperos. Pero también en el de la impermeable burguesía romana, a la que pertenecían los dos asesinos. “Me levantaba y me acostaba solo pensando en las personas implicadas en el homicidio. Cada día me reunía con una. Luego mantuve una correspondencia que duró dos años con Manuel Foffo desde la cárcel. Cuando leyó el libro me confesó que fue muy doloroso, pero que le sirvió para recorrer la historia de manera distinta de cómo la tenía en la cabeza”. Fue condenado a 30 años. Su amigo se suicidó en la cárcel a la espera del juicio usando el gas de un hornillo y una bolsa que se ató al cuello.
De distintos estratos sociales
El crimen reunía todos los estratos sociales. Manuel Foffo tenía 28 años y pertenecía a una familia de comerciantes romanos. Marco Prato, de 29, era un chico homosexual hijo de un reputado profesor universitario. No tenían nada que ver. Foffo, de hecho, ni siquiera estaba seguro de su atracción por los hombres. Se conocieron solo tres meses antes del homicidio y se habían visto apenas tres o cuatro veces. “Es una de esas amistades ruinosas en la que cada uno saca lo peor del otro. Se llama contagio psíquico. Además, eran dos grandes narcisistas, tenían mucha dificultad en ver algo en el otro. Es como si solo pudieran contemplar su reflejo en un espejo cada vez que miran a otra persona. Para Foffo era en algunos momentos más difícil aceptar que pudiese ser homosexual que un asesino. Si hubieran podido reconocerse en los otros seres humanos no habrían hecho lo que hicieron con Luca Varani. Son dignos exponentes de un mundo en el que tenemos una gran facilidad para vernos como víctimas, pero no como culpables de provocar el mal”.
Los asesinos llevaban días sin dormir. Se habían gastado 1.800 euros en drogas y habían tomado suficiente cocaína para tumbar a un elefante. Torturaron como sonámbulos durante una hora a Luca Varani, a quien habían drogado con metadona y medicamentos. Luego le clavaron un cuchillo en el corazón y se tumbaron en la cama abrazados con el cadáver en la misma habitación. “Les movió un cruel deseo de maldad”, dijo el fiscal. “El mal existe, es una forma de posesión y está en todos nosotros. Pero los adultos responsables intentan domarlo y mantenerlo bajo control. Ellos no habían trabajado su personalidad. Su narcisismo les impedía saber quiénes eran y la identidad se construye a través de los otros. Por eso, cuando les atropellan las circunstancias, se dejan arrastrar y luego no saben ni qué ha sucedido. Ellos tenían una debilidad culpable. La víctima tenía una fragilidad inocente. Porque saber quién eres, intentarlo, al menos, es un deber social. Se arruinaron la vida a cambio de nada”.
La città dei vivi tiene mimbres de A sangre fría, de Truman Capote; algo del método de Emmanuel Carrère en El adversario, y recuerda también a la colosal La escuela católica, de Edoardo Albinati (2020): la crónica de la masacre del Circeo, donde tres adolescentes de familia adinerada torturaron a dos chicas y mataron a una de ellas en Roma en 1975. Es una disección de la culpa, pero sin un modelo como el del Raskólnikov de Dostoievski. “En Crimen y Castigo, él toma su decisión. Luego la medita, asume la responsabilidad y madura un sentimiento de culpa auténtico. Su crimen fue fruto de una elección libre, y por eso puede arrepentirse. Ellos, en cambio, carecen de todo eso. Es como si el mal los hubiera elegido sin motivo. No es un retrato generacional. Ese narcisismo y falta de contacto entre lo que se piensa y lo que se hace son cosas que afectan hoy a todo el mundo. Vivimos un momento en el que el sentido de responsabilidad se ha evaporado. Cuando yo era un niño, por ejemplo, las estrellas del rock rompían las guitarras sobre el escenario y los políticos eran grises y aburridos. Hoy parece que son los políticos quienes rompen los instrumentos”.
Marco Prato y Manuel Foffo se encerraron en el apartamento del segundo, justo debajo del piso de su madre. Bajaron las persianas y viajaron a través de una noche de varios días. Fuera, la ciudad había descubierto que la Mafia también estaba presente en Roma y que llevaba años corroyendo los servicios públicos y la vida de la gente. Ignazio Marino, su alcalde, había tenido que dimitir y, al otro lado del Tíber, ni siquiera el Vaticano, en plena revolución de Francisco, era capaz de proyectar una ilusión de estabilidad. Roma no produce, carece de un tejido empresarial y vive exclusivamente del turismo, la política y la religión. “No es una ciudad despiadada, pero es un pantano en el que te puedes hundir lentamente. Y sí, hay también un cierto cinismo. Parece que nada valga la pena. Es la ciudad eterna, pero muy consciente de que todo pasa y es transitorio. Nadie puede ser demasiado pretencioso, porque para los romanos el fin del mundo fue hace mucho tiempo”. Mucho antes de aquel 4 de marzo.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.