Un retraso que vale 20 millones
El protagonista de 'La herencia', última novela de Nicholas Shakespeare, hereda por un despiste una gran cantidad de dinero que revoluciona su vida
Las agujas del reloj vital de Andy Larkham se mueven más despacio de la cuenta. Hacer caso a Ovidio y a su Carpe Diem, que no por nada también es el nombre de la editorial donde Larkham trabaja, le resulta imposible. El joven llega tarde y desprevenido a todos los acontecimientos de su existencia. Así, llegar a ser más que un mileurista se convierte en una quimera. Su novia se marcha, ante su cara, con otro hombre. Larkham ni siquiera reacciona. Para colmo, en busca de la capilla donde se celebra el entierro de un antiguo profesor suyo, acaba en otro funeral. Visto que ya ha llegado con retraso decide por lo menos quedarse hasta el final de la función. Precisamente el enésimo despiste le permite sin embargo heredar los 20 millones de euros que el fallecido había destinado a quien asistiera a su entierro. Así se ponen en marcha las agujas de La herencia (Duomo Nefelibata), última novela del británico Nicholas Shakespeare.
"En el fondo, la vida va de esto, de imprevistos y caminos que nunca cogimos. ¿Si se cayera el edificio donde estamos qué haríamos?", pregunta Shakespeare en el patio interno de un hotel de la madrileña calle Prado. Lo mismo ocurre con sus personajes, gente normal ante situaciones excepcionales. Ya en otras novelas el escritor se había divertido demoliendo las escasas certezas de un tipo cualquiera para investigar cómo reaccionaría en un contexto sobrecogedor. Para La herencia, el ovidiano Shakespeare aprovechó el momento en que una amiga le contó una historia, presuntamente real, parecida a la de la entradilla. "Me llegó esa sensación física de que tienes una novela", cuenta el autor.
Sin embargo Shakespeare subestimó el poder del personaje con el que acababa de tropezarse. Como una sirena, Larkham le sedujo con su historia, le cogió de la mano y le llevó a perderse por sus retrasos: "Pensé que era la trama más fácil de contar que me había tocado nunca y que bastarían 10 minutos". Tres meses después la receta seguía sin cocinarse y el chef intuyó que hacían falta más ingredientes. "Lo de la herencia solo era un comienzo, pero entendí que había que contar quién era el donante y el origen detrás del dinero", asegura Shakespeare. Finalmente La herencia pasó tres años en el horno, hasta que sus 365 páginas salieron bien cocidas.
"Cuando iniciamos la segunda parte de la novela nos sentimos como si nos hubiéramos despertado en Los hermanos Karamazov tras quedarnos dormidos en un episodio de The office", escribió The Guardian sobre el libro. Y es que, tirando de los hilos del dinero, Shakespeare acabó siguiendo una trama de intrigas hasta el Cáucaso, aunque solo metafóricamente. "Mi mujer me habló de un escritor turco al que querían detener por mencionar el genocidio armenio. Me entró la curiosidad y empecé a leer sobre el tema, aunque no demasiado. Quería contar Armenia desde la óptica de quien no sabe mucho de ese país, como la mayoría de los europeos", narra el escritor.
Hasta allí acaba trasladando su cada vez menos anodina existencia Larkham, en busca de respuestas sobre la herencia. Los 20 millones cambian inevitablemente la vida del personaje. "La gente te trata de forma distinta. Se crea cierta envidia y puede convertirse en una prisión", explica Shakespeare. Un arranque cómico pone así rumbo hacia la tragedia, un oximoron que el autor considera más bien la unión de dos hermanos: "Todas las comedias al fin y al cabo son respuestas a algunas tragedias". O, según reza la frase de Roberto Bolaño que abre La herencia, "todo lo que empieza como comedia acaba como un responso en el vacío".
Con ese responso juega el escritor en la que, según Shakespeare, es parte de la "belleza de la novela y de la ficción". "Siempre buscamos historias. Las buenas novelas son aquellas donde los personajes cambian y de cierta forma el lector también lo hace. Cuando lees a Vargas Llosa, a García Márquez, a McCarthy, a Greene, a Rushdie o a Borges, acabas viendo a través de sus pupilas. Te hacen pensar y mirar", sostiene Shakespeare. Una función que recuerda a la del periodismo, aunque el británico, que ejerció este oficio, tiene clara la distinción entre ambos mundos. "El artista no tiene una misión política y social. No sabemos qué pensaba [William] Shakespeare de la reina Elizabeth ni tampoco nos interesa", cuenta el autor, que abandonó el barco del periodismo cuando entrevió la tormenta que se le acercaba. "En un momento dado tienes cinco temas al día y charlas con un escritor sin haber abierto siquiera su libro. Cuando llegue ese momento, déjelo", recomienda al entrevistador.
Él lo hizo, y parece encantado con su vida de novelista. Eso sí, el periodismo le dejó la huella de "un entrenamiento espléndido". También hizo mella en Shakespeare su juventud viajera, tras las pistas de un padre diplomático. Extremo Oriente y Sudamérica marcaron la adolescencia de este hombre de 54 años: "Viví años de guerra sucia en Argentina. En el Perú de la lucha contra Sendero Luminoso la gente acababa asesinada sin que se supiera porqué. Y en Camboya [cuando llegó al poder Pol-Pot] tuvimos que huir de la embajada poco antes de que le prendieran fuego". Aún así, el escritor no cree que su estilo dependa de sus viajes. "Quizá hubiese escrito libros mejores estando en el mismo sitio", afirma.
Y quizá su vida hubiese sido mejor heredando 20 millones de euros. ¿Qué hubiese hecho Nicholas Shakespeare? "Primero, comprarme un coche nuevo, que el mío es muy viejo y huele mal. También volvería a Tasmania pero en primera clase: ¡es un vuelo de 26 horas! De todas formas he sido cocinero antes que fraile y tampoco cambiaría demasiado". Probable, aunque no seguro. El mismo Shakespeare lo enseña: nunca sabremos cómo reaccionaríamos si, de repente, se cayera el edificio.
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