Acapulco sin Luis Miguel
La ciudad costera que encumbró al cantante es un reflejo de las contradicciones de México: un lugar azotado por el terror de la narcoviolencia y el refugio de playa de una élite poderosa
Hay un rincón en Acapulco donde la muerte ni se intuye. Entre unos muros de arena de playa y botellas de champán, la realidad de las calles queda muy lejos. Los balazos no interrumpen la fiesta de los dueños de México: cadenas de oro, tacones y un apellido. Las estadísticas la describen como la tercera ciudad más peligrosa del mundo, con un asesinato cada ocho horas. Pero dentro de la discoteca Baby'O la fiesta acaba de empezar. Los camareros atienden las mesas de un recinto que parece una cueva. Las más cercanas a la pista son intocables, están reservadas para los herederos de las mayores fortunas del país o algún invitado especial. Nadie cruza el umbral de la puerta si su nombre no está estampado en una exclusiva lista. ¿Los requisitos? "Ser gente bien", resume su gerente.
En una de las mesas que hay bajo la cabina del DJ se sentaba, en su época dorada, Luis Miguel. La serie sobre la vida del cantante, supervisada y producida por él mismo, ha supuesto la resurrección del mito. La producción de Netflix y Telemundo le ha servido al artista para lavar una imagen degradada a base de huir de los escenarios y de asumir tres demandas millonarias en su contra. Acapulco, la joya del Pacífico que lo encumbró en sus mejores tiempos, donde residió durante años y compró dos mansiones, es conocido fuera del país por algo más que la violencia.
Pero mientras en el Baby'O unas 700 personas mueven las caderas y pagan cuentas de más de 2.000 dólares (casi 1.800 euros), a unas cuadras sucede algo muy distinto. Dos camionetas del Ejército y otras de la Policía Federal se han detenido frente a un restaurante ubicado en la misma calle de la discoteca, a la altura del puerto. Unos agentes revisan el asfalto en busca de pruebas. "¿Que qué pasó?, Vinieron a matarme", manifiesta sin inmutarse el dueño del local. "El mes pasado quisieron cobrarme 5.000 pesos [unos 260 dólares] por derecho de piso [extorsión típica del crimen organizado a los hosteleros] y yo me negué", cuenta el señor a este diario.
Acapulco supone un reflejo de las contradicciones de todo un país. Es la segunda ciudad más violenta de México y, a la vez, el destino de playa predilecto de una élite poderosa. Desde que en 2010 detuvieran a uno de los narcos más sanguinarios de la historia nacional, Édgar Valdez Villarreal, conocido como La Barbie, sicario del cártel de Sinaloa y de los Beltrán Leyva, la cifra de muertos se duplicó y no ha conseguido reducirse a los niveles de hace ocho años. En 2017, según el Instituto Nacional de Estadística, murieron asesinadas 953 personas. Con una tasa de 106 homicidios por cada 100.000 habitantes, supera con creces el índice nacional (25).
Las imágenes de unos cadáveres desmembrados sobre la avenida principal en 2012 (el año más sangriento) golpearon al turismo. El Acapulco de atardeceres rosados que prometía Luis Miguel en sus videoclips —Cuando calienta el sol, grabado en una de sus playas— se había acabado. O al menos para el común de los mortales. Para otros, los más ricos, continúa siendo uno de sus destinos de playa habituales.
Hay pocos millonarios en México que no presuman de poseer una propiedad en Acapulco. Para algunos, las balas pasan de lejos, el terror del narcotráfico se asocia a los más pobres. La ciudad está diseñada para que unos pocos no pisen el mismo suelo ni respiren el mismo ambiente que la mayoría de sus habitantes. Un aeropuerto privado cerca de sus residencias, helipuertos sobre el mar —como en la mansión del empresario Jaime Camil, ubicada frente a la primera residencia de Luis Miguel—, urbanizaciones resguardadas por seguridad privada, centros comerciales alejados del pueblo por si quieren cenar, camionetas blindadas para salir de fiesta, discotecas que les garantizan privacidad y una compañía exclusiva.
Así fue durante años la vida de Luis Miguel en Acapulco y la de decenas de políticos y empresarios, como su amigo Miguel Alemán Magnani (dueño de la aerolínea Interjet y nieto de un expresidente). Y poco ha cambiado desde hace 30 años. Las dos residencias que compró en Acapulco se ubicaron estratégicamente en estas zonas privadas de la ciudad. Una de ellas, la primera que tuvo y a la que hace referencia la serie —hacia finales de los noventa— se encuentra en el fraccionamiento El Guitarrón, con unas vistas privilegiadas de la bahía. Ubicada sobre la montaña, no tiene acceso a la playa y la única forma de observarla de frente es a través de un barco. La segunda, que vendió hace cinco años, se encuentra cerca del aeropuerto y hasta hace pocos años el área estaba prácticamente deshabitada. Ahora los dos terrenos pertenecen a otros dueños. El paparazi Hanzel Zárate, que ha seguido al cantante desde hace décadas, recuerda que llegar hasta ahí suponía "un esfuerzo tremendo".
"Luis Miguel es el patrón de Acapulco", apunta Zárate en el corazón de la avenida principal de la ciudad, la Costera Miguel Alemán, repleta de locales de fiesta, puestos de micheladas y restaurantes. Una sola calle que atraviesa Acapulco y todos sus estratos sociales. Del Baby'O hasta los balazos en el Puerto, pasando por algunos de los clubs de fiesta con precios asequibles sobre la playa y chicas bailando en tarimas, donde convive gente del pueblo y turistas. "Luis Miguel también viene por aquí. A este local llegó en su yate con Mariah Carey", recuerda el paparazi mientras muestra alguna de sus fotos que les tomó cuando eran pareja en 2001. El lugar se llama Paradise y está justo debajo del famoso salto en bungee, la atracción para adultos más famosa de Acapulco.
Y aunque cuando se paseó por ahí lo hizo como toda una estrella de rock, infranqueable, hermético y distante con los vecinos, cualquier taxista, camarero o vecino asegura haber intercambiado con él unas palabras alguna vez. Imposible de comprobar. Para los acapulqueños, Luis Miguel ha comido en sus tacos, ha bebido sus copas, ha bailado en su bar.
El cantante cubano Aramis Galindo es socio de El Mojito, un lugar de salsa en directo ubicado junto al Paradise. "Todo esto se lo debo a él", cuenta después de su actuación. Según relata, conoció a Luis Miguel en una fiesta hace años y le presentó a los contactos adecuados para abrir el negocio en esta valiosa zona de la ciudad.
Unas pantallas en El Mojito muestran una escena de la serie que ha revivido Acapulco. Diego Boneta, el actor que interpreta al cantante en la producción de Netflix, da su famosa patada al aire, se acaricia el pelo, se mueve como él. La pista de baile se prende. Aquí no hay tacones, ni apellidos, ni escoltas. Y en cualquier momento la violencia puede entrar por la puerta. Mientras los soldados armados con metralletas patrullan la calle, suena: "Cuando calienta el sol aquí en la playa, siento tu cuerpo vibrar cerca de mí...".
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