El camino para llegar a Macondo
EL PAÍS inaugura mañana la Biblioteca Gabriel García Márquez con 'Cien años de soledad'
Después de haber estado bromeando durante años sobre la obra de los “muchachos” del boom y de haber estado haciendo irónicos juegos de palabras con los títulos de algunos libros de Gabriel García Márquez, Borges confesó por fin un día su admiración por Cien años de soledad, y declaró: “No hay duda que se trata de un libro original y que no procede de ninguna escuela”. Tal vez se refería a que no procede de ninguna escuela en particular, pues la verdad es que esta novela se alimenta de las grandes escuelas de la literatura universal, empezando por la Biblia, Las mil y una noches, Homero, Sófocles, Cervantes, y terminando en Rulfo y en el mismo Borges. Es pues una suma de la gran tradición literaria, a la vez que se erige en suma de la obra anterior y en génesis de buena parte de la obra posterior de su autor.
Cuando García Márquez (Aracataca, 1927-Ciudad de México, 2014) la empezó a escribir tenía 21 años y era un aprendiz de periodista en El Universal, de Cartagena de Indias (Colombia). Su regreso al Caribe después del bogotazo, el 9 de abril de 1948, y sus lecturas de Kafka, Joyce, Woolf, Faulkner, Borges, le permitieron un primer vislumbre del mundo de Macondo a partir de Aracataca, de sus abuelos y de las experiencias de su niñez, y estuvo trabajando durante un año en el primer borrador con más voluntad que conocimientos en el arte de narrar y de imaginar. Pero la honestidad lo salvó: se dio cuenta enseguida que debía aprender primero a contar la novela que quería escribir, cuyo título original era La casa. Entonces fue haciendo el aprendizaje a lo largo de 17 años en La hojarasca, Isabel viendo llover en Macondo, Relato de un náufrago (y una vasta obra periodística), El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Los funerales de la Mamá grande y el relato El mar del tiempo perdido.
Pero una feliz interrupción tuvo lugar durante los años en que escribió El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y la mayoría de los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande. El cine neorrealista italiano, el nuevo periodismo norteamericano, las lecturas de Defoe, Camus, Hemingway, Capote, Dos Passos, así como el contexto de la violencia colombiana, lo llevaron en las obras citadas a adoptar una mirada y un estilo más comprometidos con la realidad inmediata. Salir de este feliz extravío, que produjo nada menos que El coronel no tiene quien le escriba, le llevó una década. Hasta que en 1965, en un viaje a Acapulco con su familia, después de haber asimilado a Rulfo, de haber conocido las limitaciones del cine para lo que él quería expresar y de haber reparado en que la irrealidad de los mitos, leyendas, sueño y supersticiones era también parte esencial de toda la realidad, retomó el cabo suelto de La hojarasca, regresó de prisa a su casa de Ciudad de México, habló con Álvaro Mutis y, antes de encerrarse durante 14 meses en su estudio, le dijo: “Maestro, voy a escribir una novela. ¿Se acuerda de aquel mamotreto llamado La casa que le entregué en el aeropuerto de Bogotá, en enero de 1954, para que me lo guardara en la cajuela del coche? Pues es ésa, pero de otra manera”.
Y cuando salió de la Cueva de la Mafia, el apodo de su estudio, pudo entregarle al mundo el “largo poema de la vida cotidiana”, publicado en junio de 1967, donde estaban cifradas las claves no sólo de su vida, de su familia y de su pueblo, sino las del destino de todos los hombres, con sus luchas, sus sueños, sus amores, sus esperanzas y sus derrotas.
Cien años de soledad, este domindo, por 9,95 euros. Es la obra que inaugura en EL PAÍS la Biblioteca Gabriel García Márquez
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