Espías en el vecindario
Una vuelta al planeta a través de la ficción. Primera parada: la ciudad que alberga el mayor número de agentes —en este caso, rusos— por metro cuadrado
Philip y Elizabeth Jennings regentan una agencia de viajes en Dupont Circle, en la corona central de Washington DC, y viven en Falls Church, un suburbio a 20 minutos de la ciudad donde crían a sus dos hijos, Paige y Henry. En la casa de enfrente reside con su esposa e hijo Stan Beeman, un agente de la división de contrainteligencia del FBI que trabaja a destajo. Porque son los ochenta, fase final de la Guerra Fría, y estadounidenses y rusos juegan al ratón y al gato con sus respectivos topos y espías. A Elizabeth no le gusta mucho Beeman, pero Philip ha hecho muy buenas migas con él y eso provoca discusiones en el matrimonio. También riñen por el modo en que educar a los hijos y llegan a pasar una señora crisis cuando aparece de la nada una vieja novia de Philip. Los Jennings podrían ser la perfecta familia americana de la era Reagan. Pero se trata, en realidad, de dos agentes del KGB a los que “el Centro” juntó años atrás en la URSS para enviarlos a EE UU bajo otras identidades. Mientras asesinan, secuestran o se acuestan con quien sea necesario para cumplir una misión, sus hijos crecen entre esas hileras de casas de Falls Church absolutamente ajenos a la verdad.
The Americans, la serie de FX que esta primavera ha terminado su sexta y última temporada, se tenía que ambientar en Washington DC, por algo se la considera oficiosamente como el pedazo de tierra con mayor número de espías por metro cuadrado. Con menos de 700.000 habitantes y un centro de ciudad que, pese a lo monumental, resulta anodino, existe en ella una concentración de poder tan apabullante que la condena a la conspiración permanente. El Gobierno federal de la primera potencia mundial (con los cuarteles generales del Pentágono, el FBI y la CIA); la Reserva Federal (el banco central más poderoso), organismos económicos como el Fondo Monetario Internacional o la mayor red de lobistas conocida conviven con las embajadas de prácticamente cada país del mundo.
Y la frontera en la que un diplomático pierde su casto nombre (sic) para convertirse en un agente de inteligencia es conocidamente difusa. Eso no ha cambiado en el siglo XXI. En marzo, el Gobierno dio siete días a 60 funcionarios rusos y sus familias para abandonar el país acusados de espionaje como represalia por el caso del exagente ruso envenenando en Reino Unido. La mayoría, 48, eran empleados de la embajada rusa, ubicada en el número 2.650 de la avenida Wisconsin, que en The Americans se conoce como la Rezidentura porque actúa como hub para la red de ilegales esparcidos por el país.
Se tiene constancia de que los espías durmientes, como son Philip y Elizabeth (interpretados por Matthew Rhys y Keri Russell, respectivamente), llegaron en varias oleadas desde los años cincuenta a los ochenta. El creador de la serie, el exagente de la CIA Joe Weisberg, se inspiró en un caso reciente, la detención en 2010 de un matrimonio de Cambridge (Massachusetts) que se hacían pasar por unos canadienses llamados Donald Heathfield y Tracey Foley pero que, en realidad, eran dos espías rusos —Andrey Bezrukov y Elena Vavilova— que habían robado la identidad de dos bebés muertos en Montreal en los años sesenta. Los agentes habían tenido dos hijos en Toronto y emigrado a Boston al cabo de unos años. Cuando el FBI se presentó un día en la casa, los chicos no entendían nada. Canadá les quitó la nacionalidad y los jóvenes ahora viven en una Rusia de la que no sabían que provenían.
La Guerra Fría y el Washington de los ochenta —tal vez también el de 2018— constituyen un material tan fabuloso para la ficción, que no hace falta mucho más que recuperar hechos reales para construir un relato tan fascinante como el de los Jennings. Gracias a los flashback, sabemos que a Nadezhda y Mischa los juntan en la URSS, memorizan una historia en común ficticia y jamás, ni siquiera a solas, se hablan en ruso. Ese pasado es inventado, pero sus hijos son reales y el matrimonio acaba traspasando la piel de los agentes, hasta el punto que deciden hacerlo real (spolier).
El espectador asiste a las operaciones de la pareja consciente de que, aunque ellos no lo saben, la Guerra Fría está a punto de terminar, la URSS caerá y todos sus sacrificios por la madre patria resultan inútiles. Es inevitable la empatía. A Philip le preocupa que el agente Beeman —que no deja de ser su gran amenaza— esté siendo engañado por la mujer con la que intenta rehacer su vida tras el divorcio de su esposa. Teme que la atractiva novia de su vecino sea en realidad una de ellos —los ilegales no se conocen entre sí— y rompa el corazón del policía federal.
Algo así le pasó hace poco a un político conservador. María Butina, la joven rusa detenida el pasado 15 de julio en Washington acusada de espionaje, convivía con un hombre al que la fiscalía conoce como Persona 1 y que la prensa local identifica como Paul Erickson, un miembro de la Asociación Nacional del Rifle y activista de Dakota del Sur.
Dice Robert Wallace, que fue agente de la CIA durante 40 años y ha escrito Spy Sites of Washington, D.C. A Guide to the Capital Region’s Secret History, que hay un 100% de posibilidades de toparse con algún sitio relevante para el espionaje en todos y cada uno de los barrios de la ciudad y sus alrededores, como la pequeña ciudad de los Jennings. Un paseo entre esos edificios tan característicos de arquitectura brutalista invita a zambullirse en esa otra parte de la inteligencia, la que uno se imagina en oficinas sesenteras, archivadores gigantescos y teléfonos en la suela de un zapato. En uno de esos, la sede central del FBI (935 Pennsylvania Ave NW) trabaja Stan Beeman cercando a infiltrados y, a veces, ejecutándolos. Se trata del edificio J. Edgar Hoover, el primer director del FBI, construido en 1975.
Allí dentro siguen los federales tras los pasos de presuntos espías. La llamada trama rusa, es decir, la injerencia del Kremlin en las elecciones presidenciales de 2016 para favorecer la victoria de Donald Trump daría para un spin off (con la investigación de la posible connivencia del propio Trump de por medio).
De momento, no hay anunciada más secuela que la que los actores protagonizan en la vida real. Al igual que en la ficción los agentes rusos se enamoran, los intérpretes que les dan vida, Matthew Rhys y Keri Russell, se han convertido en pareja y han tenido un hijo juntos. La conexión realidad-ficción de The Americans se antoja inagotable.
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