Gracias a un diccionario
De todos los actos de homenaje que yo he podido presenciar en mi vida el más emotivo fue el que rendimos a Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias
De todos los actos de homenaje que yo he podido presenciar en mi vida —y han sido muchos— el más emotivo fue el que rendimos a Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias. Se produjo durante el IV Congreso de la Lengua Española que se celebró allí en 2007. La entrega de su gente nos conmovió hasta el llanto. Asistió hasta Bill Clinton, que se sentó como uno más entre el público. Llovían mariposas amarillas del techo y de aquella emoción, el escritor cobró una euforia que le llevó a confesarme: “Víctor, he cobrado fuerzas. Voy a continuar mis memorias”.
Es el último recuerdo que guardo de él. Nuestra relación se labró precisamente alrededor de dichos congresos. Fui testigo de que el de Cartagena se celebró allí por su empeño. Un día, su agente Carmen Balcells, con su contundente capacidad de seducción, me llamó por teléfono y me dijo: “Gabo quiere verte, ¿por qué no vienes a Barcelona?”.
Me presenté en su domicilio y nada más entrar, él me retó: “Cuando un rico se acerca a la casa de un pobre, algo debe darle”. Yo le contesté que en aquel caso el rico no era yo, sino al revés, y que, por tanto, me atrevía a pedirle que nos cediera los derechos de Cien años de Soledad para que hiciéramos una edición definitiva en la Real Academia cara a ese congreso. “¡Pero si ya he vendido 30 millones de ejemplares! ¿Para qué queréis más?”.
Todos recordamos su propuesta hecha en Zacatecas de jubilar la ortografía
Lo hizo y así fue como conseguimos la edición definitiva de una obra que él volvió a repasar línea a línea, con un esfuerzo y un rigor asombrosos. Más cuando habíamos observado que cada una de las ediciones contaba con sus variantes. Con la ayuda de un cuadro sinóptico, le sugerimos que nos aprobara cuáles consideraba válidas y cuáles no. Logramos vender un millón de ejemplares más y fijar el texto definitivo de una obra fundamental para las letras universales.
Pero no quería verme Gabo en aquella ocasión para eso. Sino para mostrarme su preocupación porque, según él, el Rey no le recibía. En un encuentro posterior con don Juan Carlos, él mismo me relató. “¿Con Gabo? Muy bien. Llegó a Zarzuela y me dijo: Tú, rey, lo que tienes que hacer, es ir a Cartagena”. En Colombia querían que dicho congreso se celebrara en Medellín, y fue García Márquez quien consiguió llevárselo al lugar que es hoy la sede de su Fundación Nuevo Periodismo. Atrás había quedado la impactante polémica que él alentó en el congreso de Zacatecas. Todos recordamos su propuesta de jubilar la ortografía, “con sus haches rupestres”, decía él. A raíz de eso, Carlos Fuentes nos lo presentó a Fernando Lázaro Carreter y a mí cuando éste último regía la academia. “Me descubro ante quien se pasa por el arco de triunfo las reglas fijadas por la RAE”. Así le saludó el antiguo director. Quedamos en explicarle por qué lo que proponía era imposible. Lo citamos para un almuerzo y le invitamos a visitar la institución. No aceptó: “Si voy, tendréis un fotógrafo esperándome en la puerta”. Pero sí se comprometió a entrar en la sede durante su siguiente viaje. Cuando le enseñamos el corpus lingüístico jugo a las adivinanzas. “¿A que no está aquí la palabra avorazar?”. Buscamos y, efectivamente, estaba. Avorazarse, término que define a quien se vuelve ambicioso, voraz, hambriento de poder. Pero no solo lo encontramos como tal, sino que le dijimos de dónde habíamos autorizado su uso. Gracias a un texto suyo.
Es justo reconocer su singularidad en nuestro universo literario
Es de justicia reconocer hoy la singularidad de García Márquez en nuestro universo literario. Su mérito radica en haber buscado sin descanso la verdad poética. La prosa es exactitud, pero existen escritores que dotan a su manera de narrar de una trascendencia poética capaz de preñar cada palabra de diversos contenidos. No es otra, sino esa, la virtud de la poesía y García Márquez trasladó el reto al lenguaje desde que en el complejo proceso de escritura de Cien años de soledad lograra aquella revelación.
Se paseaba por el mundo cargado con su original. “El mamotreto”, lo llamaba. En un principio iba a titularlo La casa y no pasaba de ser una novela realista. Hasta que un buen día se produjo ese encuentro con la verdad poética, esa liberación de cada término que dio lugar a aquel torrente de expresión multiplicado más cuando él, insatisfecho con su obra, se quejaba de que no había sido capaz de producir más que retórica.
Y todo gracias a un diccionario. Como Pablo Neruda. El poeta chileno, embebido de confianza, llegó a creer durante un tiempo, que las palabras le llovían como el maná. Hasta que abrió un diccionario y comprobó con sus propios ojos el tesoro y los cruces que allí le abrían caminos insospechados. Sólo que en Gabo aquello se produjo antes. Cuando su abuelo Nicolás le regaló uno y sencillamente le dijo: “En este libro, encontrarás todo”.
Víctor García de la Concha es director del Instituto Cervantes.
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